Archivo del Autor: Alberto Martín Acedo

‘Her’ (Spike Jonze, 2013)

Imágenes de una melodía ausente

¿Cómo plasmar en imágenes algo que escapa a cualquier representación, algo que hace de la ausencia su principal visibilidad? O, dicho de otra manera, ¿cómo mostrar en imágenes la soledad, el aislamiento, en una sociedad hipercomunicada donde lo virtual y lo real comparten lazos de unión? Her, la última película de Spike Jonze, lo hace relatando una de las historias de amor más peculiares que la historia del cine nos ha podido deparar: Theodore (Joaquin Phoenix) se enamora de Samantha (Scarlett Johansson), un sistema operativo basado en una inteligencia artificial que toma cuerpo en una voz femenina.

Lo sé, puede parecer una premisa que linda con lo ridículo, lo naif, y lo es, pero la maestría a la hora de desarrollar el guión y de plasmar en imágenes una relación basada en el vacío, en la imposibilidad de llegar al otro, de palparlo, hace que la película alcance una plenitud pocas veces vista en pantalla. Para ello, Jonze conjuga perfectamente unos exteriores fantasmagóricos, en una ciudad que pertenece a ningún lugar, que podría ser todas las ciudades, con unos interiores fríos provocando que la atención del filme se centre en el poder de la palabra, en su capacidad evocativa. Y es que todo el filme es una larga carta de despedida, un largo lamento en forma de epístolas firmadas en el aire: no en vano, el oficio de Theodore es el de escribir cartas para terceras personas a las que no conoce. Escritas todas ellas con una calidez, una proximidad que hacen visible la capacidad del personaje de vivir otras vidas a través de la palabra. Alejado de su propio cuerpo, Theodore es capaz de vivir y sentir emociones más reales que las que su propia vida le depara. Por ello, cuando una entidad incorpórea como la de Samantha, eco y reflejo del propio protagonista, entra en contacto con él, la unión de cuerpos desubicados es capaz de darles un espacio propio, próximo y lejano. Una posibilidad de crearse mutuamente, de cincelar el mundo y la vida, de representar una obra que visibilice lo intangible.

Ahí es donde radica el centro del filme, en la incapacidad de crear imágenes que capten aquello que va más allá de la propia representación. Samantha compone melodías para tratar de expresar algo que, como ella misma dice, va más allá de las palabras, se escapa de la comprensión. De la misma manera, Jonze trata de buscar una imagen perdida en los límites de la palabra. Fijémonos, si no, en cómo plantea los dos encuentros sexuales entre los protagonistas: por un lado, mediante un fundido a negro en el que las voces adquieren total protagonismo; por otro, Samantha encuentra a una mujer dispuesta a servirle de intermediaria corporal y mantener relaciones sexuales con Theodore, una situación que se resuelve de manera insatisfactoria para todos los presentes. Dos planteamientos que desembocan en una misma idea: la imposibilidad de encontrar esa imagen en fuga.

Sin embargo, una escena final del filme se aproxima fugazmente a esta figuración de lo invisible: Theodore habla con Samantha y la cámara nos muestra el contraplano en el que sobrevuelan pequeñas motas de polvo, moviéndose según las palabras del protagonista esculpen el vacío, creando una danza que quizás ponga imagen a esa música imposible que el filme trata de mostrarnos. En ese espacio infinito entre las letras que componen esta carta de amor es donde Spike Jonze ha puesto su mirada. No podremos poner imágenes a las palabras ni palabras a las imágenes, pero buscarlas es lo que hará que todo adquiera sentido. Asumir la pérdida es recuperar lo perdido.

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‘Una familia de Tokio’ (‘Tokyo Kazoku’, Yôji Yamada, 2013)

El sabor de la memoria

Nos hace respirar de pronto un aire nuevo, precisamente porque es un aire que respiramos en otro tiempo, ese aire más puro que los poetas han intentado en vano hacer reinar en el paraíso y que sólo podría dar esa sensación profunda de renovación si lo hubiéramos respirado ya, pues los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido.
En busca del tiempo perdido. El tiempo recobrado, Marcel Proust.

Me senté ante la pantalla de cine preguntándome por qué hacer un remake de Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari, 1953), considerada como una de las obras cumbre de su director, Yasujiro Ozu, y del arte cinematográfico. Quizá la respuesta era tan obvia como sencilla: porque sus imágenes aún perduran en la memoria cinematográfica, recuerdos de una bella y frágil verdad: el tiempo pasa. Transcurre silencioso y escurridizo entre nuestros días y Ozu nos lo mostró con su mirada clara y prístina. Y con esa misma luz diáfana, Yôji Yamada ha recuperado la obra del maestro.

El viaje de un matrimonio anciano, los Harayama, a la ciudad de Tokio para ver a sus hijos y compartir con ellos unos días deviene la excusa para hablarnos, en voz baja y desde la intimidad de una pareja, de cómo la distancia entre generaciones condena cualquier intento de acercamiento a un silencio y a una incomunicación fruto del incesante golpeo del tiempo, como si un viento suave, casi imperceptible, poco a poco, fuera alejando a las hojas del árbol que las vio nacer. Yamada, como Ozu, filma el otoño de la vida con una mirada liviana, austera, conjugando con maestría portentosa la tragedia del tiempo con ligeras pinceladas de humor que nos dibuja en la mirada una triste sonrisa, pero sonrisa al fin y al cabo.

Sin embargo, un cuadro como este, que nos habla de la vida y la familia, no podría estar completo si no estuvieran dibujados, con trazos delicados y punzantes, los rostros de los hijos: destaca entre ellos el del hijo que ha triunfado, Kôichi, un médico al que su trabajo le impide poder prestar atención a sus padres; Shigeko, la hija peluquera, quien decide pagar la estancia en un hotel de lujo a sus progenitores con tal de que no estén presentes cuando celebre la cena para la Comisión de comerciantes de su barrio; y, por último, Shoji, un hijo que todavía no ha encontrado un trabajo estable, que vive en un apartamento pequeño y que llena de preocupación a la familia. Son rostros, sin quererlo, sin pretenderlo, de las grietas que el tiempo abre entre los diferentes mundos que componen una vida, entre las vidas que componen un mundo

Pero, como en el original, emerge entre ellos, entre unos hijos que a duras penas pueden o saben comunicarse con sus padres, el rostro deslumbrante de una nuera, Noriko, pareja de Shoji, que iluminará los días de esta pareja, convirtiéndose en un faro que sosegará las olas de ese mar que inunda las imágenes finales del film. Un mar que nos devuelve a un espacio conocido, pero que, sin embargo, no podremos reconocer: tampoco el anciano Harayama, pese a los cuidados de Noriko y Shoji, podrá ver ese paisaje y ese mar con los mismos ojos.

Tampoco nosotros, espectadores, podemos volver a ver con los mismos ojos una misma película, pero Yamada ha conseguido traernos de nueva aquella mirada cristalina que tan bien supo filmar el bello canto del cisne, ese último canto que hace estremecer los fotogramas de toda una historia del cine.

¿Por qué hacer revisitar la obra maestra de Ozu? Porque la vida, a veces, nos desborda tanto que necesitamos regresar allí donde una vez comenzamos a ver, con meridiana claridad, la belleza y la verdad.

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Chris Marker: la sabiduría de las lechuzas

La lechuza es al gato lo que el ángel es al hombre.

(Gatos encaramados)

A menudo se nos hace sentir, con un estremecimiento de placer, que en un arpa terrenal se han pulsado notas que no pueden serles desconocidas a los ángeles.

(Edgar Allan Poe, El principio poético)

Como el gato dibujado por M. Chat, Chris Marker es una figura que asoma en los espacios más insospechados, de manera esquiva pero permanente. Una sombra que ha iluminado el pensamiento y la reflexión sobre el presente, el pasado y el futuro, un cineasta que ha sabido vislumbrar en los nuevos medios una forma de reflexionar sobre las imágenes y sus usos, sobre la información y sus consecuencias. Un hombre siempre atento a lo que sucedía a su alrededor, pero siempre escuchando los ecos que despertaban, ya fueran los de sueños pretéritos o los todavía por venir. Chris Marker ha sido una figura central de la cinematografía: la textura de sus documentales, sus ficciones, sus ensayos (si es que podemos diferenciarlos así, puesto que su cine es un compendio que los aúna a todos) roza nuestra visión de un modo delicado pero exacto, punzante y sugerente a partes iguales. El ronroneo de su cámara es el sonido de un pensamiento vivo que agita en nuestro interior ideas y sentimientos que permanecerán a nuestro lado. Todo ello porque era un hombre comprometido con la Historia, un cineasta que se servía de las imágenes para dejarnos pensar con él esta realidad.

El pack Chris Marker. Mosaico 1968/2004, editado por Intermedio, que sin saberlo rendía homenaje a quien poco después fallecería, reúne material abundante sobre el director galo, permitiéndonos así analizar las diferentes caras de tan poliédrica obra: en él podemos observar las vías ocultas que se abren entre sus creaciones, caminos velados que cada uno va descubriendo en la heterogeneidad de la imagen y el montaje, en la dispersión de sus fotogramas, a la vez autónomos y codependientes. Por ello, he querido observar dos aspectos diferentes del cine de Chris Marker: por un lado, su vertiente más reflexiva y lírica, en la que las posibilidades del cine se abren al ámbito del montaje, la mirada y la música; por otro lado, sus creaciones más comprometidas y políticas, en las que su afán de confeccionar crónicas de su actualidad nos induce a repensar el potencial de la mirada cinematográfica. Dos vertientes distintas pero que convergen en un mismo punto: la necesidad de la participación activa del espectador.

