Archivo mensual: septiembre 2011

Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (22-24/09/2011)

Cuatro medallas y un punto final

El mayor riesgo de escribir una crónica cuando un festival ya ha terminado es que uno se cree en la necesidad de opinar sobre el veredicto del jurado. No pretendo entrar en las polémicas surgidas los últimos días sobre si Los pasos dobles (Isaki Lacuesta) está a la altura de una Concha de Oro o no y la razón es bien sencilla: la altura mínima para que un filme pueda ganar ese premio es estar seleccionado dentro de la Sección Oficial, y la película de Isaki (infidelidad sobre la que hablé aquí) lo estaba. Toda divagación acerca de si había películas que merecían más ese lugar es una cavidad que lleva a la nada.

Aun así, la entrega de premios es una buena excusa para recordar algunas de las películas que han pasado por el Festival y sobre las que todavía no me he pronunciado. Quedan más obras –sin laureles– en el tintero: pienso en la desganada 11 flowers (Wang Xiaoshuai), en el dolor prefabricado de Tyrannosaur (Paddy Considine), en la plástica y sorprendentemente eufórica Le Havre (Aki Kaurismäki), en la protésica pero creíble Las razones del corazón (Arturo Ripstein), en ese cine negro colorista, desde ya imperecedero llamado Drive (Nicolas Winding Refn), en el reencuentro con Demy y el primer amor en Lola (1961), etc. Pero el pretexto del galardón me acaba convenciendo y finalmente usaré las siguientes cuatro películas, los cuatro premios paralelos más significativos que ha habido en San Sebastián [1], como punto final a la 59 Edición del Zinemaldia.

Premio Nuevos Directores: The river used to be a man (Jan Zabeil)

Un actor alemán vaga por África en compañía de un viejo pescador que, desgraciadamente, muere en mitad de la noche. El actor queda desamparado en medio de una región deshabitada. The river used to be a man trata de la búsqueda de una comunidad por parte del protagonista y de cómo, una vez que la encuentra, se ve obligado a volver a buscar el cadáver, ya que los nativos creen que un cuerpo abandonado a su suerte equivale al brote de un fantasma vengativo. La película se mueve a medio camino entre un Herzog salvaje a la búsqueda de imágenes no contaminadas por la civilización y el Gus Van Sant de la travesía de supervivencia de Gerry (2002). Es en este último sentido que la obra alcanza una mayor sugestión y abstracción con imágenes como la del sol filmado a través de los juncos, o la búsqueda del cocodrilo en las cascadas. También remite a Gus Van Sant la elipsis contundente con que se resuelve sorprendentemente una trama más bien ambigua. The river used to be a man intenta inscribirse en el lienzo de la tradición del Nuevo Cine Alemán pero lo hace con un barniz de la era post Béla Tarr. Así, la captación de lo real pasa por el filtro de la poesía, y la cámara analiza el contexto de una forma irónica en la que lo falso (las fábulas de los africanos) obliga a emerger a lo verdadero (el enfrentamiento con la muerte del pescador), consiguiendo así que “lo real se vuelva parte de una reflexión mayor, ya sea social, cultural o política”. [2]

Premio de la Juventud: Wild Bill (Dexter Fletcher)

Bill sale de prisión y se encuentra con que sus dos hijos menores han sido abandonados a su suerte por su antigua esposa. Pese a volver rehabilitado y sin la menor intención de volver al escenario que hizo de él un violento, la presión de las mafias por captar a sus (desconocidos) vástagos hace que decida quedarse en su barriada a protegerlos. Todos los elementos de Wild Bill podrían inscribir fácilmente la película en la tradición de ese cine británico repleto de pobreza, analfabetismo, drogas, trabajadores sociales y ligeros toques de humor críticos con un Estado que permite ese entorno. Lo bueno es que esta película no construye su trama a partir de ese cine social de cámara temblorosa: estamos, sobre todo, ante un western metropolitano. De este modo, Bill vuelve a los suburbios como un antiguo forajido de leyenda, el pub del pueblo se convierte en un saloon, las prostitutas tienen buen corazón pero necesitan ser vengadas y el villano de la acción se resguarda tras una fila de esbirros que temen más al mito que a la cruda realidad. Evidentemente, Wild Bill acabará como no podía ser de otra manera: con una saludable lucha ensangrentada y un antihéroe que, para ganar la paz, se ve obligado a quedarse en el porche mientras el resto de personajes entran al cobijo del hogar cerrando las puertas tras de sí.

