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I Simposio sobre ficción televisiva

(Re)descubriendo la ficción televisiva

The Wire, Twin Peaks, Mad Men, Homeland, Rubicon, Fringe, Breaking Bad... ¿Quién es capaz de escuchar estos títulos y no desear caer rendido ante la televisión (o el ordenador, para los más ansiosos), dejarse las retinas ante las decenas de horas que componen las temporadas de estas series? Un nuevo abanico de ficciones ocupa nuestras mentes y nuestras miradas, un increíble desfile de imágenes inunda lo que hasta hace poco llamaban la “caja tonta”. Todas estas series son culpables de que la televisión, y en concreto la ficción televisiva, haya dejado de ser un objeto denostado por muchos y ridiculizado por otros. No es solamente que los críticos de cine, las secciones y suplementos culturales, el mundo editorial se interesen cada vez más en este fenómeno: es que el mundo académico, aquellos que podrían parecer más escépticos o críticos ante la incorporación de semejante material al ámbito de la investigación, son los que más están apostando por revelarnos las series televisivas como todo un tesoro, no ya artístico, sino sociológico, político, filosófico y un largo etcétera que no hace más que descubrirnos la diversas dimensiones de las TV-series [1].

Y si no que se lo digan a servidor, que tuvo el gozo de poder asistir en la Universitat Internacional de Catalunya (UIC) al I Simposio sobre ficción televisiva. Reflexiones sobre la nueva ficción televisiva: ¿crisis o oportunidad?, espero que el primero de una larga serie a través de los años, donde pude descubrir que hay académicos y profesionales del mundo televisivo que han sabido y sabrán captar intensamente (qué pena que sólo durara un día) el poso que las series están dejando en nuestro imaginario social. Y es que las series hace mucho tiempo que dejaron de ser un simple pasatiempo para convertirse en un afilado instrumento de disección sobre la actualidad (al menos en Estados Unidos, porque lo que es en España quedó claro que las intenciones van por otro camino muy distinto, muy alejado).

Dicho esto, no cabe duda de que se está haciendo necesario generar espacios discursivos críticos en torno a este fenómeno y, en este sentido, el simposio ha dado un paso importante para ello: se han podido escuchar diversas voces que han dado forma al conjunto de series que sobrevuelan nuestro interés. La primera de estas voces pertenece a nuestro compañero Enric Ros, quien fue desgranando, en su intervención, la nueva dimensión de la figura del héroe, por no decir su declive, dentro de las ficciones: desde la visión idealizada de Josiah Bartlett, el presidente protagonista de El ala oeste de la Casa Blanca (Aaron Sorkin, 1999-2006) hasta la ambigüedad de Jack Bauer, Walter White, Don Draper y compañía, las series han ido corrompiendo la figura central a la vez que su visión del mundo que la rodea. Todo ello envuelve de una cierta melancolía la visión del héroe perdido en pos de una revelación de cómo poco a poco se ha ido desmembrando la función de un héroe ideal que ya no tiene cabida en una sociedad que da por perdida la inocencia primigenia. Buscamos protagonistas que bajen al barro de la realidad, se manchen las manos con el hollín de los problemas éticos y queden desnortados ante la visión de una realidad fragmentada.

Por su parte, Fernando de Felipe e Iván Gómez, en ponencias diferentes, pusieron de relieve la dimensión política del fenómeno televisivo: si ya con Enric Ros podíamos vislumbrar esta dimensión en la configuración del héroe, estas dos ponencias supieron poner el dedo sobre la llaga. La representación del 11-S ocupó el discurso del primero de ellos para poner de relieve diversos aspectos de la pequeña pantalla. La inmediatez que se desprende de este medio de comunicación permite relacionar la ficción con la mas inmediata actualidad: a la inversa que en el ámbito cinematográfico, la televisión dio una rápida respuesta a los terribles atentados, ya sea de una manera más directa (véase la franquicia CSI New York [Zuiker & Mendelsohn & Donahue, 2004-presente]) o a través de subterfugios más disimulados (ahí está The Sopranos [David Chase, 1999-2007]). No hay serie pequeña en cuestión de ideología, dijo el propio Fernando de Felipe, y desde luego Iván Gómez hizo buena gala de ello: la segunda de estas ponencias nos puso ante los ojos la densidad del discurso político dentro de algunas series, ya sea The Wire (David Simon, 2002-2008) o Rubicon (Jason Horwitch, 2010), haciendo un llamamiento a una aproximación transversal y multidisciplinar. Exponiendo con lucidez la profusa investigación de fuentes que recorre la espina dorsal de algunas series, los oyentes pudimos comprobar cómo los fotogramas de estas series quedan recubiertos por la complejidad propia de la realidad.

