Archivo mensual: agosto 2012

‘Prometheus’ (Ridley Scott, 2012)

Ridley Scott perdido en el laberinto de Dharma

Hace ya demasiados años que no espero nada bueno de Ridley Scott. La incontestable solvencia con la que dirige cine (en sus películas es habitual encontrarse con planos muy bien orquestados y con una puesta en escena más que aceptable) contrasta salvajemente con la mediocridad de la mayor parte de películas de las que se ha hecho cargo. Cineasta, pues, demasiado subordinado a los guiones que ha aceptado, pero precisamente por ello es fácil rastrear su calidad como director de cine, puesto que ha sido capaz de ofrecer películas más que dignas a partir de propuestas tan poco atractivas sobre el papel como los libretos de Black Rain (1989) o Gladiator (2000). Quizás por eso, porque es un buen director pese a quien pese, sus películas rara vez son extraordinarias pero a cambio casi nunca aburren, y desde luego no son del tipo que provocan reacciones airadas en la audiencia ni encendidos debates entre los analistas cinematográficos, vamos, lo contrario que, por ejemplo, Christopher Nolan, por citar a alguien de moda estos días [1].

No sé si Ridley Scott es consciente de todo esto. Tampoco sé si se ha dado cuenta de que su hermano Tony hace años que dirige mucho mejor cine que él [2]. En cualquier caso, intuyo que algo de esto debe de haber cuando, a sus nada menos que 75 años y sin nada ya que demostrar, decide revisitar el universo de una de sus dos incontestables obras maestras, Alien, el 8º pasajero (Alien, 1979) [3]. Prometheus, sin tener al bicho en el título ni ser “oficialmente” la quinta parte de la saga, enlaza de manera incuestionable con la primera película de la serie convirtiéndose en una especie de precuela (¿o incluso reboot?) que deja aún espacio para más películas que acaben de construir definitivamente el puente argumental entre Prometheus y la primera parte de la saga. Pero el primer (y mayor) error que comete Scott es fiarse de un guión tan absurdo como el que han urdido Jon Spaihts y Damon Lindelof. Si cada una de las secuelas de la serie ha estado profundamente marcada por la huella de sus diversos guionistas (no olvidemos el hiperbólico guión planteado por James Cameron en la segunda parte ni el retorno a los orígenes propuesto para la tercera película por dos de los productores de la primera parte, David Giler y Walter Hill), Spaihts y Lindelof han jugado la carta del despiste desde el primer momento presentando una historia con vagas conexiones con los sucesos acaecidos en la Nostromo (esas vasijas que parecen un embrión de lo que luego serán los famosos huevos alienígenas, o un face hugger también en estado primitivo, o incluso la presencia de un androide con oscuras intenciones) pero explicando, en líneas generales, una historia muy ambiciosa acerca de una expedición científica que viaja a un lejano planeta para investigar el origen de la especie humana. Como espectador, es imposible encontrar un hueco cómodo entre el recuerdo de Alien, el 8º pasajero y la novedad de la propuesta argumental. Cuando parece que la película se aproxima peligrosamente a lo que sin pudor podríamos calificar como plagio, entonces se separa del original con golpes de efecto sin duda heredados de los nuevos tiempos cinematográficos (sólo bajo esa excusa puede entenderse la inclusión de una escena tan gore y, a la vez, tan innecesaria, como la del auto-aborto de la protagonista). Pero luego volvemos a la senda de la copia una y otra vez (el tripulante infectado, el androide decapitado, el enfrentamiento final entre el bicho y la chica…).