Premio del Público: The Artist (Michel Hazanavicius)

Hablemos de lo inevitable: que una película muda hecha con la intención de ser un simulacro del cine de los años 20 gane el premio del público y suene con fuerza para los próximos premios Oscar es, cuanto menos, meritorio. Estamos ante uno de esos ejemplos totalmente crowdpleaser que convencen tanto a los asistentes del Festival de Cannes como a una señora que no tiene ni idea de las reglas que determinan el cine silente. Es ahí donde el vaso se encuentra tanto medio lleno como medio vacío: The Artist es un canto mudo a la necesidad del cine de evolucionar según las necesidades de cada época, pero es uno que prefiere refugiarse (artificiosamente) en territorio conquistado en lugar de tratar de ser consecuente con una reflexión sobre el aquí y ahora. Jonathan Rosenbaum asegura que el filme es “enteramente falso, tanto estilísticamente como en lo que se refiere a los detalles históricos” [3]. En cierto modo estoy de acuerdo con esta afirmación, pero si de algo se olvida Rosenbaum es que, cuando se está viendo The Artist, uno está tan persuadido por el apabullante ejercicio de estilo y la oda, simple pero efectiva, al Cine con mayúsculas, que no puede más que quedar embelesado por las tremendas cotas de diversión que ésta alcanza. Para ello, la presencia de Jean Dujardin es rotunda: no me tiembla la mano al escribir que Dujardin tiene un carisma y un juego de piernas que (se intuye) más cercano a Gene Kelly que a cualquier otro actor de su generación. Yo, que considero a Kelly el mejor actor de la historia, sólo por eso ya me doy por satisfecho.

Premio Fipresci: Sangue do meu sangue (João Canijo)

El premio de la crítica a la mejor película de la Sección Oficial ha ido a parar a un filme portugués que tiene su mayor baza en una puesta en escena que disfraza un argumento de culebrón como una pesadilla tan barroca e irrespirable como sus propios personajes. Sangue do meu sangue se acerca tímidamente a la polivisión de La soledad de Jaime Rosales (2007) pero lo hace sin más alarde técnico que el del reencuadre propiciado por un ligero movimiento de cámara. Estos planos sucios y claustrofóbicos pero de composición impoluta y mirada abierta, repletos al mismo tiempo de diferentes diálogos y situaciones, siempre con una banda sonora diegética agobiante, hacen que se acceda a la vida de la familia protagonista sufriendo de la misma manera una paliza, un porro, una violación o la sopa de la madre. Sangue do meu sangue es una de esas películas brillantes pero no recompensadas por las que es comprensible que a los acreditados en el Festival les entren ganas de juzgar el palmarés decidido por el jurado. El Fipresci no es la Concha de Oro, pero debería servir para apaciguar las ganas de esa tradición tan típicamente donostiarra que es el pataleo.

Notas:

  1. Me veo obligado a omitir de la lista el premio Horizontes Latinos (que fue a parar a Las Acacias, de Pablo Giorgelli), ya que no pude disfrutar de la película argentina. 
  2. ALCALÁ, Fabiola: Lo irónico-sublime como recurso retórico en El cine de no-ficción de Werner Herzog. El caso de The White Diamond, Grizzly Man y The Wild Blue Yonder, Barcelona: Universitat Pompeu Fabra, 2009 (p.80). 
  3. Rosenbaum también asegura que (y ahí sí que estoy plenamente de acuerdo) “¿Cómo puede alguien tomarse en serio una película que para expresar la tristeza del final del cine silente en 1929 se las ingenia utilizando en su banda sonora la música de Bernard Herrmann para Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), una película que se hizo casi 30 años después?”. Ver “Historia malentendida, emoción desplazada” en Cahiers du Cinéma España, número 48. 
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‘Chicago, años 30’ (‘Party Girl’, Nicholas Ray, 1958)

