Archivo mensual: septiembre 2012

Venecia 2012 (3)

Frontera de la frontera

La mujer conserva la centralidad en la siguiente película a la que, acreditación mediante, nos acercamos en Venecia: Sinapupunan (Thy Womb), de Brillante Mendoza, fuera de Orizzonti, en la sección oficial, pero sólo porque el prestigio de su director apunta instintivamente a la cacería del León de Oro.

La situación de la mujer en la sociedad es uno de los principales temas en los que occidente suele ubicar sus conversaciones con esos territorios lejanos y raros que la globalización no acaba de acercarnos del todo. Thy Womb sucede en Mindanao, la isla más meridional de las Filipinas, y más concretamente en Tawi Tawi, su provincia más remota. Desde luego, la peli de Mendoza nos impulsa a Google Maps y Wikipedia, donde descubrimos que el director ha pasado de puntillas sobre algunos de los temas aparentemente más candentes de la zona que se retrata. Vamos un poco a ciegas. Mindanao, poblada mayoritariamente por musulmanes, parece embarcada en una suerte de cruzada independentista complicada por micro-asuntos étnico religiosos. Ergo, muerte. Pero Brillante (que en rueda de prensa admite que la realidad de su localización les resulta ajena a los propios filipinos) ha optado por hablar de la vida. Una pareja de pescadores humildes que habita el paisaje paradisiaco no puede tener hijos. Ella es estéril, pero su fe en el islam les permite aprovecharse de la poligamia y buscar otra esposa para que el hombre tenga descendencia, actividad a la que la protagonista se entrega sin reservas, obsesionada por la felicidad de un marido que también la quiere.

Entrando en ella por lo cinematográfico, podemos añadir que el pequeño conflicto de registros (ficción y documental) en que se pierden un poco los actores al principio, más tarde confluye en harmonía. Poco a poco la ternura de los personajes se apodera del film. La belleza de las imágenes, un poco “barakiana” (Baraka, Ron Fricke, 1992) a ratos, va cobrando más y más sentido y los últimos 20 minutos de Thy Womb son un pequeño milagro. El brillo de la luna en los ojos de la protagonista, Nora Aunor, delicadamente maravillosos en el mejor plano de la película (un plano que apela a otros similares dentro de la misma, y que siempre subrayan el carácter virginal del personaje) permanecía en su mirada, detrás de los micrófonos, en una sala de prensa abarrotada. La actitud de Mendoza (que parece el malo del El puente sobre el río Kwai [David Lean, 1957]) es seria, poco altiva. Tal vez a través de su cine simpaticemos, o seamos capaces de establecer una cierta empatía en la distancia, con esas fronteras, márgenes y vertederos del progreso occidental. Si ese proceso no se consuma a través del rigor en observar y distinguir las problemáticas de nuestras antiguas colonias, sea por lo menos a través de la emoción. El director aboga por esa predominancia de la hondura de las historia por encima de otros criterios. Le da igual hacer películas oscuras o luminosas. Bajo el sol de esos destartalados atolones ha sabido encontrar sus emociones, que tardan en brotar hora y media y florecen en 20 minutos. Los desastres estructurales que los procesos de colonización regalaron a países como Filipinas no son el asunto primero de Thy Womb, pero por lo menos pone en el mapa un territorio y una problemática bajo la luz del respeto y la comprensión por lo ajeno. Y luego está, claro, el asunto de la mujer. De esa mujer entregada y sacrificada al marido.

En la rueda de prensa, ante las preguntas insistentes, la traductora repite las palabras del guionista: “SÍ, forma parte de la cultura musulmana el que el hombre tenga más de una mujer”. Y ante preguntas cada vez más tendenciosas al respeto, la respuesta se repite como un mantra: “SÍ, pero forma parte de la cultura musulmana el que el hombre tenga más de una mujer”. Un poco a martillazos: Eso es todo lo que tenéis que saber: “SÍ, forma parte de su cultura”. Saltan chispitas silenciosas entre el piloto automático feminista y las palabras de un hombre que ha investigado una cultura para escribir un guión. Pero en la sala de prensa, un espacio esterilizado, el choque de mundos será suavizado sin duda por el irritante guante de seda de la prensa, que no puede comprimir en sus crónicas de iPad los infinitos matices de este pequeño trasvase de realidades culturales.

