Archivo mensual: marzo 2012

‘¡Vivan las Antípodas!’ (Victor Kossakovsky, 2011)

Los polos opuestos se atraen

“No todo el que tiene una cámara es cineasta”, apostilla Victor Kossakovsky nada más empezar su masterclass (celebrada dentro del festival DocsBCN), y todos los asistentes parecen asentir para sí mismos mientras su mirada les presta atención. Parece estar escrutando las reacciones de la gente de la misma manera que lo hace el objetivo de su cámara, esperando captar ese momento preciso que, como ocurre en todos sus filmes, aparece como la recompensa de una espera paciente y humilde ante la realidad. “Cuando uno es cineasta ha de hacer posible la unión de todo el público para asegurar que siente lo mismo observando las imágenes que el cineasta cuando las filma”, dice Kossakovsky, y acto seguido relata cómo en Argentina vio a un hombre pescando. El hilo de su caña se perdía dentro del agua. Entonces imaginó adónde iría a parar si ese hilo fuese infinito y atravesara la Tierra hasta llegar al otro extremo del planeta. Al otro lado del mundo, en Shanghai, había una mujer vendiendo pescado. En un planeta cubierto por agua casi en su totalidad, son pocos los lugares terrestres que tienen antípoda y esa circunstancia fue la que lo motivó a unir esos lugares remotos a través del cine.

Esta, su última película, aparece de este modo como una muestra de cine que se para a “contemplar sólo lo que importa” (según palabras suyas) y a la vez como una suerte de virtuosismo artesanal que consigue un extraño equilibrio entre la búsqueda de la imagen idílica y la revelación de una lejanía. Esta lejanía sólo se percibe cuando Kossakovsky, por medio siempre de un motivo visual, relaciona conceptualmente dos puntos geográficos ubicados en las antípodas el uno del otro, pero que después de pasar por el objetivo de su cámara se muestran sorprendentemente próximos, unidos con fascinante naturalidad. En ¡Vivan las Antípodas! las imágenes de Kossakovsky se ubican en una tensión constante entre la decisión consciente por el encuadre pictórico y la intuición narrativa de vocación realista. Esa bipolaridad sustentada en la complementariedad de las situaciones en cada uno de los dos puntos opuestos del mundo se erige en punto de partida no sólo válido, sino también necesario para su desarrollo narrativo.

Los polos opuestos se atraen. Así, las ocho “historias” que tienen lugar en el film, más que narrarse de manera lineal, se nos muestran agrupadas en parejas (cada lugar con su antípoda) desde el contraste producido a partir de sus imágenes, que se van intercalando aleatoriamente durante el documental. Es significativo, pues, que aparezca en el inicio del film una bellísima imagen que metaforiza, y de qué manera, el espíritu que subyace en el resto del metraje. “El mundo está girando, pero ellos siempre están debajo de nosotros”, oímos de uno de los habitantes de Entrerríos (Argentina) que aparece en el documental, y al mismo tiempo la imagen del paisaje de Entrerríos, partida por la mitad de manera horizontal, empieza a rotar sobre el centro hasta completar 180 grados, y pasa a ocupar, invertida, la mitad inferior de la imagen para que su antípoda, Shanghai, en un movimiento inverso, pase a ocupar ahora la mitad superior. A su vez, se nos introduce un plano digno del mejor cine de acción en el que se nos muestra el frenético tráfico de la ciudad china mientras la cámara rota verticalmente sobre su eje y, como espectadores, nos sentimos como en una persecución por las calles de San Francisco. En otro momento posterior tiene lugar un travelling “aéreo” a ras de suelo, por encima de las rocas que se funden por la lava de un volcán en erupción de Big Island (Hawái) para detenerse sobre la roca fundida que, por encadenado, nos lleva a la piel mojada de un elefante que una niña contempla en Kubu (Botswana).

Huelga decir que el artefacto no resulta para nada artificioso, ya que Kossakovsky, de puro artesanal, lo integra de manera fluida en el registro formal y, en su equiparación de las secuencias más dinámicas con el plano más estático, la película gana en coherencia, pues esa tensión entre extremos geográficos se conforma visualmente. Es así como los brillantes hallazgos visuales pueden resultar sofisticados en su ejecución, cuando en realidad son producto de una ingeniosa elaboración artesanal muy favorecida por la maniobrabilidad de su cámara digital y de una magistral agudeza visual que se traduce en la habilidad de su director en introducir el movimiento en los planos reposados, muy deudora de Aleksandr Sokurov, acreditado no por casualidad al final del documental. En ¡Vivan las Antípodas! se hace expresiva la idea de frontalidad derivada de la búsqueda de una visualización, que alcanza su punto culminante en las imágenes tomadas entre Castle Point en Nueva Zelanda y Miraflores en Madrid, donde una ballena varada en la playa del primer enclave encuentra su réplica en el segundo en una gran roca esculpida azarosamente por el tiempo.

Como en Belovy (1994), Kossakovsky infiltra la cámara en un universo herméticamente íntimo pero que deja fluir la realidad de una manera solemne y se limita a descubrir, primero para sí mismo e inmediatamente para nosotros después, la insondable casuística que sólo puede concretarse en imágenes. De ahí que los únicos diálogos que aparecen en el documental sean aquellos que surgen de manera espontánea y de los que se podría prescindir tranquilamente, pues con ellos sólo se relata un curso de los hechos ya mostrados en el aspecto visual. Y como ocurre en Svyato (2005), Kossakovsky parece interesado en mostrar lo que acontece a cada uno de los dos lados de ese espejo que somos nosotros, los espectadores, que aportamos una visión equidistante sin la cual ese juego entre extremos pierde sentido. Es por eso que en algunos pasajes de ¡Vivan las Antípodas! recurre al motivo visual de mostrar invertido un paisaje mediante su reflejo en el agua (en los pasajes ubicados en la Patagonia de Chile), u objetos bocabajo como si estuvieran del derecho (el coche cercano al lago Baikal, en Rusia), e incluso se atreve a colocar la cámara en una inclinación de 90 grados con respecto al eje vertical para que la Luna sea capaz de “caerse” por la ladera de una colina.

El hecho azaroso forma parte de la poética de Kossakovsky y del gesto que toma su cámara cuando la emergencia de una variación irrumpe súbitamente sobre la realidad, alterándola, embelleciéndola, arrebatándola de la rutina y volviéndola anecdótica, sorpresiva, vívida, para que se haga, si cabe, aún más realidad.

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