DVD -Versus

X-Ray

Sobre la descomunal figura cinematográfica de Nicholas Ray pesan muchos (quizá demasiados) epítetos. Se le ha llamado, entre otras cosas, cineasta maverick, maldito, manierista o posclásico, creador desgarrado y crepuscular, “poeta del derrumbe” [1], cineasta libre y salvaje. Se le ha vinculado a la “generación de la violencia” y a la “generación perdida” del cine norteamericano. Incluso alguien tan lapidario como Jean-Luc Godard -en pleno arranque maximalista- ha osado proclamar que Nicholas Ray “es -directamente- el Cine”. Como si quisiera desembarazarse de cualquier tentativa clasificatoria, el propio interesado masculló, a modo de respuesta, aquello de “I’m a stranger here myself”, incidiendo aún más, si cabe, en su permanente desarraigo vital y profesional. Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento y que la Filmoteca de Catalunya le dedica un importante ciclo que permite revisar su filmografía -que se contempla, más que nunca, como un Todo coherente pese a su carácter errático-, aparece también esta espléndida edición de Chicago, años 30, que incluye un libreto con textos de José María Latorre, Adrian Martin y Violeta Kovacsis.

Aparentemente, esta película no es más que un vehículo de dos géneros fundamentales del clasicismo cinematográfico: el cine de gangsters y el musical, entremezclados aquí con una base melodramática. Del primero, Ray toma muchas de las convenciones de las crooked-stories que surgieron una década atrás: fundamentalmente, la amenazadora presencia del gangster psicótico y arrebatadamente violento y, en el otro extremo, la figura del bad-good-guy cínico y desencantado que, al enamorarse de la corista, atisba una esperanza de redención. Ambas figuras son presentadas, de forma ejemplar, en sendos planos antagónicos que realzan su imposible conciliación. Así, el mafioso Rico Angelo (Lee J. Cobb) es mostrado por primera vez, en primer plano, completamente solo, rodeado de gente que parece no prestarle atención, con el rostro abatido y un puro apagado colgando de un extremo de la boca, mientras contempla obsesivamente un retrato que permanece oculto al espectador.

El abogado al servicio del gangster Tommy Farell (Robert Taylor), en cambio, es presentado de forma diametralmente opuesta: de espaldas (realzando así su opacidad moral), sentado cómodamente en una butaca, charlando amistosamente, rodeado de un grupo de caballeros vestidos de etiqueta que forman un semicírculo a su alrededor. La paz de la escena es perturbada precisamente por su Némesis: inesperadamente el gangster dispara como un poseído al rostro femenino del retrato provocando una reacción, al tiempo de miedo y rechazo, en Farell, habitualmente imperturbable. Y es que en cierto sentido -como realza este duelo arquetípico entre héroe y antagonista- la película es modélicamente clásica: una narración que sigue, sin ambages, la fórmula del crime does not pay, una historia que castiga sin piedad, como debe ser, al delincuente que -como los productores hollywoodienses de En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950) o los cazadores furtivos de Muerte en los pantanos (Wind Across the Everglades, 1958)- encarna la degradación humana a la que deben enfrentarse casi siempre los héroes de Ray.

Del musical, en cambio, el cineasta toma sobre todo la convención de las escenas de baile concebidas como un momento de interrupción narrativa, como una abstracción que contiene la enunciación del sustrato emocional de los personajes, especialmente de la party girl Vicky Gaye (Cyd Charisse). Así, en la primera de las dos únicas rutinas de baile diegéticas que se muestran en el filme, en los títulos de crédito, la aparición de las chicas en el escenario -subrayada por el contraplano de los gangsters contemplándolas como si fueran mercancía que posteriormente adquirirán- confirma la cosificación de la mujer enunciada ya en el propio título original de la película, o en el bello plano detalle en el que se nos muestra cómo una de las coristas decide guardar su dinero en un lugar seguro -su zapato-, dando por descontado que pronto será despojada de su vestido. El segundo baile, en cambio, nos muestra la eclosión del amor entre Tommy Farell y Vicky Gaye: el baile en el escenario se transforma pronto en una danza privada, en una ceremonia de apareamiento que convoca el amor que provocará la transformación final del protagonista.

De algún modo, pese a su inusual tono artesanal, Chicago, años 30 condensa a la perfección la voluntad trasgresora de los cánones del clasicismo contenida en el cine de Ray, un empeño que consigue además a través del uso creativo de los movimientos de cámara y del fuera de campo; elementos que contienen buena parte del meollo autoral de este filme, en apariencia menor. Así, la tantas veces citada metáfora del derrumbe es ejemplificada a través de dos magistrales movimientos de cámara que acompañan los gestos de los personajes. En el primero, la cámara describe un breve travelling vertical descendente, siguiendo el movimiento del brazo de Farrell, para mostrarnos como éste recoge su bastón del suelo -el protagonista se revela literalmente un lisiado en más de un sentido-. El segundo es también un movimiento descendente que acompaña el derrumbe de Vicky, deslizándose, sin fuerzas, por la pared del baño de su apartamento al descubrir que su compañera de piso se ha suicidado cortándose las venas en la bañera (visión áspera, inusualmente violenta en un filme de factura clásica). Son, de hecho, movimientos que nos conducen al mismo abismo que impregna a los personajes.

