Archivo mensual: febrero 2013

‘Blancanieves’ (Pablo Berger, 2012) [Cameo, 2013]

Contar un cuento sin palabras

Este mes de febrero la editorial Cameo DVD, con su habitual dedicación por el cine independiente que a la vez sabe conectar con un público mayoritario, edita un título llamado a convertirse en película de culto de la generalmente poco valorada cinematografía española: Blancanieves, de Pablo Berger, adaptación muy libre (tanto, que por momentos se olvidan sus correspondencias con el cuento original) de la tantas veces revisitada obra de los Hermanos Grimm. La película partía como gran favorita para los Goya de este 2013 con dieciocho candidaturas (ganando finalmente diez, entre ellos el de Mejor Película), convirtiéndose así en la segunda con más nominaciones de la discreta historia de estos premios, por detrás de Días contados (Imanol Uribe, 1994) que obtuvo diecinueve, y a la par de La Niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998), esta última a la que les une su componente eminentemente folclórico y su cuidada dirección artística. Además, Blancanieves es la candidata española a Mejor Película de habla no inglesa en la presente edición de Los Oscar (aún no celebrada) y una de las triunfadoras en la última entrega de los premios Gaudí, que otorga la Acadèmia del Cinema Català.

En la versión de Berger la Madrastra no mira el “espejito mágico” sino el Lecturas...

A pesar de tal presentación, por la que uno podría pensar que está ante la película española más taquillera del año, lo cierto es que el estreno, justo el año anterior, de la encumbrada The Artist (Michael Hazanavicius, 2011) le ha hecho sombra injustamente [1]. Su original propuesta radica en trasladar el cuento que popularizara Walt Disney a la Sevilla de los oscuros años 20 del siglo pasado y, a su vez, construir de acorde a esta ambientación, la fórmula estética del film. Así, tanto narrativa como formalmente, la película se ve afectada por un imaginario que bascula entre referentes tan dispares como el Eric Von Stroheim que elogia el primer plano, el Eisenstein de frenético montaje fragmentario o el realismo mágico francés de vanguardia de, por ejemplo, Jean Cocteau; sin que esto signifique otorgar una intensidad dramática tal, que lastre el desarrollo narrativo del conjunto. Todo ello, a su vez, congeniado en una ambientación con reminiscencias almodovarianas, entre el melodrama y el esperpento de tintes claramente ibéricos, donde la tauromaquia y el flamenco se erigen como elementos distintivos y definitorios de la arriesgada propuesta. El resultado es, sorprendentemente y a pesar de lo que podría temerse, una virtuosa alquimia en la que tanto la imagen como la banda de sonido [2] se combinan a la perfección en un producto hipnóticamente fresco, poético y de bella factura. Tan cuidada como esta, era la dirección artística del primer film de Berger, Torremolinos 73 (2002), otra apuesta por rescatar del pasado (en aquella, menos remoto) ciertos estereotipos costumbristas de la cultura española, a partir del género de la comedia y con una iconografía kitsch realmente conseguida, que parece persistir, aunque mejor integrada, en Blancanieves.

...y los Enanitos no son 7 sino 6... y ¡toreros!

Esta edición en DVD que nos presenta Cameo ofrece una gran calidad de visionado (que potencia las virtudes de su cuidada fotografía) en formato 16:9 aunque, y esto es muy de agradecer, respeta la proporción en 1,33:1 (o 4:3) de la imagen original del film. En los extras encontramos un interesante making off en el que, uno por uno, los responsables de los diferentes departamentos principales de la película explican su labor y sus referentes a la hora de afrontar la elaboración conjunta del proyecto. Una película, por tanto, cuidada con mimo en cada uno de sus frentes artísticos, que aparece en el mercado doméstico cuando más ganas hay de visionarla.