No me encuentro precisamente entre los fundamentalistas y los freaks que creen que el universo de Alien es intocable (no creo, de hecho, que ninguna película sea “intocable”), pero admito que me pasé la mitad del metraje acordándome de Mourinho y su eterna pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué? Más preguntas: ¿era necesario alargar una franquicia como la de Alien? Lo dudo mucho. Puestos a alargarla, ¿era necesario explicar Prometheus tal y como está explicada, sin una idea concreta de hacia dónde quiere llevar al espectador? No lo creo. Es lo que tiene de peligroso jugar al escondite con la audiencia: puede que la gente acabe perdida y desorientada intentando entender el sentido de tu película. Eso es exactamente lo que ocurre con Prometheus. Su indefinición como parte integrante de la saga de Alien acaba siendo su mayor lastre. Y no por casualidad Lindelof es uno de los artífices de Perdidos (Lost, 2004-2010): así hemos acabado todos, tanto Ridley Scott como los espectadores.

Notas:

  1. Me resulta bastante curioso el fenómeno de animadversión despertado por El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012) entre buena parte de la crítica española, que la hunde en base a su supuesto carácter reaccionario y neoliberal. Digo lo de curioso porque yo pensaba que El caballero oscuro: La leyenda renace era una película, no el discurso de un político. Tendré que revisar mi concepto de lo que es o no es una película, parece ser. 
  2. Han pasado ya algunos días, pero escribo este texto aún bajo el impacto de la noticia del suicidio de Tony Scott. Los dos hermanos han desarrollado exitosas carrera dentro del stablishment de Hollywood y, aunque de estilos muy diferentes, ambos compartían la misma productora, Scott Free, con la que promovían las películas. Así que aprovecho la oportunidad que me brinda este comentario para manifestar públicamente mi pesar por esta pérdida y para reivindicar las que me parecen sus dos mejores películas: esa joya del cine de acción (con un inolvidable desenlace entre lo hermoso y lo atrozmente cruel) llamada El fuego de la venganza (Man on Fire, 2004) y la divertidísima El último boy scout (The Last Boy Scout, 1991). 
  3. La otra, obviamente, es Blade Runner (Blade Runner, 1982), ambas constituyendo dos de las aproximaciones futuristas más complejas e incombustibles que dio el cine de finales de los 70 y principios de los 80. Sin querer ser para nada dogmático con esta puntualización, me parece que su ciclo de grandes películas bien podría completarse con ese descarnado retrato de la estupidez masculina y del derecho a la libertad que tenemos todos los seres humanos que es Thelma & Louise (1991). 
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‘Abbott y Costello contra los fantasmas’ (‘Abbott and Costello Meet Frankenstein’, Charles Barton, 1948)

 

El centenario de la Universal (y, seguramente, el vacío en las carteleras veraniegas) son la excusa para recuperar Abbott y Costello contra los fantasmas, que se reestrena ahora proyectada en Alta Definición (2K). El film, realizado poco después del ocaso del ciclo de monstruos de la Universal pero antes de que la ciencia ficción fuera hegemónica [1], seguía la estela de películas como La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, Erle C. Kenton, 1944) o La mansión de Drácula (House of Dracula, Erle C. Kenton, 1945), que habían sido el máximo exponente de los crossovers de la Universal (mucho antes de que esta práctica se popularizara en el mundo del cómic), en los que, mediante forzados planteamientos argumentales, conseguían hacer coincidir en un mismo plano a diversos monstruos de su panteón. Siguiendo la lógica de esta estrategia de reclamo, puestos a desempolvar el traje de Drácula o el maquillaje del Hombre Lobo, nada parecía más apropiado para salpimentar un cocktail elaborado a partir de unos personajes ya en horas bajas que cruzarlos con dos cómicos que, tras haber saltado a la fama con su rutina Who’s On First? y de haber realizado ya varias películas, vivían en ese momento el cénit de su carrera: “Bud” Abbott y Lou Costello.