1. Pensando el cine en tres pequeñas lecciones...

Tres pequeñas obras recogidas en este pack nos facilitan el acceso a la concepción que Marker tiene de su oficio: Teoría de conjuntos (Théorie des ensembles, 1990), Tres vídeos haikus (Trois vidéos haikus, 1994) y E-clip-se (1999).

Sirva de primera lección de este universo la deliciosa pieza Teoría de conjuntos: en ella se nos explica la aparición del orden matemático a través de la historia del Arca de Noé. Así Noé trata de clasificar, ordenar los animales, ubicarlos en un espacio concreto y para ello las lechuzas le explican la “teoría de conjuntos”, en la que el orden se adquiere a través del conjunto, de la asociación, no importa tanto el individuo aislado como su conjunción con los demás. No deja de ser una buena exégesis de su propio cine: las imágenes tomadas como unidades de nada sirven si no es por su relación con las demás, por el montaje con que Marker las viste: la matemática del montaje, infinita en su capacidad de expresar, es el eje interpretativo del cineasta y del espectador. Así, la obra de Marker debe ampararse bajo esta teoría para poder ser interpretada justamente: su labor es comunicar unas imágenes con otras, unos formatos con otros, unas realidades con otras.

Tres vídeos haikus adopta la forma tripartita de los poemas japoneses para arropar la cotidianeidad de un hálito poético: si los dos primeros fragmentos sirven para aunar la imagen de un puente que cruza un río y la de una mujer fumando a través de la figura omnipresente de un ave, el tercero ejerce de contrapunto. Este último es un homenaje a los hermanos Lumière en el que se explicita que los operadores de cámara que comenzaron a filmar para ellos tenían un minuto para captar la realidad [1]: la imagen de unas vías de ferrocarril vacías, por las que ya no transita ningún tren, es la síntesis de esa necesidad de fijar el presente a partir de una depuración que haga palpitar en la imagen las latencias de un vacío. He aquí, pues, la segunda lección que nos muestra Marker: la cámara ha de fijar la lírica del día a día, su cine ha de ser capaz de captar no ya la realidad sino la mirada que la cámara lanza a ese mundo. Nosotros hemos de esperar y estar atentos a los latidos de esas imágenes que toman el pulso: el cine es la unión (el puente del primer “verso”) y una espera (la mujer del segundo) de algo que no acaba de sucederse (el tren, presencia perturbadora de lo ausente e invisible). La espera de la epifanía, de esas alas que aparecen tras el rostro de la mujer, de ese pájaro que cruza fugazmente sobre el puente, de ese tren fantasma es lo que ha de buscar el cine: Marker nos enseña que, aparezca o no esa epifanía, ese punto que abre la imagen prosaica a la lírica (ese pájaro presente en los dos primeros fragmentos), la cámara ha de permanecer presente, pese a que sepamos que ningún tren pasará ya por esas vías. El cine ha de comprometerse a mirar, incluso, una imagen que sabe que ya no aparecerá: si filma una ausencia no es más que para constatar que incluso en la derrota el cine debe alzar la mirada.

Pero la epifanía se sucede en el último punto de este triángulo aleccionador. Por ello E-clip-se filma la mirada como un proceso de extrañamiento ante la revelación de lo inesperado: los rostros de las decenas de personas que se alzan para observar el fenómeno que da título a la pieza son el espejo en el que Marker quiere que nos miremos. Alzamos los ojos a la pantalla [2], mirando ese eclipse que se forma al colisionar dos imágenes, intentando comprender lo que vemos, sin darnos cuenta de que, precisamente, lo más importante es el simple hecho de ver mirando, de comprender observando. La visión de esas imágenes que filman lo trivial de un suceso extraordinario (el eclipse) es la quintaesencia de la imagen arraigada en la cotidianeidad: si antes hemos hablado de la lírica del haiku ahora podemos puntualizar que su poder evocador se aleja de la abstracción para centrarse en la imagen en bruto como piedra preciosa que se depura con la mirada, obligándonos a leer más allá de la superficie de la imagen, pues no se trata de que veamos a personas anónimas alzar la vista hacia el eclipse sino de que nos veamos a nosotros mismos reflejados. Nos espejamos en los fotogramas de Marker mediante una formalización de la mirada que permite al espectador ser partícipe de un juego rocambolesco donde el cruce de miradas (de los ciudadanos, de la cámara y de los espectadores) nos muestra que esa “depuración” no se basa tanto en su relación inmediata con los sucesos sino en su capacidad de visibilizar la cámara como eje creativo.

...y una coda musical

¿Bailan los animales? Sí, o eso al menos ha conseguido Chris Marker: Slon Tango (1990) es una pieza breve, de pocos minutos, pero que consigue vislumbrar en el caminar de un elefante la música que envuelve nuestra vida diaria. Mezclar un tango de Stravinsky con las imágenes del paquidermo andando no es, simplemente, otra muestra de su fina percepción de la comicidad, sino la confirmación de que el mundo tiene una armonía, un ritmo que el artista debe encontrar. Se debe jugar con las imágenes, tocarlas con los ojos, sentir que la mirada del mundo debe ser construida de nuevo: hay que descubrir con qué son se mueven nuestros pies, nuestras vidas. Marker quiso encontrar la música a través de las imágenes, descubrir que tras el caos del presente se esconde una armonía que, aunque llena de estridencias, debemos escuchar.

Y en esa escucha vislumbrar la sabiduría de las lechuzas que supieron alcanzar la teoría de conjuntos y aunar en una misma mirada todas las miradas. Como ángeles que observan desde lo alto el devenir de los humanos, nosotros pretendemos alcanzar a esos seres alados para poder comprender que en el desconcierto hay un orden y que el cine, y demás medios audiovisuales, son el instrumento para musicalizar la prosa de nuestra realidad.

2. Filmando el cine: miradas reflexivas...

Y así llegamos a la vertiente más (re)conocida del director que aquí nos ocupa: el documental. Marker construye sus documentales como una amalgama de imágenes provenientes de diversos medios (televisión, pintura, Internet, fotografía...) que, gracias a su pluralidad, consiguen dar una visión ampliada de lo que sucede, o, incluso, coquetear con los límites del verismo mediante los juegos de realidad. Todo ello con la intención de mostrarnos que toda mirada debe llevar consigo la reflexión sobre aquello que se observa.

En el centro de esta multiplicidad de imágenes se erige Gatos encaramados (Chats perchés, 2004), una obra inclasificable que se abre de forma lúdica con la reunión de una serie de desconocidos que danzan en torno a un monumento bajo la atenta mirada de un gato dibujado en uno de los tejados. Dicho felino será el guía que nos conducirá por la actualidad francesa, por los vericuetos de una sociedad post 11-S: las pesquisas en torno a la aparición de dichos gatos dibujados por las calles ofrecen el mapa, la llave, para movernos por los entresijos de la crisis de las izquierdas y el pavoroso auge de la ultraderecha, personificado en Le Pen. Podríamos decir que la figura del felino funciona a modo de MacGuffin si no fuera porque, realmente, adquiere una dimensión simbólica de los sucesos y los paisajes parisinos. En el trazo sonriente del gato, en su aparición en pancartas, máscaras, carteles... vemos nacer la esperanza de un nuevo futuro, una nueva cultura, una nueva visión, un cambio. El juego que ha creado M. Chat dispone como tablero las calles de París, en las que las fichas, transeúntes que vagan de un lugar a otro, sólo deben atender a una única regla: la de detenerse, sorprenderse ante lo inesperado. Y es que el felino representa esa necesidad de romper con lo preestablecido: su aparición en paredes, tejados, árboles... es el símbolo de ruptura con unos moldes, los fríos edificios, que sirven, contra pronóstico, como lienzo para una nueva realidad que se asoma y se mece en la sonrisa de ese gato: la de la sociedad en marcha.

Una situación de crisis, esperanza y movilización que resuena en las imágenes de La sexta cara del Pentágono (La sixième face du Pentagone, 1968): una crónica de la manifestación en contra de la guerra de Vietnam en Washington que funciona como retrato de un cambio: el que va de la mirada a la reflexión. Se trata de observar cómo esa marcha sobre Washington cambia, no tanto la historia o la política, sino a los manifestantes, cómo estos perciben una transformación interna ejemplificada por las palabras de esa joven que tras pasar la noche en las escaleras del Pentágono declama ante Marker: “He cambiado”. La cámara de Marker se mueve entre ellos buscando filmar ese viento nuevo, el color del aire rojo que envuelve su caminar, pero se da cuenta de que para plasmar ese cambio debe pasar de la imagen a la narración, de ahí que su voz sea omnipresente: la cámara puede plasmar el movimiento, la inquietud, la exasperación y la tensión, pero la voz puede retratar la imagen desde la distancia. De ahí que los instantes finales del film sean una sucesión de rostros fotografiados en los que la voz del narrador es capaz de vislumbrar matices que el blanco y negro de la imagen oculta. Como el rostro de François Crémieux que se desnuda ante el objetivo en Casco azul (Casque bleu, 1995) y nos relata, a través de un monólogo elocuente y sin fisuras, el papel de la ONU en los Balcanes. La desilusión se vislumbra en sus palabras, el paso a la resignación se visibiliza en ese rostro inmutable y se palpa en su propio soliloquio: la cámara fija de Marker no muestra un rostro, filma la Historia.

De este modo, Marker realiza un camino que va de la multitud manifestándose en Washington a la declaración de un miembro de los Cascos Azules para desembocar en un felino que simboliza la necesidad del cambio. La Historia pasa de representarse, pues, mediante la multitud a focalizarse en unos rostros para, en último lugar, consumarse en un dibujo que escenifique los deseos de futuro de una sociedad en crisis. Pasamos, pues, de la mirada a la reflexión: una reflexión del presente desde el que se filma (La sexta cara...), una reflexión sobre el pasado (Casco azul) y sobre el futuro (Gatos encaramados).

