Archivo mensual: octubre 2013

Proyecto para un nuevo siglo

Festival de Cine de Vila do Conde

Una de las tragedias de esta segunda década del siglo en la que nos encontramos es que el pasado, el siglo XX, sigue representando doblemente el estatuto de tradición y el de modernidad. Lo ‘contemporáneo’ comienza en la década de los 70 del siglo anterior, incluso antes si prestamos atención a la continua labor de arqueología de la heterodoxias y contraculturas a las que miramos casi obligados, compelidos a rescatar a los outsiders que se enfrentaron al sistema con más tenacidad, valor y autenticidad que la que nos proponen las revistas de tendencias actuales. Como tradición, el papel del siglo XX es demoledor a la hora de reflejar un estímulo, pues los sucesivos proyectos de esos cien años fueron, uno tras otro, enmiendas universales a las tareas de la humanidad que por ahora no somos capaces de igualar colectivamente. Todo lo que intentamos es pequeño respecto a eso. Ante su perspectiva lo nuestro es un reflejo lejano, una última onda de la piedra en el agua. Y como modernidad nuestra tragedia es que se da por descontado que sólo puede ser heredera de los que primero rompieron con todo. No estamos autorizados a reclamar que nuestra creaciones hayan nacidos sin padres. El siglo XX dura a día de hoy 113 años.

En el cine, un arte que nace sin madre, fecundado in vitro por la tecnología, el siglo comienza en 1895. En estos 118 años se ha comenzado muchas veces un nuevo tiempo y nuevamente se ha abandonado. La industria ha ido exigiendo progresivamente que los autores caminasen sólo un paso por delante del público. Y si el público deseaba ir mucho más lejos había que situarse en su retaguardia, alertando de la falta de provisiones y de las hondas trincheras excavadas por el enemigo. La velocidad de los cambios estaba íntimamente relacionada con la celeridad o la lentitud con la que podían fabricarse y comercializarse nuevos productos. Así que para ver realmente hasta donde podían llevarnos unas imágenes proyectadas en una pantalla ha sido inevitable mirar al cine que se hacía por fuera de la industria, lejos de los canales de explotación. Y ahí hemos pasado muchas horas asistiendo a la rémora de todos los pasados posibles e imposibles del cine, pero también hemos encontrado obras de arte irrevocables que anticipaban ese siglo que está por llegar.

El Festival de Cine de Vila do Conde es un privilegio para los que quieren adelantarse a los tiempos que vivimos. Este año el programa contenía un ciclo dedicado a uno de los autores esenciales del cine de vanguardia, Bill Morrison. Además, es uno de los escasos festivales de importancia en el mundo que tiene toda una sección a concurso de cine experimental. Y todo eso se completaba con varias instalaciones, repartidas en las diferentes sedes, de obras audiovisuales del propio Morrison,  Daïchi Saïto y Gustav Deutsch, los tres jurados de esa sección y los tres presentes en Vila do Conde.

El premio de la Competição Experimental fue para una muy interesante película de las directoras indias Shumona Goel y Shai Heredia. I’am Micro (2010), planteada como un homenaje y una llamada de auxilio sobre la desaparición del cine independiente de su país. Goel y Heredia elegían como sujeto susceptible de interpretación la abandonada factoría de la empresa National Instruments Ltd. de Jadavpur, Kolkata, (fabricante de la última cámara analógica construida en ese país, la National 35). Hay que señalar que, según hemos comprobado, esta obra ya fue premiada por un jurado del que Daïchi Saïto era miembro, concretamente el del Festival 25 FPS, de Zagreb celebrado algunos meses antes que Vila do Conde. Al margen de eso el metraje penetraba con una sucesión de planos de los talleres de la fábrica en la interesante sugerencia de que la tarea de los formatos clásicos del cine iba a concluir inacabada, como una muerte temprana que nos arrebatara de la vida cuando los mejores días están por llegar. Es tan sencillo compartir la pena por la aniquilación de un proceso industrial que implicaba miles de empleos, y también un cierto componente de arraigo a las culturas locales, como celebrar la democratización de todo el proceso gracias a los formatos digitales y el avance tecnológico. Pero de cualquier manera somos conscientes de que aquella forma de hacer cine implicaba una dura pugna entre lo perfecto y lo imperfecto, entre lo posible y lo cinematográfico, y que para bien o para mal la dificultad restaba potencias creativas pero tenía el valor añadido de convertir en realidad lo que a menudo era una proeza imaginada durante un sueño.

Montaña en Sombra (2012), del gallego Lois Patiño, fue una de las piezas fundamentales de la sección y una muy justa aspirante al premio. Los que recuerden algunas de las maravillosas portadas de Gérald Minkoff o Daniella Nowitzki para el sello ECM (por ejemplo la de El Arte de la Fuga, interpretada por el Keller Quartett o la del Unarum Fidium de John Holloway) tendrán en la cabeza esos paisajes nevados donde la tierra o los hombres, sus huellas o sus sombras, son elementos invasores a una pureza que existe pese al rastro que deja lo humano en sus superficie. Lo herido no es el hombre que se enfrenta con la naturaleza sino la naturaleza misma que se opone a dejarle paso. En la película de Lois Patiño las siluetas, tomadas desde la lejanía, pertenecen a unos esquiadores que cruzan la montaña en una demostración que hemos visto pocas veces en el cine, tan dado a la épica. El esfuerzo comercializado, nos viene a decir Montaña en Sombra, se vuelve una rutina, la lucha corre el riesgo de convertirse en algo mecánico e intrascendente, el recreo es vano, casi fordista, la superación es imposible y en realidad, vistos con perspectiva, acaso somos insignificantes. El film funciona también como un alegato ecologista y no necesita para ello mostrarnos el impacto de los deportes de invierno es los paisajes que los acogen, es suficiente el contraste entre la actividad humana y la cordillera para avisarnos de la fútil dominación que pretendemos al remontarla.

Hemos mencionado a Bill Morrison y bien vale para concluir hacerlo con una de sus obras maestras, Decasia (2002), que tuvimos el honor de ver en una proyección que contaba con su presencia. Hay toda una caterva de etiquetas dedicadas al cine de Morrison, quizás para sujetarle entre los muros de ese siglo XX del que hablábamos antes, pero la naturaleza de su concepción artística viene adelantando un cine que, lo veremos dentro de muchos años, se transformará en el único que se justifique más allá de todo en lo que se convertirá esto, ya sea realidad virtual, imágenes interactivas o fusión con el videojuego. El eterno presente, la eterna actualización, en que se muda a nuestras sociedades de consumo, no tendrá rival entre los artesanos, pero el futuro, si de alguna manera benigna somos capaces de trascender ese estadio, es de los que, como el realizador americano, logran darnos un sentido colectivo a través de la memoria y la reinterpretación de los indicios que hemos olvidado. Porque, como en las películas de Morrison, todo es un movimiento circular a bordo de una locomotora, una expedición obligada a redescubrir una y otra vez el contorno de lo que la rodea, conscientes de que es imposible que nos bañemos dos veces en el mismo rio. Una fracción de cambio, una alteración en el orden que nos inscribe, por ejemplo en la asombrosa música de Michael Gordon que logra vincularnos entre aterrorizados y enamorados a lo que vemos en la pantalla, y ese mundo inasible nos parece habitable y mensurable. Si existe un tiempo venidero, lo será porque todo lo que recorremos en él nos será desconocido.