No podía faltar, evidentemente, una aproximación a la configuración de la “caja tonta” como objeto de culto, a cómo se ha desarrollado este respeto creciente por un medio “popular”: con desparpajo y gran didactismo, Concepción Cascajosa, adquiriendo los ropajes de una arqueóloga televisiva, fue desenterrando los precedentes que nos han allanado el camino hasta la actual veneración por las series. A través del díptico televisión de culto (con Buffy, the Vampire Slayer [Joss Whedon, 1997-2003] como bandera) vs. televisión de calidad (en este caso, The Sopranos) la ponente dio un zarpazo a la construcción de un canon: la necesidad de conjugar Battlestar Galactica (Ronald D. Moore, 2003-2009) junto a Treme (David Simon & Eric Overmyer, 2010-presente) es una tarea obligatoria para entender la dimensión real de la situación televisiva actual. El discurso académico, como este simposio ha demostrado, ha de construir un diálogo plural que dé cabida no sólo a esas series concebidas como estandartes de la calidad artística/estética sino también a todas aquellas que parecen escapar a esta etiqueta: la armonía debe procurarse en la diversidad.

Raquel Crisóstomo nos ofreció una charla sobre el imaginario colectivo serial: la cuestión en torno al fan, los nuevos héroes... Y, lo que es más interesante, la narrativa “transmedia”, es decir, el desarrollo de hilos argumentales que se desprenden y que se desarrollan en medios paralelos a la televisión, alimentando los juegos intertextuales y dotando de organicidad al universo de la pantalla catódica. Todo ello prefiguró el escenario en el que participarían Javier J. Valencia, Joan Marimón, David Broc y Aurora Oliva: un escenario en el que se abrieron preguntas que se mantendrán en el aire durante mucho tiempo: ¿estamos en una (nueva) Edad de Oro de la televisión? ¿Cómo se ha visto alterada la recepción a través de las series? ¿Se puede seguir hablando de autoría dentro de este universo? ¿Podríamos conformar un canon? Con todo lo dicho, con las nuevas ventanas que se abren, con el camino que nos queda por recorrer en una selva prácticamente virgen (al menos en España) no me dirán que no es preciso seguir abriendo espacios críticos donde aproximarnos a un mundo que nos habla, cara a cara, desde el interior de nuestro hogar, desde nuestra intimidad colectiva.

Notas:

  1. En Contrapicado, por ejemplo, el compañero Manuel Garin realizó un primer acercamiento en un "Dossier de series norteamericanas contemporáneas" que analiza Twin Peaks, Los Soprano, Lost, Carnivàle, Deadwood, Heroes, 24 y Alias
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La pequeña ilusión… o por qué recordaré ‘Super 8’

Super 8 está hecha de imágenes que narran. Como en el gran Hollywood, la película narra en y desde la imagen, las ideas surgen de lo visual. Imágenes que eran historias antes de convertirse en ningún guión. Un niño que mira a su padre frente a otro hombre, un niño mira un colgante con la foto de su madre muerta, un niño mira a una chica, la chica le mira, le hace esperar y puede que le devuelva la mirada, el niño mira entonces el reflejo de un monstruo, lo reconoce, le hace abrir los ojos. Los personajes no hacen más que mirar, es su mirada –la mirada de Joe y Alice- la que regula el pulso delicado y frenético, aéreo y subterráneo de la película. Se nota que Abrams aprendió a mirar con las películas de Spielberg, pero lo que sorprende es hasta qué punto esa mirada es autoconsciente en Super 8, cómo disemina imágenes y se ilusiona.

