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‘The Master’ (Paul Thomas Anderson, 2012)

El desierto inundado

The Master se abre con una imagen que permanece latente a lo largo de todo el filme, una imagen que reaparece varias veces y que vuelve a esconderse tras los cuerpos de Freddie Quell (un soberbio Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman): la imagen del mar, de sus aguas tranquilas y apacibles atravesadas por la furia maquinal de un barco. Su espuma poco a poco va inundando la imagen, rompiendo la serenidad del océano con una violencia que destruye su melodioso transcurrir. Esta imagen bien pudiera ser el retrato de Quell, un ser azotado por su animalidad, su bestialidad sedienta de líquidos con los que saciar su agonía: bien podría beberse los mares y, aun así, sentir la necesidad de un trago más.

Sería erróneo describir la nueva obra de Paul Thomas Anderson como una crónica sobre el nacimiento de una secta: se trata de un retrato del poder, la locura y el deseo. La película nace de la colisión entre dos cuerpos: el encorvado y demacrado Freddie Quell, quien vuelve al “hogar” tras la Segunda Guerra Mundial, y el orondo y prominente Lancaster Dodd, quien se cree poseedor de un conocimiento revolucionario. Dos seres enfrentados a una sociedad que los rechaza y los tilda de desviados, dos personajes que se necesitan para poder mirarse y reconocerse, dos almas gemelas que fagocitan sus existencias y reclaman el centro de la imagen para sí mismos, para liberarse de la prisión en la que ambos conviven.

La puesta en escena de P.T.A. absorbe esa energía que nace de los delirios de Quell/Dodd y consigue inocular en el espectador una mirada febril y desconcertada, una visión turbadora y sugerente: no habrá respuestas ni descanso, sólo una desasosegante sensación de fundirse en el abismo, de habitar en los márgenes de sus imágenes (en esa pared y esa ventana que Quell toca durante horas y en las que consigue ver y deshacer la totalidad del mundo). Las imágenes que Anderson ha creado consiguen abocarnos hacia una huida constante. En este sentido hay dos escenas en el film que despuntan sobre las demás: dos fugas; la primera, tras huir de una barraca en la que un anciano cae enfermo por la bebida que el protagonista le ha preparado; la segunda, en la que Quell acepta el desafío de Dodd de llegar, con una moto, tan lejos como uno mismo se proponga conduciendo a la máxima velocidad posible. Más allá de que las dos secuencias están rodadas asimétricamente (de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, respectivamente), lo esencial es el sonido: mientras en la primera impera un silencio en el que se ahogan los jadeos de un aterrado Quell, en la segunda el rugido de la moto confirma la bestialidad del protagonista, quien asume su condición de outsider que le llevara a recorrer caminos ignotos, imposibilitándole el poder volver al hogar. Su vida estará en los márgenes [1].

The Master es el relato del vacío y la soledad. El océano con que se abre el film y el desierto que aparece en sus imágenes finales no son más que el reflejo de un mismo laberinto en el que la totalidad es igual que cada una de sus partes: el agua y el polvo, la plenitud y la oquedad, Dodd y Quell. La soledad es una playa en la que la arena consume los deseos de volver a un lugar que nunca nos ha pertenecido: el hogar. El retorno es imposible, puesto que no hay hogar: tanto Freddie Quell como Lancaster Dodd están condenados a vagar como dos palomas que sobrevuelan un desierto inundado.

Notas:

  1. A propósito de esta idea sobre la imposibilidad de regresar al hogar, la compañera Mónica M. Marinero relacionaba hace pocos días la última película de Kathryn Bigelow, La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), con The Master, de Paul Thomas Anderson, en un texto titulado precisamente “Nunca volveremos a casa” (leer el texto). 
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‘The Master’ (Paul Thomas Anderson, 2012) / ‘La noche más oscura’ (‘Zero Dark Thirty’, Kathryn Bigelow, 2012)