I’am Micro (Shumona Goel & Shai Heredia, 2010).

Montaña en Sombra (Lois Patiño, 2012).

Decasia (Bill Morrison, 2002).

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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (26-27-28/09/2013)

Grietas profundas

Entre nosotros existen genios y locos, pero todos acabamos por ser humanos, por estar hechos de la misma manera. Las estructuras internas de lo que se puede llamar intelecto, corazón, alma, entre otras entidades incorpóreas no verificadas dentro de nuestro ser, funcionan de forma similar en todos, aunque cada persona tenga unos ritmos y texturas particulares. En estos mecanismos internos contemplamos, por desgracia, imperfecciones, grietas que pueden aparecer por un motivo más o menos evidente, y desviar el funcionamiento de su cadencia usual.

En la recta final del Festival de San Sebastián nos aproximamos a obras que exploran figuras muy humanas, figuras que por su carácter mortal han sufrido pequeños derrumbamientos de piezas clave en su interior. The Young and Prodigious T.S. Spivet (L'extravagant voyage du jeune et prodigieux T.S. Spivet, Jean-Pierre Jeunet) trata el asunto con una delicadez adorable. T.S., un jovencísimo inventor y cartógrafo de 12 años que vive en un rancho de Montana, recibe un día una llamada del Smithsonian Institute de Washington. Quieren premiarlo por la aportación que ha hecho a la ciencia diseñando una máquina de movimiento perpetuo, y el niño decide cruzar el país sin decírselo a su familia para recibir el premio. En un colorido y ameno relato en 3D que se permite saltos lúdicos entre diferentes momentos de la vida del chico, iremos descubriendo que la lucidez de T.S. ha sido asombrosa desde temprana edad, a cada paso con experimentaciones más imaginativas. El caso es que, tiempo atrás, en la práctica de una de sus hipótesis, algo salió mal. Un error imprevisible hizo que su hermano se volara la cabeza con el rifle de su padre. Y eso era algo que T.S. no esperaba que sucediera.

El recuerdo de su hermano, un pequeño cowboy alegre, frecuenta la consciencia del protagonista, remitiéndole al suceso rompedor. La genialidad de T.S. no nace del trauma, sino que se ve turbada por éste. La frágil contención emocional que consigue ejercer el niño permite que continúe su viaje sin perder el ingenio. En cierto modo, la muerte de su hermano lo saca de una obstinación ciega por descubrir y modelar el mundo, y lo hace más humano, más vulnerable como el niño que en el fondo es.

En ocasiones, estas lecciones que avivan las grietas psicológicas conllevan fuertes dilemas morales. En Jeune & jolie (François Ozon), Isabelle, una joven de belleza arrebatadora y angelical, ejerce de prostituta de lujo por voluntad propia después de quedar desengañada en su primera experiencia sexual con un chico de su edad. El poco afecto con el que él la trata después de robarle la virginidad hará que la chica se sumerja en un estanque de experimentación sexual autodegradante por mero despecho. Su consciencia en el acto de vender su cuerpo pone a los hombres de mucha más edad que la usan en una posición incluso más denigrante. La aceptación indiferente de Isabelle y la contraposición de su belleza pura con la necesidad de satisfacer un deseo sucio con dinero hacen que el hombre, aquel que ha pagado, sienta, aunque sea en una pequeña proporción, el desmoronamiento de los últimos rastros de nobleza en su interior.

Aunque ella crea estar llevando a cabo su venganza contra el género masculino, topará con un hombre que le dará algo más que dinero como pago por sus servicios. La devoción que le llegará a profesar este anciano removerá los pilares de sus principios, replanteándose el auténtico propósito de su hazaña. Más que nada, lo que la grieta de su primera relación le ha causado ha sido una búsqueda atípica de cariño, una búsqueda que ha fructificado en algo inesperado, encontrando una flor vieja en medio de un mar de putrefacción masculina carbonizada.

En una línea semejante, pero con consecuencias más graves, está la protagonista de La herida (Fernando Franco). Esa herida del título, esa grieta primaria queda fuera de campo, viene del pasado y podemos deducir que tuvo lugar en algún punto de la relación con su padre. La protagonista sufre un trastorno psicológico que le provoca episodios de ansiedad y una conducta maníaco-depresiva. Está claro que necesita ayuda, y eso es lo único que pide pero que nadie parece entender. Sus arranques autodestructivos, la autolesión y el comportamiento errático e inestable no son más que señales de alarma, misivas de S.O.S. a todo el mundo, sea amigo, familiar o ex novio. Para ella, esa es la única forma de dar a entender que necesita ayuda para curar la grieta que la sacude desde su interior. Esa impotencia de la comunicación emocional hace todavía más profunda la herida, la desesperación ante unas fachadas sociales incapaces de dedicar una mínima atención a sus gritos de ayuda.

Es posible que, en ocasiones, el trauma se agravie, se contagie del propio mal que lo ha causado y explote no sólo hacia uno mismo, sino hacia los demás, como venganza. En Prisoners (Denis Villeneuve) encontramos esta disfuncionalidad interna por partida doble. Por una parte, el enfermo que secuestra a las niñas tiene de forma inevitable algo que no funciona correctamente en su interior. Villeneuve intenta crear una psicología perversa para el misterioso personaje, una estructura mental laberíntica que vaya a la par que la trama, con un camino sinuoso y encontrando constantemente vías sin salida.

Por otro lado, en un planteamiento mucho más interesante, está el personaje de Hugh Jackman. El secuestro de su hija abre una grieta inesperada en lo que es ser padre para él. No sabe cómo solucionarlo pero hará lo que esté en sus manos para recuperar a su niña. Las sospechas van reptando de un lugar a otro, pero cuando echa las manos sobre lo que cree que lo llevará hasta el final del túnel, no dudará en traspasar los límites. Cuando retiene a su sospechoso número uno en una casa abandonada de su propiedad, la ética queda aparcada fuera, junto a su coche, y transfigura todo su dolor interno en atroces ataques físicos que le den respuestas.

En Mapa (León Siminiani), el autor hace un estudio altamente interesante de la consciencia sobre estas grietas, aunque en una medida muy alejada del dramatismo de la ficción y llevada al más estricto terreno autobiográfico. A partir de una ruptura amorosa, Elías pone en marcha una búsqueda a todos los niveles para encontrar los motivos de sus errores, para encontrar respuestas nuevas a viejos interrogantes y, sobre todo, para encontrarse a sí mismo. Este viaje autorreflexivo nos ayudará a ver con perspectiva cómo, de alguna manera, somos nosotros mismos los que podemos determinar, hasta cierto punto, el alcance de las grietas que se forman en nuestro interior, y ver cómo algunas cosas en la vida tienen una solución más fácil de lo que parecía.

Las formas de externalizar los males de las grietas internas, como hemos visto, son muy diversas. Pueden volverse contra nuestro propio cuerpo o dignidad, amenazar nuestra lucidez o poner en peligro nuestra integridad física y la de otros, pero también convertirse en un motivo de introspección personal que puede acabar enriqueciendo la propia experiencia vital. Sea del modo que sea, cada acontecimiento traumático provoca un tipo diferente de brecha de difícil reparación, y la única forma que los humanos tenemos de intentar combatirlas es externalizar esos males. Y parece que hacer películas sobre ello también sirve.