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‘Mátalos suavemente’ (‘Killing Them Softly’, Andrew Dominik, 2012)

Volver al género, releer USA

Andrew Dominik es un cineasta sincero. En la entrevista que Manu Yáñez le hizo en el pasado festival de Cannes el director australiano asegura que su tercer largometraje está concebido “como una película comercial. Y una película comercial ha de tener escenas de acción, canciones y toda esa mierda”. Así de simple y sencillo, sólo que detrás de toda esa “mierda” se esconde un tremendo ejercicio de estilo que, así como en su anterior largometraje, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, 2007), contaminó el género llevándolo a terrenos que no le eran propios, ¿western existencialista?, con Mátalos suavemente regresa al cine negro para jugar con el canon al tiempo que critica el sistema. Cine comercial y soberbio ejercicio de estilo, Andrew Dominik no será un mentiroso pero sí un cineasta taimado.

Mátalos suavemente adapta la tercera novela de George V. Higgins, Cogan's Trade, publicada en 1974 y recientemente traducida al castellano, para contarnos la historia de dos ladrones de poca monta que, por orden de un tercero, roban una timba de póquer con la esperanza de que la culpa recaiga en el responsable de la partida, Markie Trattman (Ray Liotta). El plan va según lo previsto hasta que aparece un asesino a sueldo, Jackie Cogan (Brad Pitt), con órdenes de atrapar a los ladrones. Si Higgins ambienta su historia en la crisis económica de los 70, Dominik ubica su adaptación en la crisis crediticia e hipotecaria que hundió el sistema financiero y bursátil de los Estados Unidos en 2008. Es en este escenario, el de la carrera electoral entre Obama y McCain, donde se retrata un país sórdido en el que el asesinato por encargo entra de la forma más natural posible en la lógica de un capitalismo aplastante. El robo y la cacería de los asaltantes hacen suponer que la acción noir está servida, pero ahí donde el canon se pegaría a la brutal realidad que circunda la acción, Dominik juega al cambio de registro para desplazar el relato del noir a la comedia.

El director australiano se sirve de los diálogos magistrales de Higgins (su trabajo se compara con la habilidad de Tarantino para hacer hablar a sus personajes), de los discursos políticos que hacen de contrapunto a la imagen (escuchamos que “ante la situación económica hay que emprender acciones dramáticas” cuando se discute si asesinar o no a Markie o que “USA tiene una economía complicada” cuando Mickey [James Gandolfini] llega desde New York para asesinar a uno de los ladrones) o se permite caracterizar a los jefes gángster como “chicos retrasados a los que hay que llevar de la mano”. Los momentos previos al robo son paradigmáticos, Dominik recurre a elementos clave del género como los guantes (de cocina) y el arma (una escopeta tan recortada que podría matar incluso a los asaltantes) para construir una ficción por momentos delirante.

Mátalos suavemente combina esta suspensión de la gravedad en favor de lo cómico con una crítica que parece apuntar a la doble moral del sistema. El choque entre sueño y realidad está presente desde el principio de la película, cuando Frankie, uno de los ladrones, sale de la oscuridad mientras la banda sonora intercambia fragmentos de un discurso de Obama y un sonido áspero, diafónico, que pone los pelos de punta, o cuando el mismo personaje comenta el fracaso de la reinserción de los ex-convictos en un círculo vicioso que no deja lugar para otra actividad que no sea la delictiva. Dominik tiene presente en todo caso que una revisión del género pasa por esta hibridación de registros y por la sublimación de las formas heredadas. Que Ray Liotta encarne al personaje de Markie no es cualquier cosa. No debería extrañarnos que tras ese rostro hinchado que ahora llora cuando le pegan el espectador reconozca rápidamente al esbelto protagonista de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990). Si Scorsese, cuya obra Dominik asegura admirar, presenta a su protagonista con un movimiento de cámara ascendente, el cineasta australiano lo emula cuando presenta a Jackie-Brad/Cogan-Pitt pero añadiendo un plano corto de perfil y, sobre todo, remarcando su presencia, el carácter del arquetipo dentro del canon genérico, con el “The Man Comes Around” de Johnny Cash en la banda sonora.