Notas:

  1. Película que también rescata engañosamente el estilo y la narrativa del cine mudo para, en su caso, intentar revivir el pasado glorioso que tuvo el Hollywood del primer cuarto de siglo XX. 
  2. La película es silente y con intertítulos, pero cuenta con una espléndida banda sonora compuesta expresamente para el film. 
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‘Hitchcock’ (Sacha Gervasi, 2012)

Los riesgos de la evidencia y la palabra por la imagen

El fratricidio con el que empieza Hitchcock (2012) es, en realidad, el que inició los sucesos que más tarde se adaptarían en el relato de Psicosis (1960). Nada más presenciarlo, se nos aparece de forma inevitable el personaje que convirtió dicha historia en un hito de la cultura: Alfred Hitchcock. Éste se adueña de la escena como si se tratara del inicio de un episodio de Alfred Hitchcock Presenta (1955-1961) o La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965) y nos invita a ver lo que rodeó la producción de la obra, todo enfocado des de la adaptación del libro de Stephen Rebello que lo relata (Alfred Hitchcock and the Making of Psycho). Así, con esta breve falsa cápsula autoral de presentación, se nos inserta en la tónica del film: una progresión de situaciones que parecen pensadas para salir en el tráiler.

Nos centramos en el tiempo alrededor de la producción de la versión cinematográfica de Psicosis y el día a día de su director. Aun así, lo que subyace bajo la cotidianeidad parece difícil de sonsacar manteniendo una línea realista, así que hay que mostrarlo de una forma comprensible, aunque esto implique que se convierta en una representación tosca. Las magistrales marcas de autor que Hitchcock grababa en sus piezas quedan aquí reducidas a meras evidencias: se caricaturizan y repiten símbolos hasta una saciedad paródica (el voyeurismo del director, el ojo que mira por el agujero y la subjetividad de la visión), y se verbalizan burdamente conceptos que se desprenden de la obra y su interpretación. De esta manera, se llega incluso al extremo en que uno de los personajes pone sobre la mesa despreocupadamente la obsesión de Hitchcock por el soporte fantasmático de la mujer ideal en sus obras: las mujeres rubias de Hitchcock se convierten en un tema poco controvertido y abierto al entendimiento de todos, casi pasando por alto que se trata de un caso de patología psicoanalítica.

Toda la película, de hecho, parte de una aceptación inicial de la tradición cinematográfica del personaje, pero desde una lectura intranscendental. Se trata de una reproducción “inteligible” de las interpretaciones que se han hecho a lo largo del tiempo sobre la obra de Hitchcock y lo que se expresa en ellas: conflictos entre un superyó lascivo y dominante y un ego débil, deseos sexuales reprimidos, intentos de revigorización de una masculinidad en crisis... Todo se lee aquí como producto del procesamiento de las imágenes, la repetición de las teorías y, finalmente, la consecuente y degradante verbalización de las ideas para comprensión de todo el mundo. Este cine, aunque trate de hablar del propio cine sin llegar a atisbarlo, ya no habla en imágenes, sino que se hace elocuente por vías menos elegantes; aún efectivas, pero algo desagradables a la percepción. Quién sabe si esto fuera por la inmensa presencia y peso del legado de Hitchcock y el miedo a mancillarlo.

No obstante esta grandeza del recuerdo, el retrato de la figura del director no le hace demasiada justicia. Al principio nos quedamos con la imagen tan arraigada en el imaginario del gordito calvo y gracioso que presenta historias de suspense, pero este se queda encallado en la representación plana de un hombre obstinado cual niño pequeño. La figura hinchada y hierática no deja translucir el genio expresivo de Anthony Hopkins, que queda eclipsado por la madurez de la figura moldeable de Alma Reville, la esposa de Hitchcock, interpretada por Helen Mirren. Su personaje es el que lleva el principal impulso al argumento de la lucha por la producción de la obra, que queda reducido a un camino pedregoso lleno de trabas un tanto dramatizadas, casi como en una fábula en la que los héroes harán lo imposible para llegar al final feliz. Mientras Alma hace, pues, lo imposible para tirar adelante el proyecto, Hitchcock vagará entre la realidad y su atormentada y prodigiosa mente creadora, al mismo tiempo que su entorno insinúa, muy equivocado, que ya iba siendo hora de que se retirara. Qué poco respeto.

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‘Desafío total’ (‘Total Recall’, Len Wiseman, 2012)

Remake y Rekall: El difícil arte de versionar

Cuando la actriz Jessica Biel dijo ante las cámaras durante la promoción del filme, que Desafío total (2012) no sería una mera revisión del original de Verhoeven sino una adaptación completamente nueva del cuento, no pocos pensamos que Len Wiseman tenía la oportunidad de dirigir un filme único. Mezclar el género de acción con el argumento del relato original (Philip K. Dick) y su vibrante final alternativo, poseía un potencial literario tan singular como el que tuvo Blade Runner en su día (Ridley Scott, 1982). Aunque preferiblemente más comercial.