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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (24-25/09/2013)

Lobos solitarios

Cuarto y quinto día del festival. En las salas, los cazadores furtivos, lobos y máquinas de matar de violencia irreprimible salen a tomar por la fuerza el protagonismo de algunas de las películas. Wolf (Jim Taihuttu) se aposenta cómodamente en los patrones canónicos del film deportivo: Majid, un joven boxeador árabe que vive en los suburbios de una ciudad holandesa, empieza a ganar reputación en el submundo deportivo. En cuanto a su vida personal, la relación que lleva con sus padres es más bien tensa, tiene encuentros casuales con su exnovia Tessa y comete pequeños delitos organizados con su grupo de amigos. En un ambiente cargado de contrastes hostiles, propio de una mezcla entre Toro salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980) y El odio (La haine, Mathieu Kassovitz, 1995), la estética del noir urbano pende por encima de todo como una premonición fúnebre de sangre. Uno de los peces gordos del crimen organizado se interesará por él y lo patrocinará como boxeador, concediéndole la posibilidad de llegar a la liga profesional. Todo a su alrededor parece jugar en su favor, se trata de una apuesta muy arriesgada que él cree poder controlar por sí solo, pero que se le puede girar en contra en cualquier momento, y por el lado más inesperado.

En este panorama de peligrosa ambición, parece obvio que cualquier acción inapropiada puede desembocar en una represalia, ya sea procedente de la mafia o como acción de las fuerzas de la ley. No obstante, Majid ignora todo esto. Para él, su poder físico y determinación lo convierten en todopoderoso. Y es esa misma convicción convertida en un instinto furioso lo que hace que su omnipotencia se torne real. Anda solo por las calles del suburbio, por los rings de boxeo, es amo de los dominios que se le antojan. Su violencia conquista por asalto la de aquel que se le oponga. Prácticamente reduce a una masa pulposa la cara del tío que va con su antigua novia, y hace sucumbir incluso a los miembros de otra mafia en un intercambio comercial, imponiendo sus propias reglas. El entorno poco amigable en el que ha crecido ha propiciado su actitud, pero ésta es al mismo tiempo una elección voluntaria. Su violencia es la del lobo solitario por convicción propia, por creencia en su potencial de dominación.

Si nos paramos a observar Caníbal (Manuel Martín Cuenca, 2013), encontraremos también la filosofía despiadada del cazador, pero en una vertiente mucho más cruda. El personaje de Antonio de la Torre, Carlos, es un elegante sastre de pueblo que, sorpresa, consume carne humana. Uno de los puntos de partida interesantes de esta película es esa suposición previa, dada por hecha, que el espectador sabe de sobras que el protagonista practica el canibalismo. A través de una pausadísima narración episódica, tal vez anclada en exceso en la narrativa literaria, vamos conociendo la dinámica rutinaria del personaje. Se levanta temprano y está en el trabajo buena parte del día; de vez en cuando sale a cazar alguna presa, la cual prepara para su consumición en una cabaña en la montaña; en casa, básicamente cocina la carne (de la cual tiene una nevera llena) sin demasiados complementos, y se la come en una impasibilidad absoluta. A todo este día a día, llegará la intrigante intrusión de una nueva vecina, que tiene problemas con su pareja por asuntos monetarios de familia.

El caníbal mostrará algo de interés por la nueva inquilina, pero su indiferencia sólo se verá afectada cuando aparezca su hermana y las implicaciones emocionales sean mayores. Incluso con el revuelo de un posible amor en su vida, la violencia que perpetra el protagonista sigue siendo la misma. Sólo caza mujeres, y consigue la pieza que ha escogido pase lo que pase. En una secuencia enervantemente magistral, espera durante horas la rendición de una chica que se está bañando desnuda en el mar. Después que el cazador haya matado a su pareja, la espera a ella, que nada desesperada sin otra posibilidad que seguir en el agua. Esa paciencia, esa certeza implacable de la muerte provocada es lo que causa un escalofrío al sopesar al personaje protagonista. Su acción destructiva no explota en el fervor de la pelea, por autocomplacencia, como en Wolf, sino que es absolutamente fría y premeditada.

La violencia de Caníbal es, de hecho, por necesidad biológica intrínseca, por una característica mental que establece que, a su pesar o no, debe consumir carne humana. Esa necesidad anula ya de buen principio la mayor parte de humanidad que se podría encontrar en Carlos, transformándolo en la figura rectificada de un psicópata. Su pulcritud, su obsesión por la corrección y recto funcionamiento y disposición de todo lo que hay en su vida demuestran que el hecho de matar mujeres y comérselas no es más que una parte del trabajo que hay que realizar con meticulosidad. El caníbal necesita la violencia, pero para subsistir, no para hacerse lugar ni defenderse.

En cambio, en A Touch of Sin (Tian zhu ding, Zhangke Jia) encontramos casos mucho más diversos del uso de la violencia. Con un entramado de historias locales en la China contemporánea, acabamos viendo que, la gran mayoría de las veces, la violencia es la única respuesta. Puede que un hombre de pueblo la encuentre necesaria para parar un sistema controlado por unos pocos poderosos y hacer que la gente reaccione, o puede que le haga falta a una masajista para defenderse de unos clientes que son violadores en potencia. En ocasiones, personajes marginales de la sociedad encuentran la única vía de escape a situaciones precarias en hacerle estallar la cabeza de un balazo a quien los esté intentando someter. Este uso de una agresividad justificada por el desamparo se retrata de forma brutal en la película china, con una exaltación del dinamismo y la visceralidad extrema, al más puro estilo Park Chan-wook.

Dentro del mismo tejido de relatos, no obstante, también encontramos lobos implacables que ejercen la violencia como deber insano. Un raquítico hombrecillo abrigadísimo que va en moto no duda en matar de tres tiros certeros a los tres pandilleros que lo asaltan en la carretera, y menos aún en acabar con quien se le ponga por delante cuando se dispone a robar un bolso. Esta violencia ejercida de forma consciente y premeditada, y con el solo fin de imponer un control sobre otro ser, trae de vuelta la ley del salvaje Oeste, que se apodera de las imágenes de una China andrajosa y muestra al mundo las diferentes expresiones que puede tener matar a alguien.

Personajes que van por libre, lobos solitarios, unos que machacan por autocomplacencia en el estimulante fervor de una pelea, otros que cazan humanos por la mera necesidad patológica de consumir esas presas, tantos otros que matan en acto de defensa o liberación, y otros que reparten violencia sádica con impunidad como don de poder personal. Podría parecer fácil juzgar qué está mal y qué está justificado, pero nunca sabemos con qué motivos podemos llegar a encontrarnos para necesitar empuñar la violencia.

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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (22-23/09/2013)

Viajes al conflicto interno

Entre el tercer y el cuarto día aparecen algunas de las joyas más sorprendentes del festival. Al terminar de ver Enemy (Denis Villeneuve) quedo sumido en una especie de confusión entre mística y perturbadora. Con Jake Gyllenhaal como protagonista por partida doble, la obra nos propone un juego identitario perverso: ¿qué haríamos si descubriéramos que existe alguien exactamente igual que uno mismo? El hallazgo de ese doble físico tiene lugar en un Toronto absolutamente despersonalizado, y nos inicia en un relato introspectivo de densidad y opresión palpables, en un ambiente recalentado y amarillento.