... y una reflexión sobre la mirada

Retornemos, finalmente, por un segundo, a la idea de juego, como bien ejemplifica esa indagación arqueológica del gato de M. Chat a través de obras pictóricas en Gatos encaramados. Pero retornemos con la intención de reflexionar sobre la mirada misma. En este sentido, la pequeña gran joya que es La embajada (L’Ambassade, 1973) ejemplifica perfectamente ese sutil pero refinado gusto por la travesura. Nos lo advierten las tramposas palabras del narrador al inicio de la obra: “Esto no es una película. Son notas tomadas cotidianamente. A modo de comentario de otras notas escritas cuando no estaba filmando”. Exacto, se trata de una filmación que no pretende ser más que el testimonio de cómo una serie de personas se refugian en una embajada, tras lo que parece ser el golpe de estado producido en Chile. La cámara se filtra entre las conversaciones, cada vez más crispadas, de los refugiados, mostrando sus reacciones ante el desarrollo de los hechos, mientras que la voz en off del narrador indaga en los sentimientos de cada uno de los recluidos. Todo con una perfecta naturalidad, hasta que, fugazmente, se vislumbra la figura de la Tour Eiffel, el símbolo parisino por excelencia, y nos damos cuenta de que, en realidad, no se trata de la grabación de un suceso real: es una simulación, una representación. La mirada del espectador se bifurca de la mirada de la cámara, la imagen cruza al otro lado y se alza ante la frontera de la realidad: “El pasado es como el extranjero: no es una cuestión de distancia, sino de una frontera que se cruza”. La embajada no es más que ese cruce de fronteras, ese tránsito a otra dimensión de la imagen y la mirada, en la que nuestra toma de conciencia del artificio no hace más que afirmar el verismo extraño de ese pasado que se nos deshace ante las imágenes del proyector.

Marker, apoyado sobre su cámara, como esa lechuza que, alzada en la rama de su árbol, es capaz de ver más lejos, es capaz de ver más allá de la simple imagen, su mundo, su realidad nace de la reflexión, no únicamente de los hechos que se suceden ante la cámara. El director galo se suspende, en el vuelo de su cámara, ante la visión de nuevos matices, nuevas rupturas. En ese paso suspendido, ese desplazamiento de la imagen que se da en el juego de realidades encontradas se materializa la encrucijada en la que pasado y presente, palabra y fotograma trazan la débil línea de la frontera entre artificio y realidad. El espectador, que anida en la mirada, debe dar el salto.

Notas:

  1. En realidad, para ser exactos, se trataba de 50 segundos. 
  2. Como ya remarcaba Marker en una entrevista, publicada en el diario francés Libération el 5 de marzo de 2003, “en el cine, elevas tus ojos hacia la pantalla”. 
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‘Summertime’ (Norberto Ramos del Val, 2012)

Gamberrismo cinematográfico

Como bien indica una de las actrices en el making of del DVD, ésta es una película que no se parece a nada, ni siquiera a una película. Para lo bueno y para lo malo, añadiría uno, puesto que nos encontramos ante un film cuyo principal objetivo es ir dinamitando los cimientos básicos de toda narración cinematográfica a través de una desarrollada autoconsciencia fílmica. Pero antes pongámonos en antecedentes: Summertime se inicia como un film de terror de serie B en el que dos jóvenes, Vicky y Sonia, “arropadas” por unos escuálidos bikinis, tratan de desvelar el misterio que envuelve a una casa en la que murieron sus inquilinos de manera un tanto grotesca. Pero todo ello no es más que un pretexto para ir desgajando los mecanismos cinematográficos de la ficción, puesto que poco a poco las actrices de esta película se van dando cuenta de que, evidentemente, están actuando en ¡horror! un film de serie B.

El punto fuerte de esta película es, sin duda, su desmedido humor ácido (he ahí el fragmento en el que aparece Ion Arretxe como místico director del film) y su descarada consciencia de (sub)producto cinematográfico: la capacidad para poner en evidencia la mediocridad del cine patrio sólo se puede equiparar con su inventiva a la hora de transgredir los niveles narrativos. En este sentido, es evidente su filiación con la espléndida película de Spike Jonze Adaptation (El ladrón de orquídeas) (Adaptation, 2002), pero, no nos engañemos, allí donde el laberíntico film americano se erigía como una exquisita reflexión entre el arte y la vida, la ficción y la realidad, el de Ramos del Val se convierte en una sátira, en una cruda y descarnada autoparodia, en su vertiente más esperpéntica. Habitar los distintos niveles narrativos (el film de terror propiamente dicho, las actrices siendo conscientes de que están dentro de una “horror movie”, etc.) sirve al propósito de desajustar la mirada del espectador y obligarlo a participar de la consciencia crítica que insufla vida a este producto.

Y, ¿qué mejor manera de descomponer la visión del espectador que haciéndole observar el tedio? El director lo ubica en el centro de su obra como motor creativo: lo más interesante de este film, sin duda, es cómo convierte el estatismo en movimiento, su capacidad de trocar el hastío en el eje compositivo, haciendo avanzar la película a través de fragmentos vacuos. Ya sea por repetición o por pura inactividad, el aburrimiento asoma en casi cada plano de la obra, en cada mirada de sus protagonistas, lo que obliga a desgarrar su tejido, a dejar en cueros (o mejor dicho, en bikini) el celuloide, destapando las carencias de la obra. Por ello hay que remarcar la honestidad desde la que parte esta película: sabedora de sus muy limitados recursos, nunca juega a tratar de maquillar sus carencias (que las tiene, claro está) sino que las expone sin prejuicios ante la mirada de sus espectadores, quienes deberán asumir, también sin pudor, que las limitaciones también pueden ser motores creativos (hasta dan lugar a un videoclip, imagínense).

Quizás hubiera estado bien que esta gran broma hubiera encontrado una mayor resonancia en su edición en DVD que, únicamente, viene acompañada de un making of (que, para variar en este film, no es tal) y un videoclip de Pantones (“Tu mayor fan”). Pero, en cualquier caso, no hay que lamentar lo ausente, sino festejar lo presente, que no es otra cosa que un film que sabe jugar su baza de producto underground con el fin de despertar sonrisas agridulces en los rostros de sus espectadores. No hace falta decir que esta no es una película para tomarse en serio: se trata de un producto delirante, una gamberrada creada desde la periferia del cinematógrafo, pero que se dirige hasta el centro de la producción, dejando por el camino un reguero de sangre y descuartizamiento. Y es que esta película puede dar miedo, mucho miedo.

Summertime está disponible en la tienda de Norberfilms (link).

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‘The Master’ (Paul Thomas Anderson, 2012)

El desierto inundado

The Master se abre con una imagen que permanece latente a lo largo de todo el filme, una imagen que reaparece varias veces y que vuelve a esconderse tras los cuerpos de Freddie Quell (un soberbio Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman): la imagen del mar, de sus aguas tranquilas y apacibles atravesadas por la furia maquinal de un barco. Su espuma poco a poco va inundando la imagen, rompiendo la serenidad del océano con una violencia que destruye su melodioso transcurrir. Esta imagen bien pudiera ser el retrato de Quell, un ser azotado por su animalidad, su bestialidad sedienta de líquidos con los que saciar su agonía: bien podría beberse los mares y, aun así, sentir la necesidad de un trago más.

Sería erróneo describir la nueva obra de Paul Thomas Anderson como una crónica sobre el nacimiento de una secta: se trata de un retrato del poder, la locura y el deseo. La película nace de la colisión entre dos cuerpos: el encorvado y demacrado Freddie Quell, quien vuelve al “hogar” tras la Segunda Guerra Mundial, y el orondo y prominente Lancaster Dodd, quien se cree poseedor de un conocimiento revolucionario. Dos seres enfrentados a una sociedad que los rechaza y los tilda de desviados, dos personajes que se necesitan para poder mirarse y reconocerse, dos almas gemelas que fagocitan sus existencias y reclaman el centro de la imagen para sí mismos, para liberarse de la prisión en la que ambos conviven.

La puesta en escena de P.T.A. absorbe esa energía que nace de los delirios de Quell/Dodd y consigue inocular en el espectador una mirada febril y desconcertada, una visión turbadora y sugerente: no habrá respuestas ni descanso, sólo una desasosegante sensación de fundirse en el abismo, de habitar en los márgenes de sus imágenes (en esa pared y esa ventana que Quell toca durante horas y en las que consigue ver y deshacer la totalidad del mundo). Las imágenes que Anderson ha creado consiguen abocarnos hacia una huida constante. En este sentido hay dos escenas en el film que despuntan sobre las demás: dos fugas; la primera, tras huir de una barraca en la que un anciano cae enfermo por la bebida que el protagonista le ha preparado; la segunda, en la que Quell acepta el desafío de Dodd de llegar, con una moto, tan lejos como uno mismo se proponga conduciendo a la máxima velocidad posible. Más allá de que las dos secuencias están rodadas asimétricamente (de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, respectivamente), lo esencial es el sonido: mientras en la primera impera un silencio en el que se ahogan los jadeos de un aterrado Quell, en la segunda el rugido de la moto confirma la bestialidad del protagonista, quien asume su condición de outsider que le llevara a recorrer caminos ignotos, imposibilitándole el poder volver al hogar. Su vida estará en los márgenes [1].