Las palabras de Biel pronto fueron desmentidas cuando se confirmó que Wiseman había decidido hacer un remake del original noventero. Doble problema, pues por un lado se sobresaturaba la película de acción fácil para dejar corto a Schwarzenegger, pero sería difícil alcanzar un nivel de malabarismos balísticos lo suficientemente alto como para contentar a los fans de lo que hasta hoy sigue siendo uno de los filmes emblema del austriaco.

Desafío total comienza presentándonos una rica y fascinante imagen del futuro, tan alejada de aquel futurismo ochentero teñido de marciano de la primera. Los nerds cinéfilos reconoceremos motivos visuales de otros clásicos de la ciencia-ficción: Desfiles interminables de “clones” de Star Wars: Episode II (George Lucas, 2002), el pistolero que, como un Blade Runner, atraviesa cristales a cámara lenta en gabardina y con pistola, y definitivamente (no podía ser de otra forma) coches voladores como en Minority Report (Steven Spielberg, 2002). Aparte, veladas referencias al Incal, cómic de Jodorowsky y Moebius, con sus omnipresentes “robo-polis” y atmósferas que recuerdan a videojuegos como los post-apocalípticos Metro 2033 o Deus Ex.

Tal mezcla parece funcionar bien, con Wiseman plasmando imágenes de ciudades que a ratos nos llevan a las megalópolis orientalizadas de Blade Runner y El quinto elemento (The Fifth Element, Luc Besson, 1997), y a ratos a las vanguardias de los veinte y Metrópolis (Fritz Lang, 1927). A ello se le suma aquel argumento noventero que había sido escrito por los también guionistas de Alien (Ridley Scott, 1979) y Minority Report. Los guiños al original son evidentes, pensemos en detalles como la prostituta con tres senos, o la señora gorda que todo el mundo espera sea el protagonista disfrazado. El director, sin embargo, decide marcar las distancias de cuando en cuando, y entonces se desmarca de la trama exacta: ese sensor de control mental que Schwarzenegger pugnaba tanto por extraerse en la famosa escena de 1990 se convierte ahora en un simple teléfono móvil subcutáneo.

La selección de actores es concienzuda, y también discutible. Colin Farrell resulta apto, nada nuevo hasta ahí. Pero el filme sustituye el reducido papel de muñeca de la Sharon Stone de 1990 por un perpetuum mobile de Kate Beckinsale haciendo de sí misma: la chica está atrapada en vestidos ceñidos y pistolas desde sus apariciones en la saga Underworld (Len Wiseman, 2003). Mientras, Jessica Biel resulta poca cosa comparada con lo que podrían haber sido otras de las elecciones (¡Eva Green!). Y Cranston resucita su papel de malvado, esta vez con menos credibilidad que en Breaking Bad (2008). Todos ellos tienen una desconcertante predilección por comunicarse mediante diálogos insulsos en los que cada dos minutos se repite la palabra shit. De fondo, una banda sonora olvidable, a pesar de que su precursora (tema de Jerry Goldsmith) fue premiada por su calidad.

Los fallos lastran el resultado, y el rencor de los fans de la original hará el resto. Wiseman aprende tarde que versionar un clásico (por delirante que sea) no resulta tan fácil como someterse al programa Rekall. Por lo demás, un buen manual de manejo de cámara, color y fotografía; en lo que no deja de ser una reinvención trascendental del conflicto entre el Brit Empire y Australia.

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‘Mamá’ (‘Mama’, Andrés Muschietti, 2013)

Amor de madre

“Grande es siempre el amor maternal, pero toca en lo sublime cuando se mezcla con la admiración por el hijo amado”

Ángel Ganivet

En dos minutos y medio, Andy Muschietti nos brindaba, con Mamá (2008), uno de los mejores planos-secuencia del terror contemporáneo. Sacaba músculo en los momentos escalofriantes, desplegando unos efectos especiales un tanto estridentes, pero demostrando un dominio de la composición y la técnica que dinamitó todo rastro de amateurismo de su apellido. No es de extrañar que este director argentino recibiera, al poco tiempo, una palmadita en la espalda de Guillermo del Toro y contase con su generosa ayuda como productor para impulsar una ópera prima coproducida entre España y Canadá.