La incursión esporádica pero reveladora de algunas imágenes metafóricas que escarban en el oscuro mundo de una feminidad arácnida permite que nos adentremos lentamente en una mente caótica obsesionada por el dominio de algo que no puede controlar. Acabamos entendiendo que, de hecho, la seductora pero endiablada proposición de la idea del doble es una turbia invitación a cuestionarnos cómo está construido el subconsciente humano, a base de deseos y miedos, peligrosos y excitantes a partes iguales.

El viaje que tanto el espectador como el personaje de Gyllenhaal realizan hacia uno de los pilares de la psique humana, el miedo, también se produce en diferente medida en Gravity (Alfonso Cuarón). En ella, Sandra Bullock encarna a una doctora que está en misión en la Estación Espacial Internacional y debe regresar a la Tierra con urgencia por los riesgos de colisión de partículas provenientes de la explosión de otro satélite.

El contexto de la acción ya es de por sí aterrador: un inmenso vacío negro con pequeñas salpicaduras de materia tangible y flotante. No hay prácticamente nada a lo que aferrarse y la supervivencia de la protagonista pende de cuerdas extremadamente frágiles que la retienen de quedar confinada en la gravedad cero. Vivimos una experiencia de angustia y tensión constantes, una vivencia transmitida casi a la propia piel del público, que no podrá hacer más que agarrarse a lo que tenga más a mano y esperar que todo vaya bien. La terrible aventura de la astronauta toma una vertiente altamente psicológica en el conflicto que disputa en su interior. Por una parte, está haciendo lo imposible por seguir con vida, pero es consciente que no tiene nada por lo que vivir. Allá, abajo, en la Tierra, no hay nadie que la espere. El trauma adulto de la muerte de una hija despierta fulgores de desapego a su propia existencia, pero el horror vacuo del espacio exterior hará que entre en una razón mucho más instintiva, la de la autoprotección.

De alguna manera, el viaje externo, la odisea imposible que lleva a cabo para volver a tierra firme provoca una introspección mucho más relevante: la continuidad del relato y de la integridad mental de la protagonista se basan en la simple decisión entre seguir intentándolo o tirar la toalla. Es, en este caso, la realización de un viaje, una escapada imposible la que despierta la confrontación con el miedo a morir, a perderse en la nada, y el consiguiente deseo a aferrarse a la vida, que causará un proceso de renacimiento metafórico de la protagonista. En cambio, lo que Enemy propone es un recorrido inverso, una involución destructiva: la confrontación de un poso denso formado de miedos y deseos activa un relato, un viaje supuestamente hacia el exterior que acabará resolviéndose de forma inevitable en el subconsciente originador.

Ambas obras ponen sobre la mesa unas premisas similares: un conflicto interno en forma de miedos y deseos profundos, y un conflicto externo en forma de viaje, ya sea de búsqueda o de huida. Estos parámetros son puestos bajo presión en direcciones opuestas y en contextos y situaciones tremendamente anormales, considerando la ingravidez del espacio exterior y la aparición surreal del doble idéntico como algo evidentemente anormal. Teniendo cada película un punto de partida diferente, Enemy la curiosidad de la psique y Gravity la necesidad física, se ponen en marcha mecanismos complementarios que chocarán para tejer relatos de aspecto mitológico pero que acarician la posmodernidad con maestría.

El absurdo en el drama social

Otro de los temas interesantes que aparece durante estos dos días es el drama social llevado a lo absurdo. Of Horses and Men (Benedikt Erlingsson), con un humor negrísimo procedente de Islandia, nos da a conocer un mosaico de historias peculiares de las gentes del lugar, siempre con algún tipo de relación con la especie equina. Ya sea el elegante paseo diario de uno de los señores de la región o las andadas de un granjero enemistado con otro, todo acaba en el patetismo extremo de aquello fuertemente real y dramático, pero visto desde fuera, con lo cual acaba siendo altamente risible. Con un sentido del humor destructivo y despreocupado parecido al de Sightseers (Ben Wheatley, 2012), nos acercamos a la curiosa sociedad islandesa desde un punto de vista que expone los hechos reales en bruto, a distancia, con una crudeza sarcástica que desmonta el mecanismo del drama social para llevarlo a una comedia empapada de la absurdidad de lo posible.

Abordado por otro lado, Pelo malo (Mariana Rondón) también plantea temas interesantes respecto a este absurdo filtrado en lo que pudiera ser dramático. La película se ambienta en Caracas, en una zona pobre de apartamentos multifamiliares donde viven Junior, un niño de 9 años, su madre y su hermano pequeño. Junior tiene el pelo rizado, “malo”, según él, y su principal fijación es alisárselo para parecer un cantante. Su comportamiento inconscientemente amanerado alarmará a su madre de forma ilógica, haciéndole pensar que es homosexual. Lo que se plantea es una obsesión irracional de la madre viuda, un drama infundado sobre algo que no merece recibir tamaña preocupación, al menos por el momento. Tratar el tema de la homosexualidad en un entorno de miseria y familia atípica, con la confrontación de sus potenciales inconvenientes sociales, es lo que dota a la obra de ese interés en un drama latentemente absurdo.

Dentro del drama, Pelo malo se ajusta a la dirección de emociones propia de su género, pero al mismo tiempo está planteando una posibilidad, una verdad semioculta que resulta absurda tomada en perspectiva. A diferencia de Of Horses and Men, el absurdo, la pequeña locura irreverente que roe a la madre de Junior, es el hecho que desencadena la puesta en escena del drama. El motivo encerrado del conflicto generacional no es más que una suposición, una actitud paranoide anticipada a algo que todavía no puede estar claro. Por el contrario, la comedia islandesa toma hechos con un gran potencial trágico y pone distancia entre éstos y la mirada. Esa separación estratégica es la que confiere un cariz hilarante al fresco de la sociedad islandesa. Tanto por una parte como por la otra, pues, el drama social se encuentra presente, pero el resultado acaba dependiendo de si se toma como tema a diseccionar o propiamente como género originador de la obra.

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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (20-21/09/2013)

Individualidades únicas

Largas playas azotadas por vientos y olas procedentes del Atlántico; pintorescos espacios de proyección y de visita obligada; una larga lista de obras, mezcladas entre estrenos esperados, trabajos que rozan la decencia y pequeñas maravillas del cine; y ocho días para asimilarlo todo: empieza la 61ª edición del Festival de Cine de San Sebastián, el evento más importante del séptimo arte a nivel nacional.