En esta ocasión el dúo cómico interpreta a dos trabajadores de una estafeta de correos que reciben un cargamento llegado del corazón de la vieja Europa, en el que no verán nada especial hasta que una misteriosa llamada anónima los ponga sobre aviso acerca del contenido del mismo. La identidad del enigmático personaje no será otra que el Hombre Lobo (por supuesto, Lon Chaney Jr.), en un papel de héroe-villano muy fiel a la dualidad arquetípica del personaje. En cuanto al cargamento, se trata de dos ataúdes que contienen los cuerpos del mismísimo Conde Drácula (interpretado por un Bela Lugosi visiblemente consciente de su condición de guest star) y la criatura de Frankenstein (interpretada en este caso por Glenn Strange, el sucesor de Karloff).

Durante la primera parte de la película, en la que lo más importante es que el dúo cómico desarrolle los gags y las rutinas por los que eran populares, la utilización de los monstruos y los elementos visuales típicos del género (el castillo, las telarañas, los ataúdes, las bobinas Tesla) “aparece absolutamente vaciada de sentido, no extremada en su función de signo, sino reducida a un simple movimiento de reconocimiento genérico” [2], tal y como ocurría en las películas de decadencia de la Universal. El elemento humorístico se ve potenciado por una trama más propia de una screwball comedy que de una película de terror en la que Costello es víctima de las interesadas artes de seducción de la ayudante del Conde Drácula (que aquí mezcla su arquetipo con el del Mad Doctor al ser el responsable de resucitar a la criatura de Frankenstein). Convirtiéndolos en objeto de comedia, los elementos que habían hecho del horror film (en principio, el género más opuesto al cómico) la expresión de los abismos de la sociedad norteamericana de los años 30 parecen quedar neutralizados, efecto que acentuaría el comportamiento de Abbott quien, en una actitud que seguramente el espectador compartiría en la vida real, ridiculiza constantemente a Costello por tener miedo de los fantasmas.

Sin embargo, el mayor interés de la película es que la comedia viene propiciada fundamentalmente por la actitud con la que los protagonistas afrontan unas situaciones que se encuentran en un entorno donde el resto de personajes respetan rigurosamente las convenciones del género de terror. No se trata de una parodia como La familia Monster (The Munsters, CBS, 1964-1966) o, por poner un ejemplo más reciente, Scary Movie (Keenen Ivory Wayans, 2000). En Abbott y Costello contra los fantasmas la coherencia interna del horror film se mantiene en todo momento (una fórmula que tendría su más honorable sucesora en El baile de los vampiros [The Fearless Vampire Killers, Roman Polanski, 1967] [3]). A medida que la película avanza, el terror va ganando terreno hasta expulsar definitivamente la comedia en los últimos minutos del film (elocuentemente, una vez Abbott se ha convencido de la realidad de los fantasmas), que transitan puramente dentro del horror más ortodoxo, convirtiendo la película en un honesto homenaje al género. Un homenaje que se basa en la conciencia del espectador de contemplar la manifestación de una variante del género ya extinta. Esta actitud, que ya debía encontrarse en los espectadores de 1948, no ha hecho sino acentuarse con el tiempo, convirtiendo la película en un entrañable, pero no por ello menos consistente, ejercicio de nostalgia.

Notas:

  1. Pocos años más tarde, en 1954, una película como La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold), que en muchos aspectos seguía los códigos del cine de monstruos de la Universal, ya se promocionaba únicamente como una película de ciencia ficción, sin hacer ninguna referencia a su cualidad de horror film (el ejemplo se cita en ALTMAN, Rick: Los géneros cinematográficos, Barcelona: Paidós, 2000). 
  2. LOSILLA, Carlos: El cine de terror. Una introducción, Barcelona: Paidós, 1993, p. 97. La cita hace referencia a La zíngara y los monstruos
  3. Realizada también en un momento de transición dentro del cine de terror (en concreto al final de lo que Losilla llama el “manierismo colorista”, cuyo máximo exponente fue el ciclo de películas de la Hammer dedicado a reinventar los monstruos clásicos de la Universal; LOSILLA, op. cit., pp. 109-137). 
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‘El caballero oscuro: La leyenda renace’ (‘The Dark Knight Rises’, Christopher Nolan, 2012) [2]

