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‘Her’ (Spike Jonze, 2013)

Imágenes de una melodía ausente

¿Cómo plasmar en imágenes algo que escapa a cualquier representación, algo que hace de la ausencia su principal visibilidad? O, dicho de otra manera, ¿cómo mostrar en imágenes la soledad, el aislamiento, en una sociedad hipercomunicada donde lo virtual y lo real comparten lazos de unión? Her, la última película de Spike Jonze, lo hace relatando una de las historias de amor más peculiares que la historia del cine nos ha podido deparar: Theodore (Joaquin Phoenix) se enamora de Samantha (Scarlett Johansson), un sistema operativo basado en una inteligencia artificial que toma cuerpo en una voz femenina.

Lo sé, puede parecer una premisa que linda con lo ridículo, lo naif, y lo es, pero la maestría a la hora de desarrollar el guión y de plasmar en imágenes una relación basada en el vacío, en la imposibilidad de llegar al otro, de palparlo, hace que la película alcance una plenitud pocas veces vista en pantalla. Para ello, Jonze conjuga perfectamente unos exteriores fantasmagóricos, en una ciudad que pertenece a ningún lugar, que podría ser todas las ciudades, con unos interiores fríos provocando que la atención del filme se centre en el poder de la palabra, en su capacidad evocativa. Y es que todo el filme es una larga carta de despedida, un largo lamento en forma de epístolas firmadas en el aire: no en vano, el oficio de Theodore es el de escribir cartas para terceras personas a las que no conoce. Escritas todas ellas con una calidez, una proximidad que hacen visible la capacidad del personaje de vivir otras vidas a través de la palabra. Alejado de su propio cuerpo, Theodore es capaz de vivir y sentir emociones más reales que las que su propia vida le depara. Por ello, cuando una entidad incorpórea como la de Samantha, eco y reflejo del propio protagonista, entra en contacto con él, la unión de cuerpos desubicados es capaz de darles un espacio propio, próximo y lejano. Una posibilidad de crearse mutuamente, de cincelar el mundo y la vida, de representar una obra que visibilice lo intangible.

Ahí es donde radica el centro del filme, en la incapacidad de crear imágenes que capten aquello que va más allá de la propia representación. Samantha compone melodías para tratar de expresar algo que, como ella misma dice, va más allá de las palabras, se escapa de la comprensión. De la misma manera, Jonze trata de buscar una imagen perdida en los límites de la palabra. Fijémonos, si no, en cómo plantea los dos encuentros sexuales entre los protagonistas: por un lado, mediante un fundido a negro en el que las voces adquieren total protagonismo; por otro, Samantha encuentra a una mujer dispuesta a servirle de intermediaria corporal y mantener relaciones sexuales con Theodore, una situación que se resuelve de manera insatisfactoria para todos los presentes. Dos planteamientos que desembocan en una misma idea: la imposibilidad de encontrar esa imagen en fuga.

Sin embargo, una escena final del filme se aproxima fugazmente a esta figuración de lo invisible: Theodore habla con Samantha y la cámara nos muestra el contraplano en el que sobrevuelan pequeñas motas de polvo, moviéndose según las palabras del protagonista esculpen el vacío, creando una danza que quizás ponga imagen a esa música imposible que el filme trata de mostrarnos. En ese espacio infinito entre las letras que componen esta carta de amor es donde Spike Jonze ha puesto su mirada. No podremos poner imágenes a las palabras ni palabras a las imágenes, pero buscarlas es lo que hará que todo adquiera sentido. Asumir la pérdida es recuperar lo perdido.

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‘The Master’ (Paul Thomas Anderson, 2012)

El desierto inundado

The Master se abre con una imagen que permanece latente a lo largo de todo el filme, una imagen que reaparece varias veces y que vuelve a esconderse tras los cuerpos de Freddie Quell (un soberbio Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman): la imagen del mar, de sus aguas tranquilas y apacibles atravesadas por la furia maquinal de un barco. Su espuma poco a poco va inundando la imagen, rompiendo la serenidad del océano con una violencia que destruye su melodioso transcurrir. Esta imagen bien pudiera ser el retrato de Quell, un ser azotado por su animalidad, su bestialidad sedienta de líquidos con los que saciar su agonía: bien podría beberse los mares y, aun así, sentir la necesidad de un trago más.

Sería erróneo describir la nueva obra de Paul Thomas Anderson como una crónica sobre el nacimiento de una secta: se trata de un retrato del poder, la locura y el deseo. La película nace de la colisión entre dos cuerpos: el encorvado y demacrado Freddie Quell, quien vuelve al “hogar” tras la Segunda Guerra Mundial, y el orondo y prominente Lancaster Dodd, quien se cree poseedor de un conocimiento revolucionario. Dos seres enfrentados a una sociedad que los rechaza y los tilda de desviados, dos personajes que se necesitan para poder mirarse y reconocerse, dos almas gemelas que fagocitan sus existencias y reclaman el centro de la imagen para sí mismos, para liberarse de la prisión en la que ambos conviven.

La puesta en escena de P.T.A. absorbe esa energía que nace de los delirios de Quell/Dodd y consigue inocular en el espectador una mirada febril y desconcertada, una visión turbadora y sugerente: no habrá respuestas ni descanso, sólo una desasosegante sensación de fundirse en el abismo, de habitar en los márgenes de sus imágenes (en esa pared y esa ventana que Quell toca durante horas y en las que consigue ver y deshacer la totalidad del mundo). Las imágenes que Anderson ha creado consiguen abocarnos hacia una huida constante. En este sentido hay dos escenas en el film que despuntan sobre las demás: dos fugas; la primera, tras huir de una barraca en la que un anciano cae enfermo por la bebida que el protagonista le ha preparado; la segunda, en la que Quell acepta el desafío de Dodd de llegar, con una moto, tan lejos como uno mismo se proponga conduciendo a la máxima velocidad posible. Más allá de que las dos secuencias están rodadas asimétricamente (de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, respectivamente), lo esencial es el sonido: mientras en la primera impera un silencio en el que se ahogan los jadeos de un aterrado Quell, en la segunda el rugido de la moto confirma la bestialidad del protagonista, quien asume su condición de outsider que le llevara a recorrer caminos ignotos, imposibilitándole el poder volver al hogar. Su vida estará en los márgenes [1].

The Master es el relato del vacío y la soledad. El océano con que se abre el film y el desierto que aparece en sus imágenes finales no son más que el reflejo de un mismo laberinto en el que la totalidad es igual que cada una de sus partes: el agua y el polvo, la plenitud y la oquedad, Dodd y Quell. La soledad es una playa en la que la arena consume los deseos de volver a un lugar que nunca nos ha pertenecido: el hogar. El retorno es imposible, puesto que no hay hogar: tanto Freddie Quell como Lancaster Dodd están condenados a vagar como dos palomas que sobrevuelan un desierto inundado.

Notas:

  1. A propósito de esta idea sobre la imposibilidad de regresar al hogar, la compañera Mónica M. Marinero relacionaba hace pocos días la última película de Kathryn Bigelow, La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), con The Master, de Paul Thomas Anderson, en un texto titulado precisamente “Nunca volveremos a casa” (leer el texto). 
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