La plasticidad del juego formal llega a su cenit con la muerte de Markie. Podríamos decir que en Mátalos suavemente la estilización de la forma propicia una relectura del género que lo pone al día al tiempo que construye una narración que hurga en las mentiras del sueño americano. Dos momentos nos quedan grabados a fuego en la memoria, la muerte embellecida del personaje de Liotta y el final de la película, la explicitación en palabras de aquello que se denuncia durante todo el film, la gran mentira de los Estados Unidos, aquello de que se forma parte de un pueblo digno, de una gran comunidad en la que todos los hombres son iguales. Ante esto, grandísimo por amargo y radical, por real, el speech final de Jackie Cogan que asegura que en USA se está solo, que no hay comunidad a la que acogernos, que no hay sitio para los ideales más allá del imperativo capitalista: “Los Estados Unidos no son un país, son un negocio. Ahora págame mi puto dinero”.

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Venecia 2012 (2)

Fronteras que se cruzan

Seguimos con más Orizzonti, esta vez trasladadas las fronteras a dos países de relación aún más problemática con Occidente, China e Irán.

Mucho más especial que Araf resulta Gaosu tamen, wo cheng baihe qu le, de Li Ruijun (segundo largometraje del director), ante todo por esa capacidad de tratar de frente lo sagrado que tanto contribuye al encanto que tienen para nosotros muchas obras asiáticas. Combinando lo tal vez incombinable, Gaosu tamen parece una fusión de La leyenda del tiempo y Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives. La película despierta preocupada por la muerte y la ultimísima vejez, y entra, de la mano de deliciosas texturas documentales, en una somnolencia a ratos bendita, a ratos difícil de asimilar en una sesión que comprende las 2 horas normalmente destinada a la pizza al taglio. Pero, con una actitud a medio camino entre la posmodernidad y el misticismo, Gaosu tamen reflexiona lentamente sobre la muerte proponiendo un precioso contraste con la niñez y con la modernización abrasiva de las costumbres que, ya lo decía Baumann (efectivamente, autor de cabecera también en el hotelito del Lido), desacraliza nuestra existencia hasta el punto en que todo lo que merodea los territorios de las grandes preguntas sobre la vida nos resulta no solo incomprensible, sino, y precisamente por ello, fascinante.

Cansado por un largo día y cansado por una larga vida. Se oponen edades y sus distintas maneras de percibir el tiempo.

Los cuerpos buscan sus raíces en la tierra.

Sólo la inocencia de los niños puede comprender los anhelos de los viejos.

En esa oposición entre una visión religiosa de la vida y el progreso ácrata, la película desliza también, con la sutileza de quien desafía censuras omnipresentes, una crítica al sistema político de su país. No basta con un visionado para ir más allá de algunas intuiciones en lo que respecta a sus artimañas audiovisuales: repeticiones en el montaje, singularmente ineficaces a simple vista, pero que se acaban ubicando en el tono general de la película. La alternancia entre la asimilación de la textura del video, en imágenes planas en las que el color ofrece el relieve, con otras composiciones mucho más cinematográficas. Una especie de narratividad un poco dislocada pero también muy harmónica, que pasa olímpicamente de cualquier insinuación de elipsis definidas pero traslada otras nociones del tiempo extático con mucha potencia. Todo ello combinado con la abundancia de metáforas y correspondencias visuales que infunden a la película su sentido profundo: El blanco de la grulla sagrada, manchando tantos encuadres casi subliminalmente, las muchas referencias a lo que se entierra y es desenterrado o al humo y sus diversas formas, etc...

Curiosa la relación que se puede establecer entre Gaosu tamen y The Paternal House, de Kianoosh Ayari. Mientras que en China un hombre viejo reclama su derecho a ser enterrado a la manera tradicional, luchando por lo tanto por una sepultura, The Paternal House puede ser entendida como la historia de unos huesos que claman por ser desenterrados.

Envuelta de una polémica que gracias a Dios la película disipa rápidamente, no es que el tema de la mujer no sea uno de los centros del film ni que la actitud general ante el maltrato que sufre en Irán no sea de evidente crítica. El argumento ataca el tema sin tapujos: un padre se ve obligado a matar a su hija, que ha mancillado el honor de la familia, y la entierra en el sótano de la casa familiar. El trauma consiguiente atraviesa generaciones y sólo se ve aliviado cuando, en el presente, la última generación arregla como puede el entuerto. Pero la película no pone todo su énfasis en el “problema de la mujer” y se sostiene sobre multitud de ejes igual que muchos personajes pululan por ella. Interpretaciones al borde siempre de lo paródico, pero extremadamente conmovedoras, una puesta en escena brillante, rápida y económica como la de una comedia clásica pero con capacidad para modular hacia lo trágico.

