Archivo mensual: diciembre 2012

‘El Hobbit: Un viaje inesperado’ (‘The Hobbit: An Unexpected Journey’, Peter Jackson, 2012)

Sin norte

Comienza El Hobbit: Un viaje inesperado con una reunión que se lleva así como quien no quiere la cosa un tercio del metraje de la película. Es un puro trámite, puesto que no es más que el punto de partida de la aventura, pero la parsimonia de esta primera parte de la película ya nos advierte del principal problema que va a lastrar toda la proyección: apenas hay nada que contar. J.R.R. Tolkien escribió un libro que, en su traducción al castellano, no llega a las 300 páginas. Peter Jackson extrae de él tres películas de duraciones mastodónticas (esta primera dura 169 minutos, y todo hace pensar que las otras dos rondarán ese metraje). La jugada –y no era necesario esperar a la película para saberlo– es puramente comercial, dados los avatares de producción que ha sufrido la gestación de la película [1]. Y el estreno nos ha permitido constatar que, al menos en esta primera entrega, Jackson no ha aprovechado para insuflarle vida al libro ni para plantear conflictos o tramas que trasciendan las páginas de las que bebe. Bien al contrario, el abordaje que acomete el director neozelandés consiste principalmente en engordar el material de origen estirando el tempo narrativo hasta decir basta. Es el principal problema de El Hobbit: Un viaje inesperado, y no es precisamente un problema menor puesto que, alargada de esta manera tan ordinaria, la película deviene un espectáculo de una paraplejia galopante.

Observando además la ausencia de fórmulas visuales atractivas con la que está realizada la película es lícito plantearse hasta qué punto la exuberancia formal de la trilogía de El Señor de los Anillos no fue fruto de la casualidad. Jackson se rodea de una parafernalia tecnológica abrumadora (HFR a 48 fotogramas por segundo, 3D) y sin embargo es incapaz de superar una absoluta asepsia visual por mucho que acredite recursos formales propios como el uso de ángulos de cámara imposibles o de lentes que distorsionan el plano, con lo que El Hobbit acaba luciendo igual que la mayoría de blockbusters que nos llegan de Hollywood. Ejemplos prácticos los tenemos en las (escasas) secuencias de acción, donde la abundancia de micro-planos tan del gusto del actioner moderno da como resultado un calimocho audiovisual en el que es muy fácil perderse y muy difícil entender quién es quién y qué hace qué. Y cuando el director neozelandés se vuelve más personal aún es peor, como así lo sugiere la broma de reducir a la nada la belleza épica de los paisajes de la Tierra Media filmándolos con sus típicos travellings sinuosos que apenas dejan disfrutar de la imagen.

No le hace tampoco ningún bien a esta película la irritante infantilización a la que es sometida –de manera bastante inesperada– por Jackson vía un sentido del humor blanco y pueril, basado en la broma boba y sin el menor atisbo de mordacidad, ironía, ni de nada que un niño de 6 años no pueda comprender y celebrar. Infantilización que se traslada también a la manera en la que Jackson filma la –escasa– violencia: las decapitaciones son mostradas con un pudor casi de parvulario, de espaldas o en penumbra para que no se vean muy bien, y la sangre se evita hasta el punto que cuando vemos el filo de una espada que acaba de servir para ensartar a un orco, el acero está impoluto, seco, sin rastro de sangre. Así pues, un par de momentos de buen cine (la secuencia de los gigantes de piedra y la épica del instante en que Thorin atraviesa el fuego para encarar a su más temido enemigo) son un pobre resultado para casi tres horas de película.

Si entendemos El Hobbit: Un viaje inesperado como la primera parte de una única película, la cosa no empieza nada bien. Si la entendemos como una película aislada, interpretación bastante ridícula pero lícita desde el mismo instante en que sus creadores la alientan estrenando tres películas a lo largo de un lapso de un año y medio, entonces cabe albergar la esperanza de que, si bien lo rodado por Jackson padezca de todo lo expuesto hasta aquí, por lo menos las otras dos no sean tan soporíferas. Y es que lo peor que se puede decir de un blockbuster es precisamente eso: que aburre.