Super 8 es un manual de lenguaje cinematográfico, sin imposturas. Da gusto ver a un cineasta tanteando distancias entre sus actores, probando miradas en distintos sitios y a distintos tiempos, aguantando el plano. Abrams se vuelve pequeño y juega a colocar a sus actores, montando la maqueta del futuro cineasta, haciendo a los niños situar la cámara, esperar y mover todo el tinglado. Late, en esos intercambios de mirada, y en esas medidas entre cámara y personajes (Alice y Joe, plano/contraplano), aquel fulgor íntimo que obsesionó a los clásicos y señaló rupturas a la modernidad. Se rueda en Super 8 a la americana, mirando a la chica de la granja de al lado como en A Romance of Happy Valley (D. W. Griffith, 1919) y El sargento York (Howard Hawks, 1941), de la puerta de al lado como en Sinfonía de la vida (Sam Wood, 1940), Stars in My Crown (Jacques Tourneur, 1950) o ¿Quién llama a mi puerta? (Martin Scorsese, 1967) y hasta de la hamburguesería de al lado a lo Hola, mamá (Brian de Palma, 1970). Abrams usa la posición como figura expresiva, pone un personaje al fondo y, sin palabras, sostiene una escena tan frágil como la de Alice y Joe viendo las cintas de su madre, con la niña respirando en primer término, a nuestra izquierda, y el chico mirando al fondo de la habitación. Luego está la fragmentación y el plano detalle, el guardapelo de Joe con la foto de su madre, que se remonta a los campos de algodón de Griffith, con aquel retrato de Lilian Gish en el relicario de El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915), corte, y plano detalle, boy sees girl.

Super 8 es un experimento de guión triple, mezclado no agitado. La película trabaja sobre tres planos/contraplano que son tramas y pequeños dramas de andar por casa. Está el boy meets the other clásico de Spielberg -el de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y E. T. El extraterrestre (Steven Spielberg, 1982)- pero también el boy meets father -que viene, vía intravenosa, de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977)- y sobre todo el boy meets girl… la gran apuesta. Si comparamos Super 8 con el imaginario ochentero que celebra, vemos cómo Abrams experimenta e integra lo que normalmente narraban aquellas películas (el niño y lo otro) con lo que parcialmente sugerían (el niño y la chica) y lo que casi nunca tocaron (el niño y la madre muerta). Aquí no sobresalen grandes planos “formalistas” porque se están haciendo muchas cosas a la vez, no se recrea en un instante poético -aunque sabe construirlo y sostenerlo- porque quiere enlazar con dos o tres historias paralelas que amplíen sus imágenes y su narración, espoleando esa economía del plano, contundente, a la manera del Hollywood clásico. Siente uno que si algo pasó del beso de El hombre tranquilo (John Ford, 1952) al de E.T., por ósmosis quizá, algo ha pasado ahora de la mirada de Spielberg a la de Abrams, generación a generación.

Super 8 es una maqueta de los ochenta montada en 2011. La película de Abrams no es una copia del Hollywood ochentero, no calca sino que se posiciona y convierte el amor y la pasión por aquel cine en algo nuevo (quien esperase un viaje nostálgico se habrá llevado un chasco). Las citas pasean: el profe negro de Gremlins (Joe Dante, 1984), las mentiras oficiales de Encuentros..., el tacto de E. T., la risa pandillera de Los Goonies (Richard Donner, 1985)… Pero Super 8 tiene otro tempo, ideas distintas, quiere mostrarnos cosas nuevas desde lo que todos sabemos, crear su propia maqueta.

Super 8 se quita importancia, cuida a su espectador. Hay momentos de esa celeridad cómica que los Sturges, Capra, Hawks y Tashlin utilizaban para “rebajar tono” y tirar millas. Eso de tropezarse con algo, reírse de lo que ha dicho el amigo de al lado y -sobre todo- meterse con él, una especie de locura cercana que lleva a los niños de Super 8 en volandas (Smartins y su vómito perpetuo, las patatas que le tiramos al gordo, ‘production value’, ‘I’m directing’ y otros arranques de genio infantil). Una forma de tratar a los personajes que incluye al espectador, que pone en boca de los niños cosas que pensamos o que estamos a punto de pensar y nos acercan.

J. J. Abrams disfruta dirigiendo, además de ideando y escribiendo. El creador de Alias (J. J. Abrams, 2001-2006) nos ha acostumbrado a verlo como un narrador-productor, alguien que piensa y lanza imágenes e historias más que como un director que prueba, aguarda y rueda. En Super 8, además, lo vemos disfrutar con esos dos niños milagro, Joel Courtney y Elle Fanning, con aquello de las distancias y los tiempos. Como ocurrió con De Palma en los 70, y con Spielberg de otro modo en los 80, J. J. es y seguirá siendo blanco de la envidia de algunos, cinéfilos de pose, víctima del chaqueterismo crítico. Mientras, da gusto verle coger la cámara y esperar, como Joe Lamb en Super 8.

 
[Esta entrada es una versión reducida del texto original, cuya extensión no nos permite publicarlo aquí en formato blog. Incluimos este extracto para avivar el debate ligado al estreno de la película hace apenas unos días. El texto completo aparecerá en el próximo número de la revista en Octubre, Contrapicado nº42. Los editores]
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