Del mismo modo -como muestra de la capacidad de Ray de filmar emociones a través del lenguaje cinematográfico-, la mayoría de momentos más violentos ocurren en un inesperado fuera de campo, como ilustra el ajuste de cuentas de Angelo con uno de los miembros de su banda, una ceremonia de violencia dolorosa para el espectador que nos recuerda inevitablemente la coreografía con bate de béisbol de Robert de Niro en su grandguinolesca encarnación de Al Capone -por cierto, una interpretación que guarda cierto parecido con la de Lee J, Cobb-, en Los intocables de Elliot Ness (The Untouchables, Brian De Palma, 1987). Pero si hay algún elemento definitorio de la puesta de escena de Nicholas Ray es su capacidad de traspasar con la cámara a los personajes, mostrándolos en toda su vulnerabilidad, accediendo a su interior como si tuviera rayos X, dejándose llevar por las miradas que se lanzan unos a otros que, finalmente, dictan la relación de planos que vemos en la pantalla. Así, pues, no queda otro remedio que darle la razón a Godard: sin duda, este hombre “es el Cine”, aunque él despachara esta bella película calificándola sin piedad de “shit film[2].

Notas:

  1. TRUFFAUT, François, The Films in My Life (trad. Leonard Mayhew). New York, Da Capo, 1994, Pág. 143. 
  2. Como aparece citado en el análisis de la película de Steven Rybin, publicado en la web Senses of Cinema (leer el texto). 
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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (20-21/09/2011)

8 y 1/2

Un festival de cine siempre acaba siendo la historia de un sacrificio. En mi caso el más doloroso se debate entre las cinco horas de sueño diarias y el que todavía no haya podido cumplir con el que era mi objetivo a priori: empaparme de todo Jacques Demy en pantalla grande. No hay queja implícita en esta afirmación: uno acepta las consecuencias de sus decisiones. Lo que hoy sí hay es la sensación de que uno ha sido infiel al maestro con ocho obras y media (tal vez nueve) que no siempre han estado a la altura de ese primer amor.

La esposa: Nader & Simin, una separación (Asghar Farhadi) es una rival de altura. Comienza con el posible divorcio de un matrimonio y acaba con un juicio por homicidio involuntario consecuencia indirecta de ese primer proceso: de una esposa a las esposas. No daré más datos sobre la trama ya que no harían justicia a la minuciosa construcción de este implacable drama que poco a poco se va transformando en una película de pura acción (dialéctica). Es, de momento, el filme más redondo y palpitante de lo que llevamos de Festival. Una especie de Aaron Sorkin iraní que sobrecoge, turba y apasiona. Una película que bien merece un anillo de diamantes.

La amante: El humor, como las queridas, es alérgico a la solemnidad [1]. Extraterrestre (Nacho Vigalondo) es, en este sentido, una parodia cinematográfica que cuestiona los confines y potestades de los géneros. A medio camino entre una película de invasiones extraterrestres y una comedia romántica con ingredientes de sitcom, Vigalondo consigue culminar (¿darle un punto y final?) el fenómeno Chanante, impulsar el portento Noguera y todo sin renunciar por un segundo a ser un producto independiente. Extraterrestre respeta las convenciones de los géneros, las sitúa en un escenario imprevisto y la mezcla da lugar a algo reconocible pero nuevo: sus flashbacks típicamente shyamalianos son, al mismo tiempo, un remedo jocoso, resolutivos en la trama y descriptivos con los personajes. Extraterrestre es la mejor comedia/ciencia ficción española en eones.

La musa: El árbol de la vida (Terrence Malick) es una travesía inspirada por dos contrarios: toma el enfrentamiento entre Dios y la Naturaleza como útiles a la hora de interpretar el mundo. Se ha hablado mucho y bien de la última película de Terrence Malick (entre otros sitios, aquí mismo), por lo que seré breve (y no demasiado original): la última ganadora de la Palma de Oro es una experiencia única e inagotable. Uno puede aceptar a regañadientes el hecho de que en su conclusión se le dé más importancia a uno de los viajes que al otro, pero incluso con ello lo cierto es que esta no es una película donde el remate final tenga importancia. El partido estaba ganado desde el minuto cero.