Las mujeres modernas de Ayari no se han librado de la indumentaria que en occidente nos cuesta tolerar, pero parecen mostrar una cierta superioridad moral sobre sus maridos.

Las miradas de los hombres de la película se pierden constantemente en un espacio en fuera de campo que representa también un vacío moral.

Ídem.

Un trozo de suelo que parece atraer a los personajes de la película, por más que se resistan a acercarse a él e intenten censurar sus accesos.

En el espacio clave de la película todo se convierte en símbolo sin perder naturalidad.

Una película de tonalidades sinuosas, una pajarería de voces bien orquestadas que toca casi todas las teclas del lenguaje, pero en la que se impone el juego de espacios y la intensidad dramática. Se observa en la película esa cualidad compacta que tienen los proyectos bien pensados y encauzados desde la raíz en la senda que más les conviene. Destacan también con singular relevancia la caracterización y el maquillaje. En el fondo, el gran poso que deja el film es, incluso más allá de sus temas y sus reivindicaciones, la facilidad con que muta de lo tierno y divertido a lo trágico y casi insoportable. Esa visión del mundo de miras amplias y comprensión profunda de las cosas va mucho más allá de cualquier impulso experimental. The Paternal House es una película clásica en el mejor sentido, MRI con diez cañones por banda.

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Venecia 2012 (1)

Fortaleza y horizontes

Han pasado Malick, Kim-Ki-Duk, Paul Thomas Anderson, y Kitano y Assayas y muchos otros han abandonado ya el Lido cuando llego a Venecia. Será la primera vez que asista a un festival de categoría A y parece que el festival ya se va esfumando antes incluso de que pise sus alfombras. Pero quedan cosas por ver, y sobre todo, queda el cortometraje Luisa no está en casa, único representante español en Venecia y a cuya Delegation se refiere la acreditación que cuelga de mi cuello.

Una vez superada la primera impresión de penetrar en la fortaleza y recorrer los espacios del festival, la primera sorpresa viene por el aire práctico e impersonal del lugar. ¿Estaremos ante una de esas “comunidades de usar y tirar” a las que se refiere Baumann? Descubriré que sí. Quien pasea por el festival es alguien que se siente definido por el cine y se encuentra ante su gran oportunidad de ser quien es, más que nunca, en un espacio en que todos los demás elementos de la realidad son reducidos al mínimo. Así, el ritmo frenético de proyecciones, ruedas de prensa y eventos de todo tipo lo sustrae a uno del mundo. Hay conexión WiFi, pero sólo actúa a pleno rendimiento en la sala de prensa, ocupada y abandonada sin cesar como un panal de abejas por los periodistas que martillean suavemente sus ordenadores con la única finalidad de destilar en un párrafo las maravillas de la última secreción de la sección Orizzonti.

Precisamente esta sección (en la que compite Luisa no está en casa) parece convertirse, más allá del cajón de sastre cinematográfico que supuestamente Barbera, el nuevo director, ha empezado a ordenar, parece convertirse digo en la única puerta de esta fortaleza del cine al exterior, a una realidad ajena.

El carácter cosmopolita del festival es innegable. También su aparente indiferencia ante la inmediatez de lo que sucede extramuros, por importante que sea. Durante el festival, Draghi decide regar de millones de euros los mercados de bonos de los PIGS. Italia es uno de ellos. No llega ni un eco al Casinó, el gran edificio alrededor del que gira la muestra. Eso tiene cosas buenas y cosas malas. Es una vacuna contra la arbitrariedad histérica de lo más actual. Pero, mientras Venecia se muestra afortunadamente desinteresada por las concejalas que se masturban, también pasa olímpicamente de los inmigrantes que mueren en las orillas del continente. Venecia se entrega al dios Cine, y deposita en él la confianza de que pueda traernos otras noticias de estos inmigrantes, de los lugares que habitaban antes de convertirse en apátridas, proscritos cuya humanidad ya ninguna legalidad europea reconoce en la práctica. Por eso Orizzonti es importante: Hay que mirar hacia esos horizontes para sumergir el cine en la profundidad comprometida que, además, este festival siempre le ha exigido. Es por el hermetismo autocomplaciente que el festival demuestra que seremos exigentes al evaluar las postales cinematográficas que nos trae.