The Master es el relato del vacío y la soledad. El océano con que se abre el film y el desierto que aparece en sus imágenes finales no son más que el reflejo de un mismo laberinto en el que la totalidad es igual que cada una de sus partes: el agua y el polvo, la plenitud y la oquedad, Dodd y Quell. La soledad es una playa en la que la arena consume los deseos de volver a un lugar que nunca nos ha pertenecido: el hogar. El retorno es imposible, puesto que no hay hogar: tanto Freddie Quell como Lancaster Dodd están condenados a vagar como dos palomas que sobrevuelan un desierto inundado.

Notas:

  1. A propósito de esta idea sobre la imposibilidad de regresar al hogar, la compañera Mónica M. Marinero relacionaba hace pocos días la última película de Kathryn Bigelow, La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), con The Master, de Paul Thomas Anderson, en un texto titulado precisamente “Nunca volveremos a casa” (leer el texto). 
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05. ‘El arca rusa’, el museo de la historia fugas temporales entre la Historia y la Vida

En Sokurov siempre ha existido un impulso por filmar la historia y sus vericuetos: ya sea en su célebre trilogía sobre las figuras tiránicas del siglo XX (Molokh, Telets y Solntse), o en sus elegías, donde concentra una concepción poética del documental que pocas veces se ha visto, o en su más actual Aleksandra (2007), el director ruso siempre ha querido tomar el pulso de la gran Historia para adentrarnos en un universo íntimo que contrasta con las grandes narraciones historiográficas. Quizás sea ahí donde resida su gran capacidad fílmica: en poetizar la historia, en transformarla en algo próximo y lejano a la vez. De ahí que su última obra, Fausto (2011), sea un epílogo metafórico de la historia del siglo XX, un filme a la deriva en el magma del último siglo.

En este marco cinematográfico, en esta tendencia poético-histórica, es donde debemos considerar El arca rusa (Russkii kovcheg, 2002): en un movimiento lírico, un gran plano-secuencia de 95 minutos, la cámara de Sokurov recorre los caminos temporales del Hermitage, del gran museo ruso, en pos de una reconstrucción del flujo del tiempo que hace de la discontinuidad de las salas y la fluidez del plano-secuencia su núcleo expresivo. Así como en la mencionada trilogía el interés principal era el de retratar tres rostros en el tiempo del desasosiego, y en las elegías, el del tiempo agónico, la temporalidad del fin, en el filme que nos ocupa, Sokurov tratará de pintar el rostro de la Historia, de la resurrección del tiempo. Sin más dilación abramos las puertas del Hermitage, de esa arca donde se esconden los fantasmas que el presente resucita de su largo sueño, y asombrémonos con el largo vals que Sokurov nos ha preparado.

Las reescrituras de la Historia

Cojamos las maravillosas palabras de uno de las más grandes intelectuales del cine para reflexionar sobre este filme:

“Pour moi l'Histoire est l'œuvre des œuvres, si vous voulez, elle les englobe toutes, l'Histoire c'est le nom de la famille, il y a les parents et les enfants, il y a la littérature, la peinture, la philosophie..., l'Histoire, disons, c'est le tout ensemble. Alors l'œuvre d'art si elle est bien faite relève de l'Histoire [...]. On peut avoir un sentiment à travers elle, parce qu'elle est travaillée artistiquement” [1]

La historia como obra de arte es una concepción provocadora que encuentra su homólogo literario en Hayden White: la gran Historia es la obra de las obras, hija del hombre, más que del tiempo, recreación de un vacío que ha de tomar cuerpo en la imaginación creadora. Las musas han de ayudar a Clío a vestirse para poder mostrarse a ojos mortales. Sokurov arropará a la historia rusa con las vestiduras de una ficción que traerá de los confines de tiempos olvidados los fantasmas de la historia rusa. De ahí que en los primero compases de esta obra armónica, el extraño narrador del filme se pregunte si “¿se supone que debo representar un papel? ¿Qué obra es esta?”. La ficción se incrusta en la partitura de esta obra, obligándonos a participar activamente en la composición de su historia: el estatismo de todo museo, como si de una foto fija del pasado se tratara, contrasta con ese ánimo del narrador de participar, de representar su recreación. Sokurov trata de romper la concepción del museo que desarrolló Adorno según la que “museo y mausoleo no están sólo unidos por la asociación fonética. Los museos son como tradicionales sepulturas de obras de arte, y dan testimonio de la neutralización de la cultura” [2]. Nada de eso, de las cenizas del pasado renacen, con una viveza extraordinaria, los sonidos y los personajes de ese pretérito: el museo deja de encarnar una materia inerte para convertirse en esa representación teatral que el narrador declama.

De este modo, en el filme se da una vuelca de tuerca a la momificación del arte en el museo, haciendo buena aquella idea de André Bazin según la que “la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio” [3]: el realizador ruso filma la resurrección de la historia. Como si de un Ovidio contemporáneo se tratara, filma las mutaciones de la materia pretérita, su flujo. Es por ello que, durante el recorrido, el narrador nos ha llevado hasta un taller de marcos abarrotado de ataúdes: los límites de la obra de arte mortifican su poder. El arte debe mezclarse con la vida, inundar cada aspecto de ésta, de ahí que la fluidez de la cámara no sea más que una metáfora de esa continuidad entre arte y vida: la vivencia (erlebnis) artística se funde con la historia para ser capaz de (re)significar. El marco, ese elemento que determina las barreras entre la obra de arte y la vida queda borrado en el plano-secuencia, no hay fronteras entre la vivencia de la Historia y su representación. Ahí reside el gran potencial poético de El arca rusa: en su poder de entremezclar lo excelso con lo cotidiano, el recorrido por un museo con la trasposición a ese pasado que contiene. Se trata de un arca que la cámara abre para nosotros, para que podamos observar las joyas que guarda.

De ahí la gran importancia de haber utilizado el plano-secuencia como eje del filme: dota de continuidad a las estancias divididas del museo, de la cronología histórica. Sin seguir ninguna lógica temporal, se nos muestra ante los ojos que toda la Historia es un continuo que no entiende de separaciones, el tiempo es un abismo y no una línea recta, un abismo en el que la representación artística, ese plano-secuencia, es el único punto fijo que puede acompañarnos: “¿están interesados en la belleza o sólo en su representación?”, pregunta ese enigmático Marqués que acompaña al protagonista. Eso mismo se nos puede preguntar sobre la Historia: ¿estamos sólo interesados en su representación? Sokurov quiere sumergirnos en ella, mostrando a través de la artificialidad del plano-secuencia que sólo a través de la recreación podemos acceder al flujo natural de las cosas.

El canto del museo

Normalmente, cuando uno camina por un museo, el silencio es, o debería ser, el único sonido que le puede acompañar. La compañía solitaria que nos persigue mientras observamos las obras de arte, mientras recorremos las galerías inmensas en paseos temporales que nos conducen a magníficas obras, es la del poeta, la del ser que nos transporta a un tiempo especial, al tiempo del canto. Un canto silencioso, cabría decir, un canto elegíaco: el poeta, ciego como Homero, es capaz de mostrar a nuestros ojos aspectos del mundo que jamás habríamos soñado: así, las elegías de Sokurov no son un simple canto de cisne al fin de un mundo, sino una revelación de un mundo que se va y de otro que nace, algo que sólo el poeta es capaz de ver. Pero, ¿cómo consigue el cantor ofrecernos esas imágenes invisibles? La “rarificación”, la extrañeza, tan cara a los formalistas rusos, es capaz de producir una imagen que traspase las capas de la cotidianeidad para revelarnos un trasfondo imperceptible: “la rarificación de la imagen comienza cuando dos actos gemelos, ver y mostrar, ya no son naturales y se han convertido en actos de resistencia” [4], decía Serge Daney. Otra vez el plano secuencia se muestra fundamental en este proceso de revelación: a través de su movimiento, lo que vemos y lo que se nos muestra no es un proceso equiparable. Se nos muestra un recorrido a través del museo del tiempo, pero vemos sus más oscuros y excelsos recovecos, vemos más.

Hay dos maravillosas escenas que condensan toda esta idea: el Marqués se aproxima a una mujer que, con exactitud y detallismo, le describe el cuadro que tienen delante, casi palpando su imagen. La cámara, recorriendo el cuadro, nos muestra esa mirada detallista de la mujer. Pero se trata de una mujer ciega: como Homero, su ceguera es capaz de revelarnos un mundo oculto tras la materialidad del cuadro, una visión que se escapa de la referencialidad para poetizar el mundo, en este caso, el pasado. En otra escena, el Marqués, observando cómo una mujer establece un diálogo con un cuadro, se abraza a ella, abrazando ese diálogo vivo entre arte y vida, mientras la cámara nos muestra el cuadro: nosotros debemos ser el poeta que converse con la obra. El abrazo en el que se funden el Marqués y la poetisa no es más que la fusión de la historia y la poesía en una danza liberadora: una unión inesperada, pero un matrimonio necesario para poder cantar las obras del pasado, para revivirlas en la imagen cinematográfica, puesto que

Ce qui arrive en poésie, ce n’est pas la suppression de la fonction référentielle, mais son altération profonde par le jeu d’ambigüité: ‘La suprématie de la fonction poétique sur la fonction référentielle n’oblitère pas la référence (la dénotation), mais la rend ambigüe. [5]

No hay, pues, una supresión del pasado en este poema museístico, antes bien, un proceso de “ambiguación” que nos muestra el potencial de la mirada continua. Al igual que nosotros, la cámara recorre de manera continua las estancias, representando ante nosotros sucesos del pasado, mostrándonos a grandes personalidades. Pero esta capa referencial se entremezcla con la música de la poesía, con esas notas que sólo se desprenden de una mirada invisible que renace ante nosotros. De ahí que el Marqués, en pleno baile real, sea capaz de decir “se me ha olvidado todo, pero estoy recordando”: la música elegíaca de la cámara de Sokurov, en esa danza que recrea el plano-secuencia, es capaz de compararse a la voz del poeta evocador, a esa idea de que “la poesía es memoria... Aquel que canta, canta por recuerdo y da poder de recordar. El mismo canto es memoria, espacio donde se ejerce la justicia del recuerdo” [6]. En ese plano secuencia se funden Ovidio, el historiador de mitos, y Homero, el poeta del pasado, en una danza, en un canto que es memoria: el museo canta silenciosamente las notas de un pasado que renace, en un baile final catártico en el que la Historia vuelve a nosotros.