Batman Neocon, o cómo desactivar (el potencial político de) una saga

Texto de Manuel Garin y Adrià Sunyol

La anterior entrega de la saga Batman, El caballero oscuro, suscitó toda una serie de reacciones (en su mayoría elogiosas) sobre la potencia del Joker, el personaje interpretado por Heath Ledger, como catalizador de las fisuras y fantasmas de nuestra sociedad tardocapitalista. En blogs, revistas on-line y redes sociales se desató una especie de vindicación colectiva del caos –o de las formas y medios del caos– encarnado por el imponente “malo” de la película, precisamente porque éste desafiaba en parte el molde maniqueo y domesticador de conciencias de “el bien y el mal” típico de algunas películas de Hollywood. Este texto quiere defender que, si bien es cierto que aquel retrato del Joker contribuía a una complejidad de lecturas ético-colectivas interesante, la nueva entrega de la saga anula, pervierte y cuestiona, retrospectivamente, el valor –y el potencial político– de aquellas imágenes. En otras palabras, el artefacto serial de los Nolan se desactiva a sí mismo, casi en su totalidad, tras esta tercera película que no logra sino convertir en cliché el aliento épico de la primera entrega (toda la línea Ra's al Ghul) y transformar el magnetismo anárquico de aquel Joker –de lo que encarnaba aquel cuerpo– en un manojo de tópicos buenistas y neo-fascistoides.

Para llevar a cabo tal operación reaccionaria la película potencia algunos elementos ya presentes en las anteriores entregas, pero sobre todo los incluye en un panorama más general con claras referencias temáticas y visuales a la situación política y social de los Estados Unidos y, por extensión, del mundo Occidental. En El caballero oscuro: La leyenda renace, el antagonista principal figura como personaje despersonalizado, encarnación de una forma de mal primario y atávico, pero que se apropia para su fines de los contenidos que había introducido de forma mucho más orgánica el Joker. Así, este Bane, perteneciente a la remota Liga de las Sombras de Ra's al Ghul, aplica su idea del caos a una desprotegida Wall Street (léase el oxímoron), para apropiarse de la fortuna del mecenas y benefactor Bruce Wayne, y con ello también del potencial armamentístico suficiente como para sembrar el caos definitivo sobre la comunidad. Ese caos, en el que Heath Ledger se retorcía voluptuosamente, se vuelve aquí superficial y maniqueo, un mero truco de guión concretado en dos triquiñuelas básicas: la visualización de una –tópica– liberación de delincuentes de la prisión (nada que ver con los reclutamientos dionisíacos del Joker), y, sobre todo, una nueva estrategia de chantaje colectivo –llamémosla "bomba de detonador democratizado"–, cuyo dispositivo, meramente efectista, carece de toda lógica. Las ideas y mecanismos del caos se vuelven truquito de postal, diluidas entre resortes elitistas y fuegos de artificio (especialidades Nolan).

Esa doble-triquiñuela, que llega al paroxismo con el cerco apocalíptico de Manhattan (muy lejos de la festiva ambigüedad de Escape from New York [John Carpenter, 1981]), sólo puede responder a la deliberada necesidad de transmitir un concepto preciso, que Bane apunta de manera bastante explícita en sus discursos. Un concepto tan resultón como peligrosamente alienante: para el ciudadano de a pie el poder es un elemento incontrolable. El caos del que Joker fuera agente, minimizado aquí todo su potencial transgresor, se convierte en un mero agitador de tumultos y sociedades. La estabilidad ya sólo se puede volver a alcanzar gracias a la aparición protectora de las fuerzas del orden establecido y nuevamente deseado.