Y así, pues, es por Orizzonti por donde empezamos: Araf. Somewhere in Between, de la directora turca Yesim Ustaoglu. Un drama que no esconde nada, en el que rutina y ensoñación romántica se oponen con sutileza variable hasta la culminación, tristemente cronenbergiana y fuera de lugar, de su aventura. Araf avanza como una excavadora de grandes planos hasta que te empuja a cotas de dramatismo que es difícil seguir, porque algunos de sus personajes se desvanecen sin dejar rastro. Las metáforas visuales, omnipresentes e intensas, funcionan. Pero, siendo el típico producto de Orizzonti, ¿a qué otredades nos remite Araf? En el fondo, los códigos a los que se ciñe sin precaución son los nuestros. Estamos ante un drama profesional que hasta deshilacharse aguanta en intensidad y poder de seducción, pero parte de su flojera radica en el hecho sospechoso de que podría ocurrir en Minnesota lo mismo que en Anatolia. Se dirá que eso le añade universalidad. Sin duda, pero para someterse a los poderes de lo exótico hay que pedir a cambio algo de realidad ajena, y conviene ir más allá de la “situación de la mujer”, sabida y denunciada ya con mucha más eficacia en otras películas. En realidad, más allá de este “problema de la mujer”, el centro temático de Araf es la oposición entre la ensoñación, que dibuja el futuro en la juventud, y las opacas realidades de la madurez, un tema de lo más occidental al que la película no aporta mucho más que belleza y sabiduría fílmica. Puede que no sea poco.

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‘Amor bajo el espino blanco’ (‘Shan zha shu zhi lian’, Zhang Yimou, 2010)

Calculado regreso a la ingenuidad

La adolescencia de Zhang Yimou estuvo marcada por los rigores de la Revolución Cultural. Hijo de una familia señalada, no lo tuvo fácil para salir adelante entre traslados de reeducación a zonas rurales o periodos de actividad fabril. El cine que se hacía y se veía en aquella China era el de la llamada Tercera Generación. Aquí, salvo unos pocos eruditos, no hemos visto aquel cine. Sabemos por algún libro que el corsé de lo propagandístico, el límite de lo que era permisible y el desconocimiento de otros cines reducían el repertorio técnico y estilístico a una gran simpleza.

La juventud de Zhang estuvo marcada por la esperanza de lograr sus objetivos vitales en un país más relajado tras el fin de los delirios maoístas y más aperturista siguiendo los postulados del nuevo líder. El cine que se hacía y se veía en aquella China era el de la llamada Cuarta Generación. Tampoco muchos han visto ese cine entre nosotros. Dicen unos pocos textos que aquel cine fue conservador en sus temas, ciertos miedos no son fáciles de superar. Pero con el acceso al cine extranjero y la permisividad de nuevas vías de expresión llegó la experimentación, casi el exceso, en lo formal.

La edad adulta de Zhang Yimou estuvo marcada por su paso por la reabierta Academia de Cine de Pekín, y por su incorporación profesional al mundo del cine. El cine que hizo y mostró a China esa llamada Quinta Generación fue visto y escrito en numerosos medios especializados entre nosotros tras su exitoso paso por numerosos festivales internacionales. No tan rompedor en lo formal como el cine de sus predecesores y maestros en la Academia, sí incorporó una gran intensidad expresiva y mayor audacia temática, incómoda dentro de sus fronteras, muy bien recibida fuera de ellas.

La madurez de Zhang Yimou estuvo marcada por su consolidación y éxito internacional y por su acomodación nacional. Espectaculares epopeyas nacionales de amplio presupuesto que hemos podido leer en cualquier medio, tal era la amplitud de su distribución, recibiendo el aplauso también del régimen en su propio país. Sin perder su capacidad expresiva ni su solvencia cinematográfica, sus últimos trabajos parecían destilar un cierto estancamiento, precio a pagar por caer en la autocomplacencia y contentar a todos.