¿El fin de la historia?

¿Hacia dónde nos lleva este baile final? ¿Qué música sonará al final del recorrido? Traspasados los marcos inertes del museo, recorriendo las entrañas que lo constituyen, vivificando los cuadros que lo componen, el filme nos conduce a un canto elegíaco, hacia un vals final que escenifica el renacer de la historia, su resurgir entre las grietas del recuerdo y el olvido.

La sección final del filme es de una capacidad lírica pocas veces alcanzada por la imagen cinematográfica: el Marqués es incapaz de seguir al narrador, de seguirlo hacia la incertidumbre del pasado. Eso queda fuera de la Historia del museo. Sin embargo, el narrador continua hacia delante mientras se despide de todos (“Adiós, Europa”, proclama) y su cámara se topa con los comediantes, con sus máscaras que esconden a la vez que representan. La cámara se aproxima al exterior por una de las ventanas y la bruma, la niebla, inunda las orillas del río: “condenados a vivir y navegar eternamente”.

¿Quién? ¿La Historia, obligada a representarse eternamente ante la mirada extraña de nuevos visitantes, o la Vida, que se diluye en el líquido temporal y que nos obliga a vislumbrar más allá de esas brumas que todo lo ocultan? Una imagen que condensa el sueño de la Historia, el despertar de la Vida.

Notas:

  1. ”Para mí la Historia es la obra de las obras, dicho de otra manera, ella las engloba a todas, la Historia es el nombre de familia, están los padres y los hijos, está la literatura, la pintura, la filosofía... la Historia, digamos, es todo el conjunto. Entonces la obra de arte si está bien hecha revela la Historia [...] Podemos tener un sentimiento a través de ella puesto que está trabajada artísticamente”, en GODARD, J.-L. & ISHAGHPOUR, Y., Archéologie du cinéma et mémoire du siècle. Farrago, Tours, 2000. Págs. 24 y 25. 
  2. ADORNO, T. W., “Museo Valéry-Proust”, en Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. Barcelona, Ariel, 1962. Pág. 187. 
  3. BAZIN, A., ¿Qué es el cine?. Libros de Cine RIALP, Madrid, 2004. Pág. 29. 
  4. DANEY, S., Devant la recrudescence de vols de sacs à main. Lyon, Aleas, 1991. Pág. 196. 
  5. “Lo que se logra en poesía no es la supresión de la función referencial, sino su alteración profunda a través del juego de ambigüedad: La supremacía de la función poética sobre la función referencial no anula la referencia (la denotación), más bien la convierte en ambigua”, en RICOEUR, P., La métaphore vive. Seuil, Paris, 2007. Pág. 282. 
  6. BLANCHOT, M., El diálogo inconcluso. Caracas, Monte Ávila, 1970. Pág. 128. 
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Principiando el significado

En mi principio está mi fin.

Cuatro cuartetos, T. S. Eliot

Abría George Steiner su magnífica Gramáticas de la creación con una sentencia que se tornaba en una declamación hacia los orígenes de la comprensión y la explicación: “no nos quedan más comienzos” [1]. El ser humano, ávido de conocimiento, (im)perfecto Fausto, busca incesantemente el principio, la causa de todo aquello que nos circunda y nos envuelve: el conocimiento se vuelve el eje fundacional de nuestra historia, de nuestros mitos, de nuestra destrucción. Remontarnos hasta el principio para comenzar a vislumbrar nuestros pasos, nuestro camino; nadar a contracorriente hasta el lugar donde nacen la olas: ese es el misterio primero que mitos y religiones tratan de vislumbrar, el incipit. En una época de aparente “desmitologización” y laicidad se nos hace difícil volver la vista atrás y observar las poéticas del principio, de no mirar con escepticismo e ironía los textos fundacionales. Sin embargo, Terrence Malick se atreve a recuperar las imágenes que descubrieron el mundo para ponerlas ante nuestra mirada: en su viaje a través del mundo y del ser humano se descubren los ecos de tiempos pasados y tiempos futuros derramándose en las imágenes, pone ante nuestra visión las palabras que crearon nuestro entendimiento del origen. La primera mirada se vuelca hacia esas imágenes de desconcertante lirismo que recorren El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011).

Relatos del principio

Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la aguas.

Génesis 1: 1,2

¿Dónde ubicar el principio de todas las cosas? ¿Cómo iniciar un relato sobre la aparición de la existencia a través de la nada? ¿Hasta dónde las imágenes pueden captar el leve despuntar de la luz en torno a la oscuridad en el surgimiento de la vida? El atrevimiento de Malick lo llevará a ubicar este relato de los inicios justo en el final: sólo la muerte puede devolvernos al principio primigenio, a la nada existencial que recorre cada segundo de nuestras vidas. La vida y la muerte se abrazan y se mecen en un recorrido que es siempre diferente, pero siempre el mismo.

Se trata, pues, de un filme sobre el poder de la creación y la invención, sobre el descubrimiento y el asombro: de ahí su esencia naif, ingenua. Redescubrimos el mundo a través de la pantalla: ningún medio mejor que el cine, creado a partir de la luz y la oscuridad, para captar los despuntes, los destellos del primario existir, la potencialidad del ser y de lo incompleto de lo que nunca fue. De ahí la importancia de las imágenes abstractas que componen la sinfonía visual de la creación del universo, del mundo, del ser humano. Permítanme dar la palabra a George Steiner para pensar sobre el arte abstracto: “el arte abstracto [...] recupera lo que es previo a las opciones particulares y seguramente efímeras que conforman nuestro universo particular. Infieren la infinitud de lo posible, de lo alternativo –una infinitud que comprende de manera crucial la posibilidad completa de un no-ser–, respecto al cual nuestro mundo es tan sólo una antología. [...] La abstracción cuenta el abismo de total libertad que precedió y contuvo esas elecciones” [2]. Lo infinito y lo finito abarcados en una misma imagen lumínica, veinticuatro fotogramas por segundo que abren las compuertas de lo eterno, de lo inabarcable: las imágenes abstractas contienen todas sus posibilidades, incluso aquellas que jamás podrán alcanzar: serán estas no-imágenes las que resonarán en nuestra memoria cuando lo inevitable se haga visible, cuando este mundo, tal y como es, se nos presente en el filme. Dios, Malick, el artista, los espectadores, crean imágenes a partir de ese caos primigenio, de esa esencia inacabada que les otorga ser todo y, a la vez, nada. Creatividad en estado puro.

Sin embargo, nos encontramos ante una película que, muy claramente, nos habla del fin, de esa otra parte del díptico que, juntamente con el principio, recorta toda narración, toda existencia: vida y muerte se miran ante el espejo para (re)conocerse. Y, como todo final, ello implica reflexión, meditación tras los actos sucedidos: el cine de Malick ha ido cambiando a lo largo de los años, aproximándose cada vez más a un impresionismo en el que el ojo no es el centro de la imagen, sino el pensamiento, convirtiendo su imperceptible visión en el núcleo real de sus intenciones. Estos “plans pensifs” [planos pensativos], tal y como los denomina Jean-Philippe Tessé [3], dominan el final de sus dos películas precedentes, La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) y El nuevo mundo (The New World, 2005), en las que, precisamente, la muerte inunda sus postreros instantes: Robert Witt y Pocahontas desaparecen de la narración, borrados por la muerte. Es entonces cuando las imágenes pasan a convertirse en la vivencia y la memoria de un muerto. Será desde este doble punto de vista desde el que se deba entender El árbol de la vida: las imágenes no pertenecerán únicamente a la memoria de Jack sino, también, a la de su difunto hermano. La voz en off, entonces, adquiere una nueva tonalidad, una nueva dimensión: por una trasposición narrativa, la instancia fílmica se desdobla y da paso a dos narraciones que, desde la vida y la muerte, quieren recuperar lo acontecido. Es decir, las imágenes no simplemente narran, también sienten: son el pensamiento de una emoción, el despunte de una reflexión que nace de la sensación, de la visión. Son imágenes que, desde el final, desde su propia desaparición, narran su existencia, su memoria, su pasado. La playa no es más que la materialización de esa voz que siente y que al final del film se revela como la voz de todos, la voz de la creación y de la desaparición: nos evoca ese espacio de reencuentro en el que las imágenes pasan a pertenecernos, en el que las voces se aúnan y se abren las puertas a una comprensión del final como un nuevo principio.

Job, o reclamando el sentido

¿Dónde estabas tú cuando afiancé la tierra [...] mientras cantaban a coro las estrellas del alba y exultaban todos los seres celestes?

Job 38: 4,7.