 

Notas:

  1. La página en inglés de Wikipedia al respecto es extraordinariamente profusa en detalles y explicaciones (ir a la página). 
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‘Una pistola en cada mano’ (Cesc Gay, 2012)

Hombres, mujeres y balas

Algunos le llaman “la crisis de los cuarenta”; otros “complejo de Peter Pan”: cuando la edad adulta no equivale a madurez, los derroteros por los que nos lleva la vida nos convierten en seres desconcertados, miedicas y angustiados. Una pistola en cada mano es un fiel retrato de esos transeúntes desorientados que vagan por sus vidas sin entender nada sobre sí mismos o sobre los demás.

Ocho hombres, ocho historias y un denominador en común: el miedo y sus somatizaciones. Cesc Gay pone el dedo en la llaga al presentarnos un universo masculino acomplejado, desafortunado y deprimido dando rienda suelta a unos personajes que, lejos de ser hombres hechos y derechos, parecen pulpos en un garaje. Las mujeres ponen el contrapunto en la cinta al mostrarse decididas, seguras y claras. El contraste entre éstas y ésos enfatiza la comicidad de las situaciones en las que, como si de un juego se tratase, ellas siempre llevan ventaja. La avispada condescendencia con la que las mujeres tratan a los hombres incide en esa visión patética de lo masculino ofreciendo momentos desternillantes como el protagonizado por Elena (Clara Segura) al no poder contenerse la risa cuando S. (Javier Cámara) le confiesa que tiene sueños eróticos con ella.

Cesc Gay vuelve a recorrer los recovecos de la infelicidad y las miserias de la edad adulta que se zarandean entre las idas y venidas de la vida en pareja, las mentiras y la inautenticidad de las relaciones de amistad. Sin embargo, la luz que arroja sobre Una pistola en cada mano nada tiene que ver con la melancolía que invade En la ciudad (2003) o Ficción (2006). En ambos filmes, el tono nostálgico palpita en unos personajes contenidos, afligidos por la pesadumbre de sus vidas. En la última película de Gay, en cambio, la mirada con la que el director catalán se aproxima a sus personajes se desprende de ese dolor para transformarlo en sarcasmo siguiendo la línea que ya empezó a trazar con V.O.S. (2009), obra que también transpira humor y una cierta dosis de esperanza.

No sólo el leitmotiv de la filmografía de Gay se hace presente en su último largometraje, también el estilo personal del director se respira en cada escena. Los planos, la puesta en escena y la fotografía persiguen esa exploración de la intimidad de los personajes sin resultar por ello invasivos. Y es que la aspereza con la que se dibuja a los protagonistas masculinos en el guión queda contrarrestada por el mimo en el tratamiento visual. Quizás sea precisamente esta protección de los personajes en los planos la que da licencia a Cesc Gay y a Tomás Aragay para cargar las tintas en el guión. Ni palabras reprimidas ni eufemismos, el texto de Una pistola en cada mano es deliberadamente punzante y repleto de absurdos, lo cual, en su conjunto, dispara chispas de comicidad a cada instante.

Si a un guión potente le sumamos un elenco brillante, la fórmula no puede decepcionar. Eduard Fernández (E.), Leonardo Sbaraglia (J.), Javier Cámara (S.), Clara Segura (Elena), Ricardo Darín (G.), Luis Tosar (L.), Eduardo Noriega (P.), Candela Peña (Mamen), Jordi Mollá (M.), Cayetana Guillén-Cuervo (Sara), Alberto San Juan (A.) y Leonor Watling (María) son, nada más y nada menos, los componentes del casting de Una pistola en cada mano. El relato se estructura en seis capítulos (y un epílogo) en los que se produce un encuentro entre dos personajes, dando pie a auténticos duelos interpretativos dignos de mención como el protagonizado por Cámara y Segura o el de Darín y Tosar. Y es que, tal y como apunta el mismo reparto, Cesc Gay es, indudablemente, un gran director de actores.

Agradable y reflexiva, Una pistola en cada mano es una de aquellas películas cuya frescura y humor hace pasar un buen rato no sin pasar revista a nuestras vidas y, por qué no, reírnos un poco de nosotros mismos.

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