La estrella de cine: El flirteo con una diva tiene sus peligros. Por un lado, uno sabe que su talento ha sido corroborado ya por la admiración profesada por miles de personas. Por otro, existe el riesgo de decidir que el galán gusta antes de haberlo probado. Shame (Steve McQueen) es Michael Fassbender, luego, puro magnetismo. Pero al final, tener cerca al astro acaba suponiendo bajarlo también de las alturas: los pequeños planos secuencia que forman Shame son maestros pero, a diferencia de Hunger (2008), la anterior película del director, aquí el conjunto de los mismos no traza ningún contexto. La caída sexual del protagonista se intuye condicionada por un trabajo que anula, una relación incestuosa, un acceso forzoso a la cultura del hedonismo, etc., pero ninguno de esos principios se desarrolla más allá del guiño. El declive, además, provoca cierto rubor: homologar una masturbación o el sexo homosexual con un descenso a los infiernos es demasiado apostólico para una película que presume de pecaminosa. Michael Fassbender es fascinante, eso sí, pero Shame todavía no se ha ganado la plaza de estrella: de momento es más bien un meteorito.

La adolescente: Abrir puertas y ventanas (Milagros Mumenthaler) habla de tres adolescentes que viven solas en la casa de su abuela recientemente fallecida. Cada una afrontará el sentimiento de pérdida de una manera diferente: siendo incapaz de aceptar los cambios, con una necesidad de renovación total, o huyendo del hogar. Lo que más llama la atención es un uso deslumbrante del espacio: cada uno de los escenarios y sus respectivos muebles representa un personaje y un estado de ánimo muy concreto. La película es un inusitado producto, lleno de una melancolía propiamente teen, que mira a sus protagonistas de tú a tú, sin ningún tipo de condescendencia.

La prostituta: La voz dormida (Benito Zambrano) es una prostituta dicharachera, orgullosa de serlo, que no por eso deja de tener un poso de tristeza y amargura: probablemente no conozca otro mundo. Se trata de una película bien rodada, con dos actrices (María León e Inma Cuesta) inconmensurables, y la apariencia de ser una obra dispuesta a denunciar injusticias históricas. La realidad es que es un filme demagógico, incapaz de ver más allá de las cuatro paredes donde se dedica a satisfacer a una clientela que sólo quiere más de lo mismo. La voz dormida banaliza el franquismo (y, con ello, su propio mensaje) con unos villanos y unos héroes extremos; subasta la verosimilitud narrativa en aras del puñetazo moral y está anclada en una época (y un cine) de manera inmóvil y caducada. El uso del maquillaje hace que, en ocasiones, parezca luminosa, pero no hay que engañarse: debajo de la pintura se esconde una obra arrugada, polvorienta y que, a estas alturas, ya ha sido sobada en exceso.

La madre: Hacer un filme de animación adulto sobre la vejez es algo que ya de por sí despierta muchas simpatías. Arrugas (Ignacio Ferreras) es conmovedora y muestra un gran decoro. Explica algunos entresijos que se ocultan tras una residencia de ancianos y lo hace con un guión sencillo donde la enfermedad es el único malo de la película. Tiene un tratamiento maternalista y explicativo, casi didáctico, sobre el abandono de los mayores de la familia, pero está resuelto dignificando a sus protagonistas. El problema está en su factura técnica: aunque recoge los dibujos del comic en el que se basa con decisión, tanto los fondos, como los movimientos y los tipos de plano carecen de todo tipo de detalle. No se trata de pedir una película “bonita”, pero Arrugas se concibe como una animación humilde y se salda como directamente pobre.