No cabe duda de que el director norteamericano parece hacerse eco de aquellas palabras de Steiner para intentar trazar el dibujo de los primeros instantes del mundo, del universo. Pero, no en vano, las primeras palabras que leemos hacen referencia a la pregunta que Dios destina a Job. No cabe duda de que la cita de Job es idónea para este filme: el edomita reclama sentido para las desgracias que le acontecen, preguntándose el significado de su vida ante un Dios que se torna inescrutable, cruel. La narración, entonces, nos sitúa en la piel de Job, nos convierte en seres incapaces de acceder al sentido: como ese indefenso dinosaurio, observamos a los demás sin comprender sus actos, sin comprender por qué se nos permite vivir, qué hacemos aquí.

Jack, como aquel Job, observa los actos de su padre sin comprender las razones de su dureza, de sus normas estrictas: la severidad paternal muestra el lado cruel del progenitor. La dualidad creativa y restrictiva del progenitor nos impone esa visión doble del artista, del creador: hay una maravillosa escena en la que el padre de Jack le muestra la frontera imaginaria que delimita su jardín con el del vecino, esa línea inexistente toma cuerpo ante la mirada de Jack, ante nuestra mirada, mostrándonos el principio y el fin de toda creación, pues será su concreción invisible la que nos ayude a visibilizar esa doble dimensión de la creación. La incapacidad de comprender esa división arbitraria lo llevará a transgredir las normas y a recibir el castigo: la comprensión es una actividad de reconocer los límites, los malentendidos, porque para comprender, antes hay que ser capaz de preguntar. Sin cuestionamiento no hay posibilidad de interacción: “preguntar es siempre ver las posibilidades que quedan en suspenso. [...] Comprender la cuestionabilidad de algo es en realidad siempre preguntar” [4]. La duda y el desconcierto de Jack no son más que el principio de la dialéctica entre pregunta y respuesta que nutre toda posible comprensión: la parábola de Job no es más que la narración del proceso de entender. La oscuridad ha de inundar al ser para que sea capaz de ver despuntar las luces del entendimiento: de ahí que deba copiar el comportamiento de su padre ante su hermano menor para llegar a comprenderlo. Su crueldad para con su hermano no es más que el proceso de aprendizaje, doloroso, de los límites de nuestra existencia: todo acto tiene su consecuencia.

Volvamos al dinosaurio tendido en el suelo, moribundo: a las puertas de la muerte, de la extinción de su vida, es capaz de comprender el valor de la misericordia, del perdón. La muerte de su hermano hará que Jack comprenda la importancia del perdón. No encontraremos respuestas sin hacernos antes las preguntas pertinentes, sin abrazar antes los pantanosos brazos de la duda y la incomprensión.

Coda final: La llama eterna

Una imagen abre y cierra el filme: una llama que nada ante la oscuridad, moviéndose ante la muda música de la eternidad. Un tenue brillo en la oscuridad que conecta principio y final mostrándonos que todo relato sobre la creación está obligado a no tener fin, a remitir a su propio comienzo para contener su carácter de completo. Enigmática imagen situada al principio y al final, del ser y la nada, contraplano de la existencia, síntesis del misterio, ese plano que abre y cierra El árbol de la vida nos sitúa ante el instante eterno, la eternidad en el leve parpadeo de un creador que pone ante los ojos del espectador el líquido amniótico en el que nada toda comprensión, dadora de vida y de forma. Y no hablo, al menos no únicamente, de un dios, sino de un artista: “con un tono más elevado y en un sentido más allá de la metáfora, el artista es, desde luego, como un dios para él mismo y para su público: realmente crea” [5]. Malick se convierte en un exégeta de la capacidad humana para crear principios, para generar nuevos comienzos: con esta imagen condensa todos los inicios, todas las potencialidades del ser humano. Todo lo que somos y lo que no seremos está fijado en esa imagen.

La totalidad reducida a una concreción imaginativa. Como aquel Aleph borgesiano en el que todos los instantes y todos los espacios estaban condensados, la imagen inicial y final de El árbol de la vida nos resume y nos hace infinitos. Como escribía el protagonista de aquella maravillosa novela de Pierre Michon, Vies minuscules (1984): “Que dans le conclave ailé qui se tient aux Cards sur les ruines de ce qui aurait pu être, ils soient” [6]. El filme de Malick es un conjunto de imágenes aladas que nos transportan a las ruinas esplendorosas de los inicios de lo que fue y lo que pudo haber sido.

Notas:

  1. STEINER, George: Gramáticas de la creación, Barcelona: Ediciones Siruela, 2011, p. 11. 
  2. Ídem, p. 145. 
  3. TESSÉ, Jean-Philippe: “Le plan malickien”, Cahiers du Cinéma, nº 668, junio 2011, p. 12-13. 
  4. GADAMER, Hans Georg: Verdad y método, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2007, p. 453. 
  5. STEINER, George: op. cit., pp. 178-179. 
  6. MICHON, Pierre: Vies minuscules, Paris: Gallimard, 2009, p. 249: “Que en el cónclave alado que se encuentra en Cards sobre las ruinas de lo que podría haber sido, ellos sean”. 
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Pack ‘Chris Marker. Mosaico 1968-2004′ (Intermedio, 2012)

(Re)Visitando el cine de Chris Marker

Tras un primer pack, que apareció a finales del 2007, en el que Intermedio reunía grandes títulos, algunos de los más célebres del director francés, entre los que podíamos encontrar el cortometraje que le consagró, La jetée (1962), o aquella reconstrucción de la memoria a partir de la filmación de fotografías que era Recuerdos del porvenir (Le souvenir d’un avenir, 2001), por no hablar ya de aquel exquisito extra que encargaron a Isaki Lacuesta, Las variaciones Marker (2007) donde se realizaba un maravilloso homenaje al cine de Chris Marker; así pues, como decíamos, tras este pack inicial, Intermedio se ha lanzado a la aventura de editar un segundo pack sobre el mismo autor: Chris Marker. Mosaico 1968-2004.

El arco temporal que abarca esta recopilación, con un total de ocho filmes divididos en dos DVDs, recorre casi la totalidad de la carrera de Marker con el objetivo, siempre loable, de mostrar al espectador ávido de nuevas visiones un material prácticamente inalcanzable, invisible. El primero de los dos DVDs que componen esta nueva aproximación al cineasta francés se centra en la vertiente más documental, política y, si podemos decirlo, contestataria de Marker. El primero de los filmes aparece el año de las grandes protestas estudiantiles, es decir, de 1968: La sexta cara del Pentágono (La sixième face du Pentagone, 1968), codirigido con el también realizador François Reichenbach, se centra en la filmación de la protesta que se llevó a cabo el 21 de octubre de 1967 en contra de la guerra de Vietnam. El ropaje de reportaje que caracteriza a esta película se pierde en Casco azul (Casque bleu, 1995) a favor de un formato más confesional, centrado en el rostro y el monólogo de François Crémeiux, un soldado presente en Bosnia-Herzegovina, durante la guerra de los Balcanes, quien va analizando con su voz el papel de la ONU en el suceso. De este modo llegamos a la última pieza de este DVD, sin duda una de las más interesantes: La embajada (L’Ambassade, 1973). Como si de un metraje encontrado se tratara, esta obra, un “documental ficcionado” o “una ficción documentalizada” que se construye como respuesta directa al golpe de estado provocado por Pinochet en Chile, narra ese desencanto del fracaso de las izquierdas que se derivó tras el mayo del 68.

El segundo de los DVDs, por su parte, hace gala de la vertiente más ecléctica del autor aunando cinco filmes tan dispares como interesantes. El primero de ellos, Gatos encaramados (Chats perchés, 2004), su último largometraje a día de hoy, se erige como una búsqueda a través de las calles parisinas en pos de los retratos de un gato fantasmagórico, un alter ego del invisible autor que se esconde tras la cámara: sin estar presente, Marker se visibiliza en ese espejado gato. Los tres siguientes evidencian la “transreferencialidad” del cine para con las otras artes: Teoría de conjunto (Théorie des ensembles, 1990) nos muestra la fuerza pictórica del arte cinematográfico, mientras que Slon Tango (1990) musicaliza la presencia, la proyección de un animal; el último de ellos, Tres vídeos haikus (Trois vidéos haikus, 1994), potencia la capacidad poética del cine sintetizando al máximo las imágenes en pos del rastro de esa depuración estilística de los haikus. Finalmente, E-clip-se (1999) es una obra que surge del proceso de extrañamiento de la mirada ante un eclipse.

Como se puede observar, pues, Intermedio ha realizado un gran esfuerzo por desenterrar toda una miscelánea de piezas fílmicas en cuya diversidad radica el interés: la variedad de obras aquí expuestas logra reunir las diversas facetas de tan poliédrico cineasta. Chris Marker es un autor en fuga, siempre inasible e invisible: pero en su fugacidad radican sus destellos de genialidad, en el voluble movimiento de sus imágenes encontramos una nueva luz con la que encender sus fotogramas.

 

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I Simposio sobre ficción televisiva

(Re)descubriendo la ficción televisiva

The Wire, Twin Peaks, Mad Men, Homeland, Rubicon, Fringe, Breaking Bad... ¿Quién es capaz de escuchar estos títulos y no desear caer rendido ante la televisión (o el ordenador, para los más ansiosos), dejarse las retinas ante las decenas de horas que componen las temporadas de estas series? Un nuevo abanico de ficciones ocupa nuestras mentes y nuestras miradas, un increíble desfile de imágenes inunda lo que hasta hace poco llamaban la “caja tonta”. Todas estas series son culpables de que la televisión, y en concreto la ficción televisiva, haya dejado de ser un objeto denostado por muchos y ridiculizado por otros. No es solamente que los críticos de cine, las secciones y suplementos culturales, el mundo editorial se interesen cada vez más en este fenómeno: es que el mundo académico, aquellos que podrían parecer más escépticos o críticos ante la incorporación de semejante material al ámbito de la investigación, son los que más están apostando por revelarnos las series televisivas como todo un tesoro, no ya artístico, sino sociológico, político, filosófico y un largo etcétera que no hace más que descubrirnos la diversas dimensiones de las TV-series [1].