La mañana del primer día se abre con La jaula de oro (Diego Quemada-Diez, 2013). Un reducido grupo de jóvenes de Guatemala sueña con llegar a Estados Unidos para salir de la miseria de su país, y la única forma de conseguirlo es cruzando la frontera sea como sea, con la inevitabilidad del peligro y la ilegalidad. La película se suma a muchas otras de las recopilaciones de historias basadas en hechos verídicos, siempre con la tragedia de los emigrantes como destino principal, y sólo con destellos inmateriales de esperanza asomando de vez en cuando. El mismo director, de origen español pero afincado en México desde hace 17 años, afirma haber sufrido serias dificultades en su pasado como emigrante, e incluso cuando ya estaba rodando la película estuvo bajo amenaza por la hostilidad del espacio en que se movía. Podríamos catalogar la obra de train movie, por la constante del desplazamiento de los personajes a través de las líneas ferroviarias de forma clandestina. Formalmente, la esencia de planos que en ocasiones parecen improvisados le da un toque de ficción documental, también totalmente anclado al realismo del contenido. Entre los personajes del relato, niños no actores de la Zona 3 de Guatemala, incluso con un indígena tzotzil entre ellos, van naciendo ciertas fricciones que dificultarán todavía más el camino hacia lo imposible. Uno de los grandes logros de La jaula de oro es su capacidad de transmitir sensaciones humanas y hechos reales con el uso de tan pocas palabras, simplemente apostando por la fuerza del mensaje.

Se proyecta este mismo día la última obra de Terry Gilliam, The Zero Theorem (2013), un escape mental de dimensiones siderales ambientado en un futuro desconcertante, que reflexiona alrededor del vacío, de la nada que espera al final de todas las cosas existentes y que supone su único objetivo. En términos más humanos, esta búsqueda se traduce en el personaje irreconocible y mejorable de Christoph Waltz, un informático ultraproductivo y fuera de cualquier tipo de relación humana. Sus únicas obsesiones son, por una parte, entender esa nada, comprender cómo el cero puede equivaler al todo, y, por la otra, recibir una supuesta llamada que le revelará el sentido de su existencia. La misma locura del argumento delata la broma, la estupidez vital que comete el ser humano, ya que buscar el sentido de la vida acaba siendo un sinsentido. El ex Monty Python, como ya hacía con su grupo en El sentido de la vida (The Meaning of Life, Terry Jones y Terry Gilliam, 1983) parece seguir obsesionado con divulgar esta verdad, la de dejar de preocuparse por los asuntos universales que escapan a nuestro alcance y dedicarse a los pequeños placeres de la vida real.

Segundo día del Festival, empezando con Por las plumas (Neto Villalobos, 2013), una especie de comedia del patetismo de la gente que se puede mover por los círculos de las batallas de gallos en Costa Rica. El protagonista es un vigilante de seguridad que sólo quiere tener un bonito gallo, entrenarlo y llevarlo a combatir, más por el orgullo de tenerlo que por el dinero que pueda ganar. Al principio, su obstinación por el animal antes y después de su compra proyecta una cierta idea de onanismo, de constante autocompasión del personaje, de una forma inconsciente y degradante. Más adelante se suman al equipo animador del gallo un niño gordo que quiere dejarse crecer el bigote pero no le sale, una mujer de la limpieza que vende cosméticos como segunda fuente de ingresos y otro vigilante de seguridad, éste totalmente inepto y bastante más desquiciado por la vida. La cuadrilla forma un conjunto patético pero en ocasiones cómico, y es inevitable pensar que el director no pretendía más que reírse de esta gente contando sus miserias cómicas. Se trata de una historia anecdótica, pero que también habla sobre la soledad de estos individuos y cómo intentan remediarla con la compañía mutua, que ya da que agradecer.

Inmediatamente después llega Puppy Love (Delphine Lehericey, 2013), que empieza con un arranque de frescura curioso y muy prometedor, pero pierde algo de fuelle a lo largo del metraje. La obra retrata un estadio vital con total fidelidad: la adolescencia femenina. La protagonista, encarnada por la conseguida Solène Rigot, vive las primeras experiencias amorosas y sexuales. En su vida todo marcha normal, con la típica sensación de tedio, desorientación y amenaza de depresión de su edad. Sus relaciones todavía no funcionan como ella quisiera, y eso le genera serias dudas sobre su propio cuerpo y capacidad. Es entonces cuando conoce a otra chica de su edad, aparentemente mucho más liberada, que la guiará hacia juegos de sexo inconscientes como el amor entre cachorros, algo que sucede sin que los sujetos comprendan plenamente la situación. Las aventuras fugaces de las dos amigas se irán repitiendo, siempre con la nueva amiga como incitadora de lo libertario. Llega un punto en que estas repeticiones se hacen innecesarias, porque no aportan nada nuevo, vuelven a recaer sobre los mismos temas, la determinación de la libertaria y la pasividad de Solène. Esto será hasta que suceda algo que ya no será tan inconsciente, y traerá consecuencias al núcleo de relaciones. Será entonces cuando el auténtico ser de la protagonista saldrá a flote haciendo estallar todo el nihilismo latente de la adolescencia, cosa que le provoca cierto placer en el desengaño prematuro.

Después de comer, en la hora más fuerte del sol, el momento indicado para el film, se proyecta Funeral at Noon (Adam Sanderson, 2013). Se trata de una película israelina basada en una novela homónima, centrada en la figura femenina de un ama de casa joven, interpretada por la impasible y etérea Meirav Gruber, que vive en un aburrimiento doméstico que sólo será sacudido por sus escapadas furtivas y un descubrimiento secreto que la mantendrá en vilo. Sutilmente, se nos habla de una represión silenciosa de la mujer, de una rutina y obediencia que se anhela infringir. Las escapadas de la mujer tendrán un niño acompañante, y este error primerizo llevará a que suceda algo peor. Los mecanismos de la mirada y la representación están muy presentes en estas escapadas, en las cuales se pondrá en marcha un juego de escondites y espacios visibles enmarcados entre tres personajes, con el secreto encerrado en miradas mudas. La fotografía y el ambiente son magistrales, de un toque pictórico despoblado, con ocres y suavidades en el paraje desierto, hogar de la individualidad oculta de la figura femenina. Aun así, en este espacio tranquilo se hará palpable el elemento distorsionador, el que motiva a la mujer a infringir la ley, despertado con una inquietud similar a las que despierta Shyamalan en sus buenos momentos, pero sin el añadido de la ciencia ficción.

Para cerrar el día, la película de animación en 3D Futbolín (Juan José Campanella, 2013), un entretenimiento infantil muy correcto, una especie de Toy Story (John Lasseter, 1995) con la pasión por el fútbol. En algunos momentos se hace necesaria una mejora de la animación digital, pero otros, especialmente trabajados a cámara lenta, suponen momentos de gran espectáculo y diversión. El relato canónico suscita a veces emociones forzadas por la situación, pero acaba resultando un producto muy digerible para terminar la jornada.

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Sitges 2013 – Balance final

Superando la encrucijada, generando muchas dudas

En el balance final que desde esta página hacíamos de la pasada edición del Festival de Sitges destacábamos diversos elementos “problemáticos” que se habían detectado, como los criterios de selección de películas, pero, en resumen, lo que estaba en el centro de toda la discusión era el modelo. Hacia dónde se dirigía el certamen y qué consecuencias podrían derivarse de ello.