Mamá (2012) es una ampliación del corto firmada por Muschietti y su hermana, que versa sobra dos niñas desaparecidas en un bosque poco después de una tragedia familiar y que, tras ser encontradas en una cabaña abandonada, empiezan una vida civilizada con sus tíos (Nikolaj Coster-Waldau y la muy activa Jessica Chastain). ¿Problema? Parece que los tíos han traído a alguien más del bosque. Con semejante planteamiento, los Muschietti aportan más. Carne melodramática, por un lado. Fibra poética, por otro. No obstante, su película está dictada por los códigos del mainstream: construcciones de intriga convencional, un subrayado extradiegético, apariciones gratuitas del elemento monstruoso y la ya tópica trama de investigación pre-clímax que nos revelará el oscuro pasado de un alma en pena que busca redención.

Y es que no le faltan situaciones sobrantes a este debut. Algunas, de estímulo barato, parecen obra de Platinum Dunes, esa productora monitorizada por Michael Bay y Brad Fuller, que tiende a abusar de la presencia del mal en pantalla. Como estos remakes, Mamá también desperdicia algunos de sus comodines. Pero no todos. Encierra virtudes que la distancian del resto de productos hollywoodienses. Podríamos hablar de ella como acontecimiento histórico del terror español más reciente, sin que nos temblase el pulso. No por su calidad narrativa, un tanto irregular. Tampoco por el hecho de que se haya convertido en un taquillazo estadounidense. Lo que realmente hace de Mamá una extraña gema es la puesta en escena del director y una lectura novedosa de su personaje fantasmal.

Tras una introducción rítmica y unos títulos de crédito inteligentemente elípticos, Muschietti abruma con ingenio. Sin cambiar de plano, maneja el fuera de campo y la presencia no visible de la otredad. Una otredad que ya estaba presente en el cortometraje que inspiró esta película y cuyo diseño de producción recuerda a ese icono creado por Jaume Balagueró y Paco Plaza en su exquisito experimento zombi, [Rec] (2007), interpretado por un Javier Botet que sacó inmenso provecho al síndrome que padece y que fue bautizado como la Niña Medeiros, más tarde aprovechada en los cómics de Hernán Migoya. El fantasma femenino de Mamá tiene algo de este personaje. También es Botet quien lo interpreta, pero su cuerpo es ahora pura animación, algo que amplía sus posibilidades de movimiento y lo convierte en una caja de resonancias dispares. Su ubicación en espacios silvestres y su agresividad podría retrotraernos a figuraciones sobrenaturales del horror japonés e incluso a la ilustración folclórica de Baba Yaga: una bruja huesuda y demacrada que habita en los bosques y que es, en esencia, una fuerza cinética perseguidora de infantes.

Además de evocador, el personaje de Botet manifiesta entidad dramática a través de una función maternal que desemboca, lejos del susto, en un manierista y trágico desenlace de unión y destrucción, simbolizado mediante una metamorfosis de naturaleza lepidóptera. Con todo, los Muschietti han utilizado un monstruo con alma para revestir una historia de terror al uso en un melodrama sobre el reemplazo de la pérdida y la necesidad de calor materno. Y está claro que Mamá no es perfecta. Pero se hace querer.

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‘Las ventajas de ser un marginado’ (‘The Perks of Being a Wallflower’, Stephen Chbosky, 2012)

Somos infinitos

 “No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”
Posesión del ayer, Jorge Luis Borges

Cuando termina la proyección de esta película, tenso y nervioso, intento procesar el torrente de sensaciones y de emociones que me invade. De todas ellas una se abre paso sobre las demás, es un pedazo de una vieja canción de Lloyd Cole (¿vieja he dicho? ¡¡Pero si sólo tiene 23 años!!) que no forma parte de la banda sonora de Las ventajas de ser un marginado pero que bien podría haberlo hecho: “I used to wake up early/Now it’s hard, hard enough to sleep/But life seems neverending/When you’re young”[1]. Cole nos aconseja en esa canción no mirar hacia atrás, que es precisamente lo que hace Charlie, el protagonista que narra en primera persona la película. Y es una mirada cargada de nostalgia, como seguramente lo son todas las miradas hacia el pasado, pero matizada con un ensordecedor punto lúgubre. La adolescencia es una etapa maravillosa de la vida porque amplifica todas las emociones vitales… las buenas pero también las malas. Los tres protagonistas de la película lidian con sus demonios personales en una batalla que, a esa edad, es inclemente porque aún no han desarrollado mecanismos emocionales de defensa.