Las hermanas: Las dos películas que Isaki Lacuesta ha presentado son el peor tipo de infidelidad posible: aquella que surge cuando ni siquiera te apetecía consumar. Los pasos dobles y, en menor medida, El cuaderno de barro se me aparecieron en un momento de cansancio extremo, cuando era imposible argumentar si quería enamorarme o borrar su número de teléfono. Presentan algunos temas muy interesantes: la figura del doble, la búsqueda de la Capilla Sixtina en África, el rol de líder, el albino como opuesto en Los pasos dobles & la intensa materialidad fílmica de El cuaderno de barro (una obra que recoge el mejor 3D posible en dos dimensiones). Sin embargo, el resultado es difuso y desenfocado. Da la sensación de que abren mil vías y no terminan con ninguna (Los pasos dobles, por ejemplo, dura 86 minutos pero bien podría haber seguido ad infinitum). Es posible que el problema esté en esta ocasión más en la actitud de lectura que en la intención del autor. Habrá que darle otra oportunidad cuando comience su recorrido en salas: ya se sabe que en los festivales los sentimientos se magnifican.

Notas:

  1. "[el humor] desacraliza, desmitifica, rechaza la gravedad, ejerce, en suma, un trabajo de destronamiento generalizado de los valores” ROAS, David: “Humores posmodernos. Hacia una epistemología de la risa en la (supuesta) Era del Vacío”, en OROZ, Elena y DE PEDRO, Gonzalo (Eds.): La Risa Oblicua, Madrid: Ocho y medio, 2009. 
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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (18-19/09/2011)

Cuatro secuencias

1. Santos Trinidad es un policía borracho que mata injustificadamente a tres personas en un club de alterne y usará todos sus conocimientos del oficio para evitar que le descubran. La juez Chacón, encargada de investigar el caso, descubre que esas tres personas estaban implicadas, casualmente, en un caso de tráfico de drogas, y que éste pasó a ser investigado por el departamento de terrorismo (varios de los implicados eran musulmanes sospechosos de atentar contra España). No habrá paz para los malvados (Enrique Urbizu) recoge esas dos investigaciones: por un lado la de Santos intentando borrar todo aquello que pueda incriminarle; por otro la de la juez que hurga en las mafias de la droga, los fanáticos terroristas y, en última instancia, el propio Santos. En este sentido, el guión está pulido hasta el extremo: no hay una secuencia que no haga avanzar la trama ni una frase que no sirva para describir entornos o personajes. Lo llamativo es que aunque el filme sea totalmente pulcro respecto a las formas del género policíaco-noir, Urbizu ensucia la película con contenidos 100% españoles. En este sentido, cuando la juez Chacón decide reunirse con el máximo encargado de las fuerzas policiales contra el terrorismo, lo hace en un bar que recuerda a las cafeterías de carretera estadounidenses. Pero cuando le pregunta por qué los culpables de tráfico de drogas no acabaron en la cárcel habiendo pruebas, la respuesta no puede ser menos hollywoodiense: un funcionario se olvidó de rellenar un documento en plazo, y ya no pudieron condenar a nadie. El gran mérito de No habrá paz para los malvados es que habla tanto del policía corrupto y el crimen organizado como de un país que huele a horas extra y anís del mono.

2. En el primer baño que el personaje de Michelle Williams se da en Take This Waltz (dirigida por Sarah Polley) se queja porque la ducha sigue estropeada y siempre le sale un chorro de agua helada. En el segundo, vemos que su novio (Seth Rogen) le tira desde fuera ese chorro sin que ella se de cuenta. En el tercero, el que ya es su ex novio le muestra que ha sido él el que le echaba el agua fría, y le aclara que pretendía seguir haciéndolo sin decirle nada, hasta que fueran ancianos, porque era una especie de "broma a largo plazo". Esta secuencia describe bastante bien cuáles son los encantos y las pegas de la película: por un lado tenemos una idea original y hasta conmovedora dentro de un acontecimiento cotidiano, un detalle que define perfectamente el juego de cariños de la pareja protagonista y que lo hace a un nivel de intimidad que no suele quedar retratado en la mayoría de comedias románticas. Por otro, el misterio del agua fría es revelado repetidas veces al espectador, y para que la protagonista se entere de ello su ex novio tiene que pedirle literalmente que vaya a ducharse “porque quiere enseñarle algo”. Esta explicitud+subrayado+repetición es el mayor problema de Take This Waltz: éste es un filme que sabe perfectamente que lo que mejor define a una pareja son los vínculos estúpidos y chistes privados que se han ido formando a lo largo de los años, pero que, al mismo tiempo, no se conforma con usarlos como contexto. Al centrar su atención en los adjetivos, Sarah Polley pierde toda la capacidad de engendrar un nombre propio.