Pues bien, si por algo se ha destacado la edición de este año es por haber consolidado diversas tendencias apuntadas ya el año pasado. En este sentido podemos celebrar que la encrucijada, las dudas se han despejado y ya hay una asunción, una postura clara sobre el futuro, sobre lo que debe ser el Festival de Sitges. No obstante clarificar no implica nada más allá de la propia dinámica de funcionamiento, o para entendernos, tener claro lo que hay que hacer no significa que las decisiones tomadas sean las más deseables o que estemos de acuerdo con ellas. En este sentido son varios los puntos a tener en cuenta:

La producción cinematográfica. Conocemos los problemas presupuestarios tanto del festival como del mundo de la cultura en general en España. Por tanto reducir un día el certamen no es objeto de discusión; el presupuesto es el que es y hay que ajustarse. Lo que sí es debatible es cómo, reduciendo el calendario, se decide ampliar secciones y número de películas. Noves Visions se ha subdivido aún en más categorías y la Sección Oficial ofrece más títulos que la del Festival de Cannes. Esto inevitablemente supone que, por un lado, sea imposible literalmente no ya verlo todo, sino perderse sí o sí alguna de las producciones más, a priori, interesantes (por ejemplo Enemy –Denis Villeneuve– tuvo un solo pase). Por otro esta concentración provoca inevitablemente retrasos en las proyecciones que condicionan todos los horarios establecidos creándose los consiguientes solapamientos entre películas. Una vez más todo ello opera en detrimento de las coberturas de prensa.

Sin embargo esto es un problema logístico. Lo más grave es detectar dos tendencias claras en esta ampliación de filmes a concurso. Así tenemos la consolidación de la presencia de lo que podríamos llamar “amigos del festival”. Estas producciones son a grandes rasgos

a) Películas avaladas por la ESCAC. Su finalidad es asegurar que si surge un futuro Bayona (por mentar algún director), es decir alguien exitoso, el festival pueda asegurarse su presencia en futuras ediciones al haber sido “promotor” de sus inicios.

b) Filmes de directores de cierto culto, o poco conocidos en nuestro país. Con algún premio en el palmarés, se busca que repitan en Sitges si hay nueva producción. Red State (2011) de Kevin Smith o Borgman de Alex van Warmerdam son claros ejemplos de ello

c) Cintas que parecen, y algún director incluso lo ha dicho de forma explícita, pensadas con la finalidad exclusiva de ser proyectadas en el festival y darse a conocer. Suelen pertenecer a directores cuya presencia es casi anual y que aseguran una cierta cuota de películas a buen precio de mercado.

Pero lo más preocupante es la notable falta de filtro en la Sección Oficial. Películas como Hooked Up (Pablo Larcuen) o The Demon’s Rook (James Sizemore) son, desde el máximo respeto posible, indignas por su calidad. Son productos más adecuados para una maratón nocturna o para el Brigadoon. El motivo por el cual son seleccionadas se nos escapa. Pueden pertenecer a los sectores anteriormente comentados o directamente, como es el caso de Hooked Up y el iPhone, ampararse en alguna novedad formal (si es que usar un dispositivo concreto puede considerarse novedad). En definitiva, lo que parece estar consolidándose como marca de la casa es primar la cantidad por encima de la calidad, como ya se hizo patente en las ruedas de prensa de presentación de la presente edición, donde el hecho de proyectar más películas se consideraba un logro, una superación con respecto al año anterior. Se habla del número pero no del enfoque. Si multiplicar oferta sirviera para buscar sleepers, fenómenos low cost o sorpresas de calidad no sería un problema, pero el hecho es que esta acumulación parece estar pensada para que todo el mundo pueda ver una película en caso de no poder visionar la opción deseada. Casi, más que la calidad de la programación, se busca la ocupación del aforo sin más.

Prensa, entradas, promoción, público. Se puede debatir, discutir, argumentar en favor o en contra sobre el modelo de “castas” (prensa a y b) que se ha implementado este año. Podremos estar más a favor o en contra de ello, pero de lo que no hay duda es de que algo ha fallado en la organización a la hora de comunicar dicha decisión. Si hay diferencias en los derechos debería haberlas en las obligaciones, y el secretismo de dicha división, comunicándose después del abono correspondiente de la cuota para acreditarse (para todos la misma) no ha sentado nada bien. Más allá de estos problemas, junto al tema del reparto de tickets, o que la prensa b haya quedado fuera de algunas proyecciones, lo que se pone en tela de juicio es la autocomplacencia y la falta de autocrítica (al menos pública) del festival. Se ha vendido la imagen de un éxito absoluto de venta de entradas, pero no se ha hablado de salas medio vacías durante todo el festival (en la proyección de Mr. GoMis-seu-teo Go, Kim Yong-hwa– no había más de 15 personas en el cine Retiro y era sábado) o de que muchas de esas entradas han sido adquiridas por los propios acreditados ante la imposibilidad de obtener invitación.

Una reflexión final. Las sensaciones con las que uno se va del Festival de Sitges de este año son agridulces. Está muy bien la ambición de crecer, pero se está confundiendo una vez más lo cuantitativo y lo cualitativo. Da la impresión de ser un festival que está buscando ganar notoriedad a base de titulares en lugar de ganarla precisamente por su excelencia. Grandes preguntas se plantean ante situaciones vividas que no detallaremos, pero da la impresión de que este es un certamen que creció precisamente en base al fenómeno fan, a los pequeños medios (primero en papel, luego mayoritariamente por Internet) que defendían el cine de género como algo a reivindicar y que poco a poco han sido arrinconados por los grandes media, cuya cobertura es escasa pero con (aparente) impacto público mayor.

No todo ha sido malo por supuesto. Se han abierto nuevos espacios, se ha potenciado el debate entre los medios (habilitación de la sala Tramuntana para la proyección de premières de series como The Walking Dead, o la discusión en la Carpa FNAC entre blogueros en pijama y prensa tradicional) e incluso se ha puesto de relieve la voluntad de acercar más el festival al pueblo con la programación gratuita de “cinema a la fresca”. A pesar de estos esfuerzos el modelo está tendiendo cada vez más a una mercantilización, el todo vale monetario. Se entiende, la supervivencia del festival depende de ello y es comprensible en este contexto económico tan complicado, pero muchos añoramos cuando a base de modestia y menos recursos el festival se engrandecía. Puede que ahora estemos ante un fenómeno mayor, casi de masas, pero se siente que algo se ha perdido por el camino, el espíritu, la sensibilidad, el cariño. La encrucijada ha sido superada, pero el camino está lejos de estar claro. Se intuyen nubarrones, piedras y obstáculos. Sitges 2013 ha acabado, pero lo mejor de todo es que Sitges 2014 is coming. Y allí estaremos.

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Sitges 2013 – ‘The Congress’ (Ari Folman, 2013)

Mirando hacia el futuro con ira

El exitoso trabajo previo de Ari Folman, Vals con Bashir (Vals im Bashir, 2008), no invitaba precisamente a esperar de The Congress una fábula optimista acerca de lo que nos depara el futuro. El director israelí explicaba en aquella película un tenebroso episodio de principios de los años ochenta en la Primera Guerra del Líbano en el que el propio director se vio implicado. Aunque me da la impresión de que no se le otorga tanta importancia como, por ejemplo, al esfuerzo de Pixar por dignificar y ampliar los límites del cine de animación, Vals con Bashir juega un papel capital en el desarrollo de este género al conseguir cruzar, con pasmosa habilidad, el cine de animación con el documental y la autobiografía. Es por eso que, personalmente, esperaba mucho de The Congress

… Que, vaya por delante, no es ni una decepción ni una mala película, aunque no me parece digna de tantos elogios como su anterior cinta. Tengo la sensación de que Folman, un poco presionado por ese éxito artístico y comercial que supuso Vals con Bashir (nominación al Oscar incluida), ha decidido poner la directa e intentar sorprender con una combinación de imagen real y de animación. Formalmente, los primeros 45 minutos de película se nos presentan con actores de carne y hueso, para pasar luego al mundo imaginario representado mediante la misma animación lánguida y existencialista de Vals con Bashir.