Lo “útil” del caos –que en la segunda entrega sacudía lo políticamente correcto– se desdibuja sintomáticamente, como si los Nolan quisieran dejar claro que el poder debe permanecer en determinadas manos, y sólo en ellas. La película, además, banaliza la “imagen” de los nuevos movimientos de protesta colectiva –como Occupy Wall Street– diluyéndola en una falsa coartada heroica. Esta tercera película escamotea las consecuencias del trabajo del Joker en la segunda, que redimensionaba la naturaleza de Batman convirtiéndolo en un Batman oscuro que aquí ya no vemos por ningún lado. No queda rastro de la ambigüedad liminar que Grant Morrison y Dave McKean exploraron en Arkham Asylum. Los efectos que la oscuridad y el ostracismo voluntario (y profundamente heroico) puedan haber causado en Batman se esconden tras una elipsis de ocho años y una cojera "de guaperas" made in Christian Bale; aquel discurso final de la segunda película, aquella persecución indiscriminada de las fuerzas del orden contra Batman, queda en agua de borrajas, en un gag –mal rodado– en el que Bane escapa porque los polis persiguen a Batman en su lugar.

Y sin embargo, como intentando minar la legitimidad del binomio hiper-paternalista Wayne/Batman, la película se ha servido en los primeros minutos del aire fresco de un nuevo personaje: la Catwoman de Anne Hathaway. “There is a storm coming, and you and your friends are all gonna wonder how you could live so large, and leave so little for the rest of us”, le susurra al oído a Bruce Wayne, ahondando en el guiño evidente a la actualidad y sembrando la semilla de un planteamiento que podría resultar tremendamente corrosivo para toda la saga y para la propia figura del héroe. Las palabras de Hathaway ubican al héroe, por primera vez abiertamente, en una pirámide social en la que representa a un acaudalado depredador, alguien cuyo aspecto y costumbres remiten a los de esos cuyo dinero fluctúa por Hedge Funds y paraísos fiscales, en una realidad ya no muy lejana [1]. E insistimos: son las palabras de un personaje de la película las que ubican al protagonista en ese grupo, ese “you and your friends” de resonancias inequívocas. Los impulsos filantrópicos de Wayne (dar dinero a huerfanitos) y la sublimación heroica de sus traumas de infancia (vestirse de Batman) no compensan el aire ostentoso del establishment que los sustenta. Pero es justo ahí donde la película se vuelve conservadora y ramplona. En lugar de explorar esa duda radical con que la frase de Hathaway podría infligir a Wayne/Batman una verdadera herida trágica (interior, irreparable, con consecuencias), los Nolan entregan la trama a una espiral de twists. Esos giros de guión efectistas fagocitan también a Catwoman, antes anárquica y robinhoodesca, poseída por un auténtico resentimiento de clase, y finalmente domesticada en el sentido más esterilizante a través de, cómo no, su amor incondicional por Batman. Los dos últimos tercios del film desalojan así el problema del héroe, que no es otro que él mismo –su ciudad, su dinero y su máscara–, embarcando a Batman en una terapia de auto-ayuda en un pozo a miles de kilómetros (su encierro en ese gran tópico hecho cárcel) y entregando Gotham a una falsa anarquía que sólo contribuye a reforzar los mecanismos del poder establecido.

Las pocas ideas que El caballero oscuro: La leyenda renace propone son pues incapaces de actuar con originalidad y profundidad en el espacio (relativamente) hermético del mapa de códigos de un género o de una estructura narrativa tradicional. Operan en el panorama social y político inmediatamente presente en todos los televisores del país y del mundo entero: lejos de aislar su material en el coto fantasioso del héroe enmascarado, la película se inscribe en la actualidad con todo su arsenal demagógico, incluyendo las referencias directas a lo que sucede en las calles en su tráiler y su aparato publicitario. Ofrece pues –y no podía ser de otra manera tratándose de un tratamiento cinematográfico tan pobre y falto de matices– respuestas retrógradas a las preguntas que las convulsiones económicas y sus consecuencias sociales formulan a toda sociedad desarrollada. En resumen: su estrechez de miras cinematográfica anula la ambigüedad que asomaba a través del Joker en El caballero oscuro, y desnuda un posicionamiento político ultra-conservador.