Las ventajas de ser un marginado, con esa sombría disección, se posiciona en una extraña tierra de nadie en la que parece haber recogido la herencia del cine teen filosófico de John Hughes para añadirle un inquietante toque siniestro. Los espacios de la película son predominantemente oscuros (las fiestas, la casa de Charlie, incluso el aula del instituto es observada con una inesperada luz crepuscular), y Chbosky juega con este elemento para guiar al espectador hacia la luz de la película, que es Sam, el personaje al que encarna con desgarradora fragilidad Emma Watson. Reveladora en este sentido es la escena del primer beso de Charlie en la habitación de Sam: para desnudarse emocionalmente ante su amigo Sam escoge sentarse en la cama justo delante de una pared adornada con bombillas encendidas, con lo que literalmente irradia luz.

Sam, más que Charlie, es el verdadero motor de la película, es quien arroja luz a la existencia de los tres amigos. A través de ella es como la película se crece con cada minuto que pasa, completando un dibujo nada complaciente de la adolescencia (la escena de la ruptura en público de Charlie con su novia es de una crueldad perturbadora) pero que al mismo tiempo es una declaración de amor hacia una manera maravillosa de entender, de vivir y de devorar la vida.

Chbosky empieza y termina su película en un túnel, en el mismo túnel, que acaba asumiendo un rol crítico: si al principio lo vemos en ingrávidos planos de recurso sin demasiado significado, al final ese espacio más o menos vacío es ocupado por los tres protagonistas en un arrebato furioso de locura juvenil, una representación majestuosa de la dicha de ser joven que termina fuera del túnel. La película ha concluido así su viaje: Charlie entra en el túnel siendo un marginado, para salir de allí aceptado. Y esa aceptación lo lleva a ser consciente de la irreparable fugacidad del momento, aceptando con estremecedora lucidez que “hay gente que olvida lo que es tener 16 años, o cuando cumples 17, y todo esto será historia algún día y nuestras imágenes se volverán viejas fotos, y todos nos volveremos la madre o el padre de alguien”.

Esa es la terrible conclusión de la película, que termina con una sentencia demoledora: “pero ahora mismo, esos momentos no son historias, esto está ocurriendo”. Demoledora porque, en contra de lo que parece a primera vista, la frase es pronunciada con tal gravedad, bajo las lánguidas luces anaranjadas del túnel, que comprendemos –como Charlie comprende mientras habla– que sí, que son historias, y que la pérdida es irremediable. Esa sensación de estar V-I-V-O, de que nada malo puede ocurrirte, de que eres indestructible, se desvanece consumida por el paso de los años y las progresivas servidumbres de toda índole que la vida nos va colgando del cuello. Si los únicos paraísos que existen son los paraísos perdidos, entonces Las ventajas de ser un marginado es una película infinita.

 

Notas:

  1. “Solía levantarme temprano/Ahora es duro, suficientemente duro ir a dormir/Pero la vida parece interminable/Cuando eres joven”. La canción es “Don’t look back” y está incluida en su álbum Lloyd Cole (Polydor, 1990). 
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‘De jueves a domingo’ (Dominga Sotomayor, 2012)

Las últimas vacaciones

Tras su exitoso paso por festivales como el Festival de Cine de Rotterdam, el de Transilvania, el de Granada o el Indie Lisboa, se ha preestrenado en la Casa de América (Madrid) De Jueves a Domingo, ópera prima de la joven directora chilena Dominga Sotomayor, realizadora de cortometrajes como Cessna (2005), Noviembre (2007) Debajo (2007), La montaña (2008) o Videojuego (2009).