Hay que reconocerle a The Congress una buena excusa para introducir el mundo real en un contexto que se presupone (por la anterior película de Folman y también por su estrategia de promoción) animado: en un futuro distópico, Robin Wright (que se interpreta a sí misma) decide, ante la falta de papeles y bajo la presión de una carrera plagada de fracasos, aceptar la oferta que le ofrece un poderoso estudio de digitalizar su persona, que pasará a ser propiedad del estudio y hará las películas que al estudio le dé la gana, mientras la verdadera Robin Wright no podrá nunca más volver a actuar en ningún medio y en ninguna parte del mundo y deberá retirarse de por vida a una (bien pagada) existencia anónima. Este argumento permite a Folman exponer una visión desesperanzada y deprimente del futuro, donde las grandes corporaciones han deshumanizado la cultura (notable es, en este sentido, la caracterización del siempre excelente Danny Huston como el ejecutivo depredador del estudio), y donde apenas hay espacio para el contacto personal.

Contra todo pronóstico, esta primera parte de The Congress tiene un peso dramático y una solidez narrativa de la que carece la parte animada. Es en esta primera mitad cuando Robin Wright y Harvey Keitel ofrecen un verdadero recital interpretativo, donde Folman consigue transmitir esa desesperación de la que hablaba antes de un futuro donde la tecnología es capaz de eliminar la vida de las personas, y donde el talento de los tres confluye en la que, sin duda, es la mejor escena de toda la película, la del escaneo del cuerpo de Wright: hay que estar muy atentos aquí tanto a la realización de Folman (que filma el momento alejando o acercando la cámara a la actriz según conviene a la narración) como a las demoledoras interpretaciones de Keitel y especialmente de Wright, en una escena que no cualquier actriz podría haber dotado del dramatismo y la sensibilidad obtenidos.

A partir de la inmersión en el mundo animado, The Congress resbala demasiado y la pérdida de interés es evidente. El discurso futurista de Folman, que en la primera mitad había revelado todas sus intenciones, deviene reiterativo con una progresión argumental predecible y no demasiado original. Seguramente recortando buena parte de sus (a todas luces) excesivos 120 minutos de duración no habría tanto desequilibrio entre una parte y la otra y el balance final sería bastante más satisfactorio. Con todo, estamos ante una apuesta valiente tanto por contenido (algunos de los temas tratados, como la pérdida de identidad o la incomunicación social que provocan los avances tecnológicos, no son agradables y se muestran frontalmente) como por forma (la animación lánguida de Folman está muy, pero que muy lejos de lo que estamos habituados con el cine occidental) y que debería tener una oportunidad en taquilla. Se la merece.

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Sitges 2013 – Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya (19/10/2013)

Final a tres bandas: confusión de géneros

The Sacrament, el nuevo film de Ti West, es sin duda un retrato terrorífico del poder de dominación de una secta. Un film que se mueve en el terreno del falso documental y que consigue en muy poco tiempo, tanto el del metraje como el de la duración de la trama, saber cocinar a fuego lento el desarrollo, los mecanismos y las consecuencias que conforman el entramado sectario. The Sacrament nos pone cara a cara frente al poder de seducción de los falsos gurús para que asumamos su poder real No se trata de decir que algo está bien o mal, sino de que la audiencia tenga una sensación de vértigo al poder sentirse igual de seducida que los miembros de la comunidad retratada. Esta es una película híbrida, que podemos calificar como más terrorífica que de terror en sí misma. Si acaso Ti West se acerca más al docudrama o incluso al reportaje de guerra. Esto se consigue con el uso del plano subjetivo y de la cámara al hombro. Recursos válidos pero que al final también juegan en algún momento en contra de la credibilidad de la película ya que ceden demasiadas veces a la tentación de West de usar el montaje cinematográfico o la multicámara haciendo que la sensación de realidad se desvanezca y la ficción se haga presente. En todo caso Ti West se sigue consolidando como una de las apuestas más firmes de la actualidad por su originalidad, realismo y personalidad a la hora de filmar.

Gorilas, niños, béisbol y didactismo en valores como la amistad, el compañerismo y el no materialismo. Todo ello es lo que podemos encontrar en la producción chino-coreana Mr. Go (Mi-seu-teo Go, Kim Yong-hwa, 2013). Nada que objetar a ello tratándose de una cinta infantil. Sin embargo, no se debe caer en el error de considerar que, por su tipología genérica, todo vale. Efectivamente dirigirse a un público infantil no significa dirigirse a un público intelectualmente menguado, y más si tenemos en cuenta que el niño que va a ver este tipo de películas va acompañado de un adulto que, de alguna manera, también debe poder disfrutar, más que sufrir, el visionado del film. Así entre monerías absurdas (nunca mejor dicho), aspavientos histriónicos absurdos, aventurillas previsibles y reiterativas, flashbacks a destiempo y musiquita de restaurante chino se consigue una película con un metraje excesivo e insoportable de más de 2 horas para prácticamente explicar una historia mínima que además no tiene ningún tipo de gancho. Si a eso se le añade el (des)uso de un 3D absolutamente infame (se ve mejor la película sin las gafas del 3D) se concluye que Mr. Go consigue lo que nunca debería conseguir una película infantil, aburrir a toda su audiencia. No es que se le pida una gran historia o un gran guión (no todo puede llegar al nivel de excelencia de Pixar, por poner un ejemplo) pero sí la capacidad de concreción o el amor artesanal más acorde con los valores que la película propone en lugar del mercantilismo a cualquier precio que supura en cada fotograma de esta, sinceramente, desafortunada propuesta.

Imaginémonos un Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993) pero centrado en el plano espiritual. Eso es a grandes rasgos lo que nos ofrece Haunter, la última propuesta de Vincenzo Natali. En cierto modo el centrar el punto de vista de la narración directamente en el punto de vista del espíritu y que sean los vivos los que piden ayuda a los muertos es desde luego apreciable por su originalidad. Lamentablemente todo ello queda en agua de borrajas al no aprovechar el potencial de dicha perspectiva. En su lugar estamos ante una filmación visualmente casi neutra, que no aprovecha en ningún momento la trama para crear atmósfera. No se intuye opresión más allá de colores ocres y una niebla nunca aprovechada para crear sentimiento de pérdida. En su lugar la cinta ofrece más de lo mismo, sustos a base de golpes de sonido y una trama que se enreda demasiado para acabar de forma precipitada y tópica. Por momentos en Haunter da la sensación de estar ante un compendio de escenas descartadas de las últimas películas de James Wan. En definitiva, se echa de menos la pericia y el riesgo formal que Natali tomó por ejemplo en Cube (1997) o en Cypher (2002), películas ambas que no solo eran originales en su entramado sino que eran cuando menos diferentes en plasmación visual. Haunter, para concluir, tiene el grave problema de no ofrecer nada interesante, de ser una película que se diluye fácilmente en el mainstream del género, que ni da miedo ni sorprende.