Y si no que se lo digan a servidor, que tuvo el gozo de poder asistir en la Universitat Internacional de Catalunya (UIC) al I Simposio sobre ficción televisiva. Reflexiones sobre la nueva ficción televisiva: ¿crisis o oportunidad?, espero que el primero de una larga serie a través de los años, donde pude descubrir que hay académicos y profesionales del mundo televisivo que han sabido y sabrán captar intensamente (qué pena que sólo durara un día) el poso que las series están dejando en nuestro imaginario social. Y es que las series hace mucho tiempo que dejaron de ser un simple pasatiempo para convertirse en un afilado instrumento de disección sobre la actualidad (al menos en Estados Unidos, porque lo que es en España quedó claro que las intenciones van por otro camino muy distinto, muy alejado).

Dicho esto, no cabe duda de que se está haciendo necesario generar espacios discursivos críticos en torno a este fenómeno y, en este sentido, el simposio ha dado un paso importante para ello: se han podido escuchar diversas voces que han dado forma al conjunto de series que sobrevuelan nuestro interés. La primera de estas voces pertenece a nuestro compañero Enric Ros, quien fue desgranando, en su intervención, la nueva dimensión de la figura del héroe, por no decir su declive, dentro de las ficciones: desde la visión idealizada de Josiah Bartlett, el presidente protagonista de El ala oeste de la Casa Blanca (Aaron Sorkin, 1999-2006) hasta la ambigüedad de Jack Bauer, Walter White, Don Draper y compañía, las series han ido corrompiendo la figura central a la vez que su visión del mundo que la rodea. Todo ello envuelve de una cierta melancolía la visión del héroe perdido en pos de una revelación de cómo poco a poco se ha ido desmembrando la función de un héroe ideal que ya no tiene cabida en una sociedad que da por perdida la inocencia primigenia. Buscamos protagonistas que bajen al barro de la realidad, se manchen las manos con el hollín de los problemas éticos y queden desnortados ante la visión de una realidad fragmentada.

Por su parte, Fernando de Felipe e Iván Gómez, en ponencias diferentes, pusieron de relieve la dimensión política del fenómeno televisivo: si ya con Enric Ros podíamos vislumbrar esta dimensión en la configuración del héroe, estas dos ponencias supieron poner el dedo sobre la llaga. La representación del 11-S ocupó el discurso del primero de ellos para poner de relieve diversos aspectos de la pequeña pantalla. La inmediatez que se desprende de este medio de comunicación permite relacionar la ficción con la mas inmediata actualidad: a la inversa que en el ámbito cinematográfico, la televisión dio una rápida respuesta a los terribles atentados, ya sea de una manera más directa (véase la franquicia CSI New York [Zuiker & Mendelsohn & Donahue, 2004-presente]) o a través de subterfugios más disimulados (ahí está The Sopranos [David Chase, 1999-2007]). No hay serie pequeña en cuestión de ideología, dijo el propio Fernando de Felipe, y desde luego Iván Gómez hizo buena gala de ello: la segunda de estas ponencias nos puso ante los ojos la densidad del discurso político dentro de algunas series, ya sea The Wire (David Simon, 2002-2008) o Rubicon (Jason Horwitch, 2010), haciendo un llamamiento a una aproximación transversal y multidisciplinar. Exponiendo con lucidez la profusa investigación de fuentes que recorre la espina dorsal de algunas series, los oyentes pudimos comprobar cómo los fotogramas de estas series quedan recubiertos por la complejidad propia de la realidad.

No podía faltar, evidentemente, una aproximación a la configuración de la “caja tonta” como objeto de culto, a cómo se ha desarrollado este respeto creciente por un medio “popular”: con desparpajo y gran didactismo, Concepción Cascajosa, adquiriendo los ropajes de una arqueóloga televisiva, fue desenterrando los precedentes que nos han allanado el camino hasta la actual veneración por las series. A través del díptico televisión de culto (con Buffy, the Vampire Slayer [Joss Whedon, 1997-2003] como bandera) vs. televisión de calidad (en este caso, The Sopranos) la ponente dio un zarpazo a la construcción de un canon: la necesidad de conjugar Battlestar Galactica (Ronald D. Moore, 2003-2009) junto a Treme (David Simon & Eric Overmyer, 2010-presente) es una tarea obligatoria para entender la dimensión real de la situación televisiva actual. El discurso académico, como este simposio ha demostrado, ha de construir un diálogo plural que dé cabida no sólo a esas series concebidas como estandartes de la calidad artística/estética sino también a todas aquellas que parecen escapar a esta etiqueta: la armonía debe procurarse en la diversidad.

Raquel Crisóstomo nos ofreció una charla sobre el imaginario colectivo serial: la cuestión en torno al fan, los nuevos héroes... Y, lo que es más interesante, la narrativa “transmedia”, es decir, el desarrollo de hilos argumentales que se desprenden y que se desarrollan en medios paralelos a la televisión, alimentando los juegos intertextuales y dotando de organicidad al universo de la pantalla catódica. Todo ello prefiguró el escenario en el que participarían Javier J. Valencia, Joan Marimón, David Broc y Aurora Oliva: un escenario en el que se abrieron preguntas que se mantendrán en el aire durante mucho tiempo: ¿estamos en una (nueva) Edad de Oro de la televisión? ¿Cómo se ha visto alterada la recepción a través de las series? ¿Se puede seguir hablando de autoría dentro de este universo? ¿Podríamos conformar un canon? Con todo lo dicho, con las nuevas ventanas que se abren, con el camino que nos queda por recorrer en una selva prácticamente virgen (al menos en España) no me dirán que no es preciso seguir abriendo espacios críticos donde aproximarnos a un mundo que nos habla, cara a cara, desde el interior de nuestro hogar, desde nuestra intimidad colectiva.

Notas:

  1. En Contrapicado, por ejemplo, el compañero Manuel Garin realizó un primer acercamiento en un "Dossier de series norteamericanas contemporáneas" que analiza Twin Peaks, Los Soprano, Lost, Carnivàle, Deadwood, Heroes, 24 y Alias
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2. Mímesis: en los límites de la imaginación

“Podérsela imaginar –pero también: poder imitarla. ¿Hay que imaginársela para poder imitarla? ¿Y si no es el imitarla igual de fuerte que el imaginársela?”
 Ludwig Wittgenstein, en "Investigaciones filosóficas"
 

No cabe duda de que cuando nos referimos al concepto de remake a uno le viene a la cabeza la falta de ideas nuevas, el inmovilismo mental e imaginativo de los guionistas y un largo etcétera de adjetivos más o menos peyorativos. No obstante, la omnipresente fábrica de películas, Hollywood, no fue la primera que se inventó el concepto de remake: mucho antes que ella, mucho antes de que el cine comenzara a iluminar nuestra cotidianeidad, el arte ya había concebido la copia como un medio de conocimiento y aprendizaje. Caminando en el polo opuesto de la idea de copia como simple refrito de lo ya realizado, la mímesis nos permite recuperar un hilo del pensamiento occidental que nos retrotrae a los inicios de nuestra cultura.

Así, ¿cómo podemos recuperar el término mímesis para un ámbito tan específico como el del remake? Aproximémonos hasta los tiempos dela Antigüedad para encontrarnos bajo el auspicio de Platón y Aristóteles. Con ellos se inició la concepción del arte como mímesis, es decir, como copia: centrado en el ámbito de la pintura, la escultura y la poesía, Platón trató de concebirlos como meros calcos de la realidad, una reproducción exacta del mundo exterior que nos rodea. No obstante, Aristóteles, en un giro mucho más interesante y productivo, acercó la mímesis al ámbito de la representación: con ello, se ampliaban los límites de la copia permitiendo sostener “la tesis de que el arte imita la realidad, pero la imitación no significaba, según él, una copia fidedigna, sino un libre enfoque de la realidad; el artista puede representar la realidad de un modo personal” [1]. El artista reconstruye, resignifica con sus materiales, hace aparecer en el objeto artístico nuevos elementos antes invisibles: en fin, desvela ante la mirada de quien contempla la obra espacios y dimensiones que no hubiera podido entrever.

No cabe duda de que lo que aquí se está discutiendo es la relación del arte con la realidad, su representación de la realidad, ¿cómo aproximarlo a los contornos del cine? ¿Cuáles son las concomitancias entre la mímesis y el remake? ¿Y si concebimos que el remake busca una nueva representación de la imagen y el tiempo, los dos materiales que nutren al cine? Hagamos un pequeño recorrido por algunos de los filmes que se analizan en este especial para poder observar las distintas concepciones que pueden derivarse del remake.

La imagen en el espejo

Simplificando este discurso, la mímesis está poniendo en juego la idea de referente, de modelo, frente a un espejo, frente a su otro: una mirada que acciona un “autoextrañamiento por el que uno se identifica con el modelo del otro, acomodándose suavemente en él, [que] no exige el abandono de la propia identidad, sino que permite que coexistan la dependencia de la autonomía” [2]. Así, de la misma manera que la mímesis conecta el arte con la representación de la realidad podemos pensar el remake como un mecanismo metatextual que busca conectar la imagen consigo misma, imaginarla de otro modo, mediante la repetición de la diferencia. El cine, entonces, comenzaría a concebirse como desdoblado, como un hiato que se descompone en una imagen doble, en un espejo que se refleja a sí mismo para mostrarnos la autorreferencialidad como eje estructurador del pensamiento “imaginístico”. Se trata, sin duda, del tránsito a otro mismo: es la forma del hiato, de la ruptura, de la escisión en unidad, de “hacer ver lo indiscernible, es decir, la frontera [...]. El todo sufre una mutación [...] para convertirse en el ‘y’ constitutivo de las cosas, en el entre-dos constitutivo de las imágenes” [3].