3. Le Skylab (Julie Delpy) también está dirigida por una actriz profundamente influida por factores autobiográficos. En este caso, una sosias de la directora viaja en tren con su familia a un pueblo de la Bretaña y durante el viaje recuerda otro desplazamiento acontecido 30 años atrás cuando ella era una niña. El relato de infancia se centra en un encuentro familiar donde primos, tíos y abuelos celebran un cumpleaños comiendo, bebiendo, discutiendo y cantando. Si bien la película sufre una sobredosis de nostalgia, lo cierto es que el buen trazo de los personajes y la decisión de prescindir de grandes conflictos en la trama hacen que el resultado final sea muy efectivo. La gran disyuntiva se encuentra en ese prólogo y epílogo en el tren: la secuencia sirve claramente para imponer unos ojos a la historia que se va a contar, pero una vez la cámara viaja al año 1979 el punto de vista de la niña se pierde continuamente, para dar paso a situaciones que incluyen temas y personajes adultos donde la protagonista nunca estuvo presente. Se podría argumentar que la historia del cine está repleta de traiciones en forma de contracampos, pero la única función del presente que enmarca Le Skylab es la de evidenciar a la narradora. El hecho de que poco después de hacerlo se dedique a contradecirlo es tramposo o torpe. En cualquiera de los dos casos, fallido.

4. Si en estos cuatro días de Festival ha habido una película (dentro de la Sección Oficial) que haya sobrevolado en términos de calidad al resto de competidoras, ésa ha sido claramente The Deep Blue Sea (Terence Davies). Al igual que en Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), ésta es una película sosegada pero nunca estática. No cae ni en lo pictórico ni en lo escénico pese a que sus planos tengan una composición compleja y los decorados sean postizos [1]. Terence Davies es un maestro a la hora de dotar de luz natural y verdad a escenarios exaltadamente artificiales. La historia trata de Hester Collyer (Rachel Weisz), mujer en el Londres de los 50 que abandona a su marido, juez del Tribunal Supremo, para irse a vivir con Mr. Page, piloto sin dinero obsesionado con la guerra y de baja condición educacional. Cuando éste se olvida de su cumpleaños y ella se acerca tímidamente al intento de suicido, Page decide abandonarla. Cuando ella vaya a buscarle al bar para intentar convencerle de que vuelva con ella, los parroquianos del mismo entran en comunión espiritual cantando el You belong to me de Patti Page. La secuencia ilustra la situación económica de Hester con la de toda una Gran Bretaña post-guerra sumida en la bancarrota; una comunidad triste que ahoga sus penas en el alcohol de la misma forma que Hester lo intenta con el gas en su habitación; una canción popular cantada a pleno pulmón por un hombre que ya desprecia a su enamorada tanto como a la alta cultura. Hester no conseguirá que Page vuelva con ella, pero ella seguirá allí para él porque la pasión y, por tanto, el amor “es inexplicable en términos de lógica”. La masa seguirá cantando y Hester se convertirá en su única audiencia.

Notas:

  1. "El cine y el teatro son distintos. El cine puede revelar cosas. Y si puedes revelar cosas, no hay necesidad de hablar acerca de ellas. Pero también puedes mostrar las ambigüedades que surgen entre los cortes. Y puedes moverte dentro y fuera del tiempo.” (Davies en el Dossier de Prensa) 
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Festival Internacional de Cine Documental de Navarra – PUNTO DE VISTA

Muchas, demasiadas veces, y más en los últimos meses, la actualidad cultural parece tener más relación con la crónica de sucesos que con cualquier disciplina artística. Día tras día vemos casos de abuso, de maltrato e, incluso, de asesinato. Ayer nos llegaba una carta del actual director de Punto de Vista, Josetxo Cerdán, comunicándonos la noticia fatal del apuñalamiento vil, cobarde y por la espalda del festival. No trataré de ocultar que estos calificativos responden a un impulso rabioso y parcial pero, hasta que no nos lleguen más datos de lo sucedido, este es el único sentimiento que tiene cabida en mi cabeza.

Por diversos motivos, tuve que pasar años siguiendo el festival desde la distancia, salivando con las crónicas de quienes asistían y consolándome con alguna de sus excelentes publicaciones o celebrando cuando tenía la suerte de cazar alguna de las películas que habían pasado por su programación. Esta rutina se rompió el año pasado, cuando tuve la inmensa fortuna de ser alumno de Carlos Muguiro, fundador del certamen, en el Máster en Estudios de Cine y Audiovisual Contemporáneo de la Universitat Pompeu Fabra. Su generosidad, su pasión meditada y tranquila al hablar de los cines de lo real hicieron de aquellas clases una de las experiencias más enriquecedoras que he vivido en el ámbito académico, y es posible que fuera esto lo que me espoleó definitivamente a acudir a Pamplona a finales del pasado febrero.