Notas:

  1. Legendary Pictures, una de las principales promotoras de blockbusters de la última década, y valedora de los grandes taquillazos de Nolan, inaugura un sospechoso punto de contacto entre la producción cinematográfica y los grandes fondos de inversión de Wall Street... que merecería una investigación detallada: follow the money
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‘Dreaminimalist’ (Marie Losier, 2008) & ‘The Flicker’ (Tony Conrad, 1965) (Re:Voir, 2012)

La línea de pura luz

La figura de Tony Conrad (New Hampshire, 1940), un matemático de Harvard y profesor del Antioch College de Ohio y del Centro de Media-Estudios de la Universidad de Buffalo, uno de los nombres más vitales de las vanguardias USA, concretamente uno de esos, como por ejemplo Jonas Mekas, que se han mantenido fieles a sus principios hasta entregar el testigo a los cineastas de las nuevas sensibilidades contemporáneas, es conocida en los círculos del arte y el cine experimental desde hace décadas. Artista sonoro, sus composiciones electroacústicas han podido escucharse en España en el programa de Radio Clásica “Vía límite”, trabajó en los 60 en perfomances e instalaciones junto a La Monte Young, Nam June Paik o Alvin Lucier y fue el iniciador del cine estructuralista con su film The Flicker (1965) una película que marcó el comienzo de un movimiento que englobaría a artistas tan conocidos como Michael Snow o Hollis Frampton.

Vista hoy The Flicker, en el entrañable DVD editado por el sello francés Re:Voir, es un hermoso trabajo conceptual de psicología de la percepción que se contempla con una prolongada sonrisa imbuyéndose a ratos del estado de concentración y de hipersensibilización que pretendía producir y a ratos pensando en qué dirían aquellos primeros hippies de los 60 que probaron esta “droga dura” del cine. Un cuadro en un blanco crudo, que parpadea incesantemente durante 30 minutos (una nota al principio de la película nos avisa seriamente que puede provocar ataques epilépticos) y que presenta intermitentes imperfecciones acompañadas de música de sintetizador compuesta por Conrad, muy en la línea del minimalismo microtonalista del propio La Monte Young o de John Cage. En un tiempo de cínicos su extrema concreción puede resultar una simple boutade. Pero simbólica y efectivamente significa, ante todo, coherencia. Coherencia que por mucho que insistan los cínicos no es imposible, Tony Conrad la ha practicado toda su vida, trabajando siempre en los límites del arte, y Re:Voir la edita en un catálogo cuya seña de identidad principal es eso que cuesta tanto, la coherencia.

Como la coherencia por sí sola nunca es suficiente, The Flicker se acompaña en el DVD de la maravillosa pieza de Marie Losier Dreaminimalist (2008), un mediometraje rodado con una Bolex en 16mm, que es una pura celebración de la larga vida de Tony Conrad, de su vitalidad y de su, seguro envidiada por los cínicos, alegría, inscrito en la serie de cuatro retratos que Losier ha dedicado a artistas del underground neoyorquino. Conrad se revela en Dreaminimalist como un comediante en la intimidad, como un ser que siente una gozosa plenitud, que sinceramente no solemos ver en los atormentados artistas europeos, quizás porque aquí al que arriesga y experimenta no se le suele premiar con una cátedra o con una plaza de investigador en un centro universitario, sino con una celda en la cárcel, un puesto fijo en los pasillos del metro o un billete de ida al exilio. Comprobar que hay gente que ha conseguido hacer lo que le gusta, durante toda la vida, que ha vivido bien, y que son felices, es el mejor regalo que podemos hacerle a los indecisos, a los tibios y a los pesimistas. Hay que hacer callar a los que creen que no hay diferencia entre lo difícil y lo imposible.

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