La última obra de Zhang Yimou viene marcada por esta trayectoria, por lo que se espera o se ha dejado de esperar ya de su cine. Personalmente presagiaba una nueva muestra de buen hacer, pero un resultado rutinario. Amor bajo el espino blanco confirma lo primero y trata de negar lo segundo de una de las pocas maneras posibles cuando ya no hay más horizonte al que avanzar: volviendo atrás.

La película nos retrotrae a la época de una Revolución Cultural cuyo cine, aquellas primeras películas que debió ver un Zhang infante, germen tal vez de su futura vocación, estaba al servicio propagandístico de la Revolución. Así comienza el film, mostrando la alegría de un grupo de estudiantes urbanos llegados al campo para su reeducación. Su primer encuentro con el nuevo entorno les depara el descubrimiento del espino de flores blancas, pero que florece en pétalos rojos desde que fuera regado con la sangre de diversos héroes revolucionarios. La estética de celebración revolucionaria en el cine apenas visto de la Tercera Generación, pero que intuimos cercano a una mejor conocida propaganda en carteles y murales, se confirma en unos personajes un tanto planos, subrayados por un registro interpretativo de expresividad algo esquemática, de caras sonrientes mirando en diagonal ascendente o situaciones dramáticas ideales con profusión de lágrimas y composiciones de cuadro corales. Un ejemplo insoslayable es esa presagiada muerte final de uno de los personajes, rodeado por su cohorte de familiares y camaradas uniformados que coreografían sin disimulo, dándole acceso al lecho de la agonía, la aceptación de la abnegada amada del muchacho.

El espectro narrativo recupera, del mismo modo, lo que debió ser canónico en el cine de la época. Absoluta linealidad temporal, marcados fundidos en negro entre escenas, intertítulos explicativos en las elipsis temporales. La sucesión de escenas y el montaje es de una sencillez que parece forzada en estos tiempos, se diría tan ingenua como el cándido proceder de Jing. Protagonista, por cierto, interpretada por una actriz debutante y sin formación interpretativa. Otro tanto su contraparte masculino. Toda una declaración de intenciones desde el casting.

La trayectoria de Zhang daba para imaginarlo, al afrontar este trabajo, debatiéndose en un cierto juego de equilibrios entre la reivindicación colectiva (y personal) de las sufridas víctimas de la llamada “reeducación revolucionaria” y el mantenimiento de su adquirido estatus de cineasta estrella oficial del país. Posiblemente el film no levantará ampollas a nivel interno, sutilmente maquilladas sus cargas de profundidad, del mismo modo que la supuesta tibieza de su postura crítica no satisfará a un público occidental siempre ávido de disidencias y obras censuradas y polémicas por sus regímenes dictatoriales. Pero Zhang no tiene por qué hacer el cine que espere determinado público. Y la película, deliberadamente, es simple, pero no simplona.

Esa supuesta floración rojiza que se nos glosa al inicio como símbolo de heroicidad nunca se llega a corroborar en pantalla. La actitud abnegada de la protagonista es de superficial aceptación de su suerte, pero se revela en última instancia como la lucha incesante de una muchacha por realizar sus expectativas vitales, sus sueños individuales. Su proyectada visita al espino blanco en primavera, para comprobar por sí misma el color de las flores, es aplazada una y otra vez a lo largo del relato, hasta no llegarse a consumar. Negándonos esa imagen, el planteamiento inicial de exaltación revolucionaria queda desautorizado. El grandilocuente despliegue simbólico de heroicidad que encarna la supuesta floración en rojo del espino blanco, acaba siendo puesto en duda. Por el contrario, el modesto desempeño de la joven y aparentemente frágil Jing no nos permite dudar ni un instante de su voluntad, revelándola como una heroína autentica. Zhang no carga las tintas en la crítica explicita. Opta por la sutileza y acierta. Que el relato y el gesto de Jing sea suficiente denuncia.

La apuesta, alrededor de una trágica pero agradable historia romántica, funciona. Recupera la estética fílmica de una época reivindicando los personajes opuestos, tal vez sin llegar a darle la vuelta, pero logrando ensalzar otras luchas. No reventará taquillas ni cambiará el rumbo de la trayectoria de Zhang, pero nos lo muestra capaz de renovar su discurso. Airea su cine permitiéndonos seguir confiando en sus próximos proyectos.

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