Nunca volveremos a casa

Existen dos referencias audiovisuales veladas en las imágenes de The Master: una fotográfica, la otra cinematográfica. En una de las still productions elegidas para promocionar, precisamente, el filme se muestra a Joaquin Phoenix manejando una pesada maquinaria. La referencia oculta es el célebre hombre-máquina de Lewis Hine correspondiente a su retrato generacional del soldado vuelto al trabajo tras la Primera Guerra Mundial. Casi como una corroboración de la cita, una de las profesiones de Freddie Quell (Joaquin Phoenix), nada más incorporarse al mundo civil, es la de fotógrafo. Sin embargo, de la máquina mencionada al principio del texto lo que sale ahora es un néctar bebible que mana del interior al modo de un líquido de combustible que alimentara el maltrecho cuerpo del protagonista. Se ha producido una figura retórica, la metonimia pero no la relativa a la parte por el todo sino la que asocia dos elementos por una relación de contigüidad. La única habilidad de Quell consiste en la preparación de potentes cócteles de alcohol mezclando peligrosos ingredientes como si de un alquimista se tratara. Realmente podría hablarse de una lectura distorsionada por parte de Anderson de ese nuevo hombre retratado por Hine, visto con una lente deformada: del hombre-máquina hemos pasado al antihombre u hombre despojo especialista en el fomento de su propia decadencia, mientras que el referente a partir del que se realiza la asociación es el mismo, la máquina madre a la cual no se une el obrero sino de la que directamente se nutre. La otra alusión velada se halla en la panorámica contextual que presenta el lugar del segundo trabajo del protagonista, unos campos de cultivo. Estos planos remiten visualmente a otra película emblema de una época donde la masculinidad entró en crisis, al Fat City (1972) de los setenta de John Huston. Sin profesión fija, el boxeador intermitente interpretado por Stacy Keach coincide con el hombre a la deriva de Quell en huida permanente.

La masculinidad debe reinventarse tras las guerras y en época de crisis:
Primera Guerra Mundial, Segunda Guerra Mundial y década de los setenta.

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En cambio, en el caso de La noche más oscura, siguiendo el juego de las referencias, nos remontaríamos más atrás, al final de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956). En el famoso plano a contraluz último, existía una oposición entre el dentro, correspondiente al color negro, y el afuera, la luz de la que proviene el jinete solitario. Si volvemos a aplicar el tropo de la metonimia por la relación de contigüidad, esta vez obtenemos un ligero volteo del original: Maya proviene de la luz y se adentra en una oscuridad infinita de la cual no es capaz de salir. El interior ya no se corresponde con el anhelado hogar, sino con un mundo cruel donde la masculinidad en su vertiente de extrema violencia impera. Este hogar deformado da pronto cobijo a Maya, quien se habitúa a comportarse como un “hombre” o un “animal”, como llega a decirse en el filme. De este modo sus relaciones con las otras mujeres de la trama primero empiezan en condición de rivalidad, pasan por la comprensión y la empatía y terminan, por último, en el hermanamiento y en emblema femenino: tras la muerte de su compañera Jessica, tan solo basta un plano rápido en el que un salvapantallas de ordenador muestra a las dos juntas para saber del sincretismo entre ambas. Se podría decir que Bigelow hace evolucionar psicológicamente a sus personajes por medio de planos-chispazo. Esta separación provoca que Maya se vuelque por completo ella sola en su caza particular de la ballena blanca y que se vea envuelta por las sombras de su obsesión. Sin embargo, sale de cuadro en el momento estrella. La caza de Bin Laden se expone como un mal sueño, una pesadilla alucinada irreal iluminada fantasmagóricamente a la luz de los rayos infrarrojos. Desplazada de su propia función, la cámara vuelve a posarse en Maya enfrentada al contraplano imposible; unas barbas y una nariz morena mal casan con ese vacío nunca mostrado.

Ethan no puede traspasar el umbral del hogar; Maya sale transfigurada de un hogar deformado, poblado por las sombras.

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The Master y La noche más oscura comparten un primer plano final: por el rostro de ambos protagonistas corren sendas lágrimas. Los dos han sido expulsados del Paraíso. Sin verdadero hogar conocido, con un padre borracho, una madre loca y una novia imposible él y arrancada directamente del instituto ella, una vez terminada su misión, se los deja solos consigo mismos y no tienen lugar al cual regresar. Freddie se ha quedado huérfano de padre, pues finalmente es así como actúa la figura del Maestro interpretada por Philip Seymour Hoffman. Él lo ha creado, lo ha dado a luz y lo ha vuelto a la vida, a través de la fe de la cienciología en la que prima la individualidad, el poder especial de un solo ser único a través del tiempo. Siguiendo la parábola del hijo pródigo, el Maestro se ha decantado por el vástago descarriado en el cual se complementa. Habiéndose alimentado de él, le manda alejarse de su lado con todo el dolor del mundo. Esta América que representa el personaje de Hoffman, pues el Maestro no deja de ser un businessman construido a sí mismo, es también la que devuelve a casa a la soldado Maya tras la guerra, después de haberla formado en sus viles artes. En su nombre, se han cometido atrocidades como bien se muestra en el filme. Despojada de sentimientos de mujer, encerrada en sus pensamientos, la conmina a partir sin haberle creado un soporte previo. Sola, vacía de contenido como personaje, en la noche más oscura, Maya llora. Nunca volveremos a casa.

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