En primer lugar, y antes de empezar a hablar de la película, me gustaría proponer al lector un pequeño juego. La idea consiste en echar la mirada atrás en el tiempo. Muchos años, tantos como seamos capaces. La propuesta es regresar a las meriendas con pan y chocolate, al andar descalzo por la casa, a las visitas de los primos, a la visión del mundo adulto como algo un tanto ajeno y fragmentado, que se empieza a asimilar aunque sólo de modo intermitente y un tanto incontrolable. La idea es volver a aquellos tiempos (en mi caso, los años ochenta) en que podíamos construir un mundo propio en un espacio reducido, ya fuese debajo de la cama o en el interior de una tienda de campaña improvisada con sábanas viejas. Me gustaría que el lector buscase entre ese montón de viejas fotos apiladas en un rincón de la memoria e identificase cuál era “su mundo favorito”. En mi caso se trataba de un pequeño armario situado debajo de la escalera que daba a la terraza de mi antigua casa. Un armario lleno de trastos y cachivaches que nadie excepto yo utilizaba. Recuerdo haber pasado muchas horas allí, dejando la puerta entreabierta –tan sólo una pequeña rendija– para que entrase un poco de luz y el suficiente oxígeno. Utilizando todos aquellos objetos inservibles para vivir una vida paralela a la que había en el exterior, en ese mundo real que por desgracia y con el paso del tiempo muchas personas se resignan a aceptar. Pues bien, una vez encontrado ese “mundo favorito”, me gustaría que el lector se situase en él una vez más, después de tanto tiempo. Que tratase de delimitar la situación, de definir el contexto. Que reviviese los olores, los sonidos, los recuerdos, el tacto de los objetos. Que aguzase el oído e intentase enterarse del “afuera”, las conversaciones mantenidas entre los adultos, las situaciones circundantes. Que olvidase el bagaje que le han dado los años e intentase asimilar las palabras escuchadas como lo haría un niño de diez años: entendiendo a trompicones, intuyendo sin poder confirmar, distorsionando tal vez algunos significados… Pero, eso sí, siendo más acertado en las conclusiones obtenidas de lo que la mayoría de la gente podría llegar a creer.

 Lucía, la protagonista de esta historia, pasa un largo fin de semana de vacaciones con sus padres y su hermano pequeño recorriendo en coche el norte de Chile. El filme se centra en los tiempos muertos en los que a primera vista no pasa nada, en los minutos que ella y su familia llenan con conversaciones aparentemente triviales, canciones y juegos para pasar el rato. La mayor parte del tiempo están dentro del coche, observando el mundo a través de las ventanillas, fijándose en un paisaje árido y un tanto desolador. Unas vacaciones que presagian el fin de algo. Por un lado, el fin de un matrimonio (el de los padres de Lucía). Por otro, el fin de una etapa de inocencia, el de la protagonista de la historia. Cuenta la directora que la idea para la película surgió a raíz de encontrar casualmente una fotografía familiar en la que ella y su primo estaban subidos al techo de un coche en marcha en cuyo interior viajaban sus padres. Esta imagen (que también aparece en la película), es la que dará pie a un filme realizado como una suerte de collage de tiempos muertos, una película que no habla de “las cosas” (en este caso el divorcio de los padres) sino de “lo que hay entre las cosas” (los silencios, las elipsis, los fuera de campo, las noches oscuras en las que apenas podemos ver nada). Una película que nos transporta a un pasado sin edulcorar con el que, a pesar de todo, resulta fácil establecer un alto grado de empatía. 

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‘El último desafío’ (‘The Last Stand’, Kim Jee-woon, 2013)

Arnold a la coreana o el irresistible encanto de paletolandia

No hay que engañarse, el principal reclamo del film es la vuelta de Arnold Schwarzenegger al cine de acción como protagonista absoluto. Más allá de sus simpáticos cameos (aunque más pudiéramos hablar de tanteo, a ver cómo se sentía de nuevo con una ametralladora en las manos) en las dos partes de Los mercenarios (The Expendables, Sylvester Stallone, 2010 / The Expendables 2, Simon West, 2012), El último desafío supone no solo el regreso de Arnie al cine, sino un retorno al terreno del control absoluto de la función. Arnold se erige como el cebo, como el motivo único y exclusivo de que el espectador vaya al cine, entre esperanzado y morboso, para ver si el viejo Arnold sigue siendo el mismo de siempre, es decir, si dispara y reparte estopa con la misma alegre y a la vez hierática forma que antaño.