Ciertamente, con el remake podemos pensar la unidad como una relación entre lo mismo y lo diferente, generando una relación de codependencia que se extiende en una búsqueda de la imagen frente a sí misma hacia una indagación de su propia naturaleza. He ahí, pues, un punto clave, la copia como una búsqueda ascética de la esencia de la imagen, del plano: el distanciamiento que permite el desdoblamiento abre una brecha en el plano, un acceso al fondo de ambas imágenes. Un ejercicio similar trató de realizar Gus Van Sant con su Psycho (Psicosis) (Psycho, 1998) como calco de la obra maestra de Alfred Hitchcock Psicosis (Psycho, 1960): fotograma por fotograma el director norteamericano nos confirma cómo la copia puede abrir la brecha de la diferencia. Pero adentrémonos en la filmografía de otro autor que hacia el final de su carrera realizó remakes de sus propias obras: Yasujiro Ozu. Varios son los filmes que así lo atestiguan: Primavera tardía (Bashun, 1949) tiene su reverso en Otoño tardío (Akibiyori, 1960), Historia de hierbas flotantes (Ukikusa Monogatari, 1934), en La hierba errante (Ukigusa, 1959), etc. ¿Por qué revisitar una serie de películas que el propio realizador ya había filmado tiempo atrás? ¿Por qué recorrer el mismo camino? ¿Quizás en busca de la imagen justa, de aquella que le permita acceder al núcleo de significación? Filmar no lo que se ve, sino lo que se debería observar, cómo debiera ser la imagen. ¿Qué nos puede decir el espejo del modelo que refleja? Quizás, Ozu busca filmar esa imagen que exprese el cambio (no en vano su imagen fetiche es la del tren recorriendo las vías hacia un punto indeterminado), el frágil y prístino espacio de la diferencia en la continuidad de dos películas que se filman a sí mismas: la otredad se convierte en encadenamiento, más allá de la imagen única, de la imagen justa, surge la fisura como espacio de comprensión de una diferencia yuxtapuesta. Sin duda, esta mímesis busca la respuesta a la pregunta “¿Qué nos dice el espejo de nuestra realidad?”

La imagen desde el tiempo

Saltando más allá de los límites dela Antigüedad, adentrándonos en la época del gran humanismo, nos encontramos con que la idea de mímesis, alejada de la simple idea de copia y original, es decir, alejada de la dimensión ontológica, se adentra en un nuevo espacio de reflexión: “el Renacimiento introdujo una nueva tesis que [...] tuvo unas consecuencias bastante importantes: el objeto de imitación debería no ser sólo la naturaleza, sino también y ante todo, aquellos que fueron sus mejores imitadores, esto es, los antiguos” [4]. Como bien se puede entender, de lo que aquí se trata es de revalorizar la tradición, el pasado como autoridad, como eje compositivo: esto conlleva, evidentemente, una relectura de esos objetos pretéritos a los que se vuelve a resituar ante la mirada de todos, ante la mirada del presente.

Esto puede verse muy bien en cómo Pecado original (Original Sin, Michael Cristofer, 2001) revisita el clásico de François Truffaut La sirena del Mississippi (La sirène du Mississipi, 1961); en cómo los Coen deambulan por los paisajes fílmicos de Henry Hathaway en Valor de ley (True Grit, 2010). Pero tomemos como ejemplo Un couple parfait (2005), de Nobuhiro Suwa, readaptación confesa de Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), de Roberto Rossellini. El filme nos hace vislumbrar, mediante una puesta en escena basada en una serie de planos secuencia que fragmentan los marcos de la imagen, los ecos y reverberaciones que las imágenes de Rossellini han dejado impresas en sus planos. El autoextrañamiento que se produce al poner de manifiesto las resonancias temporales de la copia no es más que el medio en el que ambas imágenes se toman la una a la otra y se encaminan hacia un desdoblamiento que obliga a pensarlas como una unidad. La cita se convierte en la figura de esta praxis de la mímesis, del remake: la cita como mecanismo de unión y de reconstrucción de un modelo que transita dos espacios temporales. Modelo y remake se convierten en un complejo comentario de sí mismos.

No se trata, evidentemente, de crear un objeto más preciso, más complejo, de mejorar el modelo desde el que se parte: se trata de adoptar el mismo espacio desde el que los filmes puedan intercambiar entre ellos sus diálogos, sus disputas, que los rostros de sus protagonistas se fundan en una sola imagen. La copia, pues, no trata más que de desenterrar esas figuras escondidas en el fondo de la imagen: el remake trata de descubrir la mirada que se esconde en el pasado para hablar del instante fugaz del “ahora”. No se trata de ver lo exterior de la imagen sino lo que ocupa su interior, la imagen que subyace al texto visual.

La imagen como eco

Por supuesto, no todo se queda aquí, ciertamente hay autores que readaptan obras ya existentes, revisitaciones de obras olvidadas o célebres. Pero también existe un espacio más ambiguo, en el que la mímesis navega por la indeterminación de lo mismo: “la mímesis no es un intento de duplicar la presencia de las cosas en el mundo, sino básicamente un acto de imitación creativa” [5]. Se abre aquí la posibilidad de concebir, de una vez por todas, la idea de copia como acto puro de creatividad, la adopción de ésta como medio de imaginar lo presente: un acto que, por paradójico que parezca, lleva a la libertad creativa. ¿De qué otra manera podríamos pensar el neoclasicismo, fuente de una explosión creativa que desbordaba la simple imitación de modelos clásicos? Esto nos lleva hacia la famosa idea que elaboró un gran pensador del cinematógrafo, Gilles Deleuze: la “génesis virtual” [6], un concepto que nos permite ubicar el espacio de la diferencia en la repetición: algo que lleva rondando el desarrollo de este escrito y que por fin tiene su hueco dentro de la idea de mímesis. Esta génesis nos traslada hacia un espacio en el que no se copia ya un cierto modelo, una cierta obra, sino el simple acto de creación, es decir, se adopta la capacidad creativa para reencontrarse con el pretérito: libertad en el, aparentemente, acotado espacio de la copia.

De ello nos dan muestras dos obras muy dispares entre sí pero que comparten el mismo núcleo: tanto Café Lumière (Kôhî jikô, 2004) de Hou Hsiao-Hsien como Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002) de Todd Haynes son una buena muestra de lo que pretendo expresar. Ambos se conciben como un homenaje a dos celebérrimos directores: Yasujiro Ozu y Douglas Sirk, respectivamente. En ambos filmes se hacen reconocibles elementos presentes en las filmografías de estos dos célebres realizadores: no se trata simplemente de reconstruir sus filmes sino de recrearlos mediante una reinterpretación que adopta su estilo para convertirlo en un nuevo producto híbrido que no hace más que reproducir la capacidad creativa, traspasarla de Sirk a Haynes, de Ozu a Hou. Ya no se trata de duplicar un filme sino de adoptar la creatividad de un autor, su universo propio, y proyectarlo en unas imágenes que, sin pertenecerlos, les son propias: “la imitación no significaba reproducir la realidad externa, sino expresar la interior” [7]. El eco habita los planos de estas películas: ya no se trata de un símil externo, por imágenes, sino de una copia de la creatividad.

Coda final: ¿imitación o imaginación?

No cabe duda, después de lo aquí expuesto, que la idea de remake nos lleva a transitar por parajes más complejos de lo que cabría esperar a simple vista: nuestro breve viaje a través del término “mímesis” nos ha hecho visitar distintos parajes cinematográficos en los que habita siempre una misma idea, es decir, que lo que aparenta ser una copia no es más que una representación de la otredad de lo mismo. Desde la imagen como duplicado de sí misma, representación de su original, hasta la idea de cita a tiempos pasado y de la creatividad como eje constructor, nuestro propósito ha sido observar que la mímesis se aproxima más a la idea de una representación siempre nueva, siempre diferente, a la idea de invención como reencuentro, resignificación.

De este modo, las palabras iniciales de Wittgenstein cobran especial relevancia: ¿hasta qué punto imaginación e imitación quedan ligadas? ¿Hasta dónde alcanza la imaginación en el remake? ¿Dónde alcanza su limite la imitación en pos de una renovación? La copia debe ser capaz de hacernos ver lo que permanece y lo que cambia, el tránsito hacia una nueva forma, hacia un nuevo espacio: como diría el filósofo Nishida, hacernos “ver la forma de lo sin forma” [8], el hiato que se abre entre lo Mismo y lo Otro.

 

Notas:

  1. TATARKIEWICZ, Wladyslaw: Historia de seis ideas: Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética, Madrid: Editorial Tecno/ Alianza, 2007, p. 303. 
  2. HABERMAS, Jürgen: El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Akal, 2011, p. 81. 
  3. ŽIŽEK, Slavoj: Órganos sin cuerpos, Valencia: Pre-Textos, 2004, p. 84. 
  4. TATARKIEWICZ, Wladyslaw, Op. Cit., p. 308. 
  5. QUINTANA, Àngel: Fábulas de lo visible, Barcelona: Acantilado, 2003, p. 49. 
  6. ŽIŽEK, Slavoj: Op. Cit., p. 43. 
  7. TATARKIEWICZ, Wladyslaw: Op. Cit., p. 301. 
  8. NISHIDA, Kitaro: Indagación del bien, Barcelona: Gedisa, 1995. 
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