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Sitges 2013 – ‘The Philosophers’ (John Huddles, 2013)

La teoría del caos

Último día de clase de filosofía. El profesor plantea un último experimento ético para despedir el curso: los 21 alumnos y él mismo se encuentran en un remoto paraje y asisten al holocausto nuclear final. Ante ellos, un búnker preparado para la supervivencia durante los 365 días necesarios para evitar la radiación. Problema: el búnker está diseñado para albergar sólo a 10 personas. Hay que decidir quién entra y quién se queda fuera (y por tanto, muere) en función de las profesiones de cada uno de los alumnos, distribuidas por el profesor mediante papelitos repartidos al azar.

Está claro que la intención de John Huddles con un planteamiento como este, tan abocado a la teatralidad (toda la película transcurre dentro de la clase), es la de hacer partícipe a la audiencia del dilema moral que los alumnos han de resolver. Podría decirse que el cine deviene una extensión de la clase y, aunque esté mal hablar en mitad de la película, estamos ante una propuesta que casi diría que necesita ser comentada y discutida mientras se visiona. Nos encontramos pues aquí con una estimulante novedad respecto a otras películas de corte más pasivo, y es que su andamiaje narrativo invita a un diálogo no con la película (que también) sino entre los espectadores. Para salvar esa teatralidad a la que hacía referencia antes, Huddles opta por trasladar físicamente a los personajes al escenario del búnker, en una decisión que si bien es cuestionable (uno es consciente todo el tiempo de la falsedad de lo que ocurre puesto que sabemos que los personajes no han salido de la clase ni existe en realidad el holocausto nuclear descrito) permite a la película respirar: la narración aprovecha los objetos depositados en el búnker para generar conflictos que, de ocurrir dentro de los límites de la clase, tendrían que ser explicados como si fuera una obra de teatro.

La repetición del dilema moral hasta tres veces para probar si es posible que se den diferentes resultados finales se convierte en la clave de The Philosophers. Mediante esta reiteración, Huddles pretende visualizar en imágenes la teoría del caos que, de manera bastante simplificada, vendría a decir que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales de un sistema pueden implicar grandes diferencias en el comportamiento futuro de dicho sistema. Huddles juega con este concepto y lo retuerce usando la repetición del mismo supuesto moral como ventilador de teorías opuestas: determinismo y azar, individualismo y grupo, se cruzan en esta serie sin que la película se posicione a favor o en contra de alguna de ellas. El juego está no en llegar a una conclusión o en resolver el dilema ético, sino en disfrutar con el cruce de ideas y en discutir acerca de las posibilidades morales del argumento.

Por si no estaba del todo claro, el desenlace (que llega después de una revelación que, francamente, no aporta nada al conjunto y entorpece el discurso de la película) no es uno sino que son tres, tres posibilidades diferentes en torno al mismo final que quedan totalmente abiertas para que el espectador sea el que decida. De esta manera, se cierra el vínculo entre película y espectador: tres opciones para los protagonistas, tres opciones para el espectador. Está claro que The Philosophers no es una película para todos los paladares ni parece tampoco el tipo de propuesta que podría triunfar en un multicine de un centro comercial, pero es sin ningún género de duda una de las historias más apasionantes de este Sitges 2013 y una película que se disfruta con un interés que no decae en ningún momento de la proyección. Y eso lo consigue sin la necesidad de recurrir a giros argumentales, ni a sustos, ni a trampas, sólo con el poder del razonamiento y del discurso. Inolvidable.

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Sitges 2013 – ‘Hooked Up’ (Pablo Larcuen, 2013)

Formatos y espacios de exhibición

Hooked Up llega a Sitges con un único reclamo: ser “la primera película rodada con un iPhone”. No sé si esto es cierto, supongo que sí, y aunque este detalle no sería tampoco muy importante, sí que pasa a un primer plano en el momento en el que es este hecho diferencial lo que se destaca (lo hacen los responsables, por supuesto, pero también lo hace Sitges al programar esta película de cualidades más que cuestionables nada menos que en sección oficial competitiva). Obviamente, se pretende seducir al público al que va destinado el producto, esto es, al juvenil, atacando con un objeto tan popular en este sector de población como es un teléfono móvil. Nada que objetar…

…si en realidad esta estrategia de marketing no estuviera tapando una absoluta y alarmante falta de ideas propias más allá de la de rodar una película entera con el dichoso iPhone. Así de yermo es este producto, empezando por el argumento: dos jóvenes americanos viajan a Barcelona para ligarse a chicas. En su primera noche conocen a dos bellas mozas (que casualmente hablan un perfecto inglés, lo que le viene de fábula a la película para poder ser vendida internacionalmente) y los cuatro acaban en la casa de una de ellas que resulta ser una psycho-killer (máscara diabólica incluida) que quiere matar a los otros tres. No se puede hacer mucho con semejante premisa, en efecto, y todavía menos si el formato elegido para enmarcarla es el del found footage (imagino que para disimular la absoluta falta de medios), es decir, que la película nos enseña lo que supuestamente ha sido grabado por los protagonistas con el iPhone de uno de ellos, con los consiguientes defectos de coherencia dramática interna tan típicos de este tipo de películas: se fuerzan las situaciones para mantener la continuidad narrativa y simular que todo está grabado con el teléfono móvil, cuando el iPhone es depositado en una superficie firme curiosamente el encuadre es prístino y sin defecto alguno, etc.

Ni que decir tiene que el resultado es una abominación cinematográfica de una pereza creativa abrumadora, una historia tan pobre y tan poblada de lugares comunes y de diálogos anodinos que yo no me atrevería a llamarla “guión”. No estamos, precisamente, ante un ejemplo de innovación en el género del found footage, que ya de por sí es un corsé con muchísimas limitaciones superadas en contadas ocasiones, como ocurrió por ejemplo con la extraordinaria Chronicle (Josh Trank, 2012). Más bien al contrario, Hooked Up se limita a repetir las fórmulas y esquemas argumentales que han hecho de este subgénero (y lo de “sub” debe ser interpretado de la manera más peyorativa posible) una opción artística inane como pocas. El espectador, a poco que haya visto una o dos de estas películas, conoce exactamente y sin margen de error los derroteros que seguirá la historia, lo que se traduce en una absoluta falta de estímulos de interés que, a mitad de metraje, da paso directamente a la indignación al constatar la cara dura de los responsables de la película: lo único que les interesa es vender un producto deleznable usando la trampa publicitaria del rodaje con iPhone, y detrás de esa trampa no hay nada, realmente es que no hay nada.

Siento disentir con Sitges, que es un festival que claramente en los últimos años ha prestado una atención extraordinaria a esto del found footage, pero en mi opinión no cualquier cosa que pretenda ser cine realmente es cine. Y Hooked Up no es merecedora ni de ser proyectada en el Brigadoon ni tan solo en el Sitges a la fresca, porque el espacio de exhibición al que pertenece y del que nunca debería haber salido, por lógica dado su formato de producción pero también –sobre todo, diría yo– por su ofensiva calidad, es Internet, ya sea en cualquier plataforma de streaming o directamente para descargar (en formato .avi, que ocupa mucho menos que un .mkv).

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