Una inquietud que podemos resolver satisfactoriamente. No solo estamos ante un regreso en plena forma del ex gobernador de California, sino que lo hace amparándose en los códigos de la vieja escuela: argumento simple, planicie absoluta de los personajes, cero ambigüedades. El bien contra el mal con un único resultado posible. Líneas de diálogo tan acartonadas que más parecen escupidas que habladas. En fin, una galería de tópicos y estereotipos (la galería de secundarios y sus roles respectivos son de traca, especialmente lo de Eduardo Noriega como narcotraficante con menos credibilidad que en su anuncio de tónica) que nos retrotraen a un cierto estilo de cine de acción ochentero, algo demodé, pero que al mismo tiempo provoca ciertas sonrisas cómplices por la ternura de la propuesta. Sí, puede que todo tenga una cierta pátina de caspa, pero que más que molestar casi se agradece por una falta de vergüenza tan absoluta que acerca al film más al grindhouse de culto que al mainstream tradicional.

Y a todo esto, ¿qué pinta Kim Jee-woon en una producción de este estilo? No es desdeñable la curiosidad que producía ver qué podría hacer en Hollywood uno de los directores más personales del cine coreano con los medios, el estilo y los actores (y también las imposiciones comerciales) más puramente hollywoodienses. Cierto es que por momentos se puede acusar al director de que, más allá de algunos movimientos de cámara marca de la casa (especialmente en el alejamiento y aproximación en panorámico de los personajes), hay una ausencia de personalidad manifiesta. No es que esté mal rodada, de hecho el ritmo es trepidante y hay una gran capacidad para saber lo que se tiene entre manos, primando la acción y dejando de forma concisa cuatro pinceladas definitorias para unos personajes que no necesitan mucho desarrollo para conocerlos. Sin embargo, salta a la vista la ausencia de una marca visual que separe el film de otros de su género. Quizás sería pedirle peras al olmo, pero en este sentido se puede afirmar que la marca autoral de Jee-woon no se hace apenas sentir en ningún momento.

Pero a pesar de esta ausencia visual Jee-woon consigue generar, de forma subterránea, aunque identificable, puntos de interés argumental que dotan al conjunto de una profundidad que trasciende el esquema de simple film de acción. Detrás del aparente mecanismo de reloj de cuco (simple pero preciso) se esconde una cierta visión romántica (en el sentido más conservador del término) tanto del hecho cinematográfico como de los valores ideológicos a exportar. Sí, cierto es que aunque el arquetipo del latino como narcotraficante puede hacer pensar en un cierto racismo cultural no deja de ser cierto que el multiculturalismo aparece en el equipo de Arnold y sus adláteres y aliados. Pero no nos dejemos engañar, esto es un fenómeno inscrito en la propia peculiaridad geográfica del desarrollo. Un marco fronterizo donde la mezcla es la norma siempre y cuando se siga el american way of life más tradicional. Aquí caben todos y todo se perdona: paletos, borrachos, amantes de las armas y descastados en general forman una gran familia, un equipo porque en el fondo ese last stand del título es algo más que el sitio geográfico, es el último baluarte de una forma de vida en extinción.

Los paralelismos son evidentes, rudeza rural contra sofisticación urbana, armas antiguas contra alta tecnología. Cada cosa alineada con su correspondiente valor moral; una vez más el bien contra el mal. Solo el FBI puede permitirse ser tan moderno como “los malos”, pero solo para constatar su propio fracaso y corrupción y para acabar rendido a la superioridad de los métodos “de toda la vida”. Todo ello enmarcado en un halo de género que se acerca por momentos al western fronterizo o a ser casi una especie de revisitación conservadora de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952).

Puede que esta sea una película a la que le falte la mala uva de títulos como I Saw the Devil (Akmareul boatda, 2010) o la espectacularidad visual de The Good, the Bad and the Weird (Joheunnom nabbeunnom isanghannom, 2008), ambos de Jee-woon. No obstante ofrece suficiente material degustable tanto para cinéfilos como para amantes del cine (aparentemente) mononeuronal. Y es que es bien sabido que el placer por la comida coreana nunca ha sido, o al menos no debería ser, incompatible con una buena hamburguesa con queso. Eso sí, al estilo sureño por favor.

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