Lo que allí encontré fue un festival de (agradecidas) dimensiones humanas, en el que había tiempo para asimilar y comentar lo visto, aunque siempre con la ansiosa impaciencia de saber cuál sería el siguiente plato. Y, lo más importante, encontré una programación problemática, en el buen sentido: me convencieran o no, ante la mayoría de aquellas películas no servían los calificativos que quienes solemos escribir sobre cine tenemos guardados siempre en la recámara, e incluso el debate acerca de lo que es documental y lo que no pasaba a un segundo plano, eclipsado por el mundo que nos mostraba cada uno de aquellos filmes.

Volví a casa con muchas cosas en la cabeza, entre ellas la de que Punto de Vista se acercaba mucho a mi idea de lo que debía ser un festival. Por eso me duele la idea de no poder volver. Jode, y mucho, pero lo que más daño hace es pensar en todos aquellos que no habían podido acudir, que no habían limpiado la mirada en sus pantallas.

Hay, seguro, otras personas que podrán hablar de Punto de Vista con más conocimiento de causa que yo, y lamento que mi capacidad no dé para que este apresurado elogio (quiero aferrarme a la posibilidad de que estamos a tiempo de que no sea una elegía) se salga de los tópicos al hablar de un festival que se caracterizó, precisamente, por desterrar ese término de su vocabulario.

Habrá más noticias y datos sobre este asunto, todavía quedan muchas cosas por hablar con calma y perspectiva pero, ahora mismo, al leer y releer con incredulidad la carta de Josetxo Cerdán crece la angustia por lo que parece obvio: al Punto de Vista no lo ha matado la crisis, sino las mentiras. El pesimismo invita a pensar que estas se cobrarán más víctimas pero la ejecución del certamen pamplonica está teñida de una amarga y simbólica ironía, ya que constata el desprecio de la clase política hacia la realidad. Si esta no tiene cabida en sus planes, mucho me temo que nosotros tampoco.

A continuación, reproducimos la carta íntegra escrita por el Director Artístico del Festival.

El pasado jueves, 15 de septiembre, recibí una llamada en la que se me comunicaba que se suspendía la que tenía que ser la octava edición de Punto de Vista, que debía celebrarse entre el 21 y el 26 de febrero de 2012.

No solo yo, sino parte del equipo del equipo de Punto de Vista llevaba trabajando en el festival desde el mes de mayo, cuando se abrió el plazo de inscripciones (cerca de 500 películas presentadas a fecha de hoy) y empezamos a diseñar los contenidos del programa. El trabajo de varias personas durante cuatro meses, además de otros gastos de programación y producción del festival (como el mantenimiento y seguimiento de las inscripciones, los viajes a festivales o los envíos de material) ahora es una inversión desperdiciada. La programación de Punto de Vista de 2012 está cerrada en un 90%. Tenemos incluso cartel y el anuncio para las salas. Por no hablar de un programa de búsqueda de financiación privada que se había puesto en marcha a principio del verano y parecía que podía empezar a dar frutos en breve.

Todo eso es un esfuerzo personal, profesional y económico que ahora se pierde irremediablemente. Eso, en un momento donde se nos dice que priman las políticas de austeridad. Punto de Vista en su edición de 2011 finalmente consiguió calar entre los diferentes públicos de la ciudad y dejar atrás una etiqueta de elitista que le había perseguido de manera injusta desde su creación: inteligente sí, elitista no. ¿Cómo puede considerarse elitista una actividad cultural que tiene un precio de 3 euros? Punto de Vista es un festival para el disfrute de los navarros y de todas aquellas personas que, cada año, se desplazaban desde diferentes rincones de España, y del extranjero, hasta Pamplona para asistir al evento. Visitantes que llegaban a la ciudad en el frío mes de febrero para aumentar la actividad económica del sector servicios de manera evidente con la ocupación de habitaciones de hotel, comidas y cenas en bares y restaurantes, transportes, etc.

Como han dicho los medios en repetidas ocasiones, Punto de Vista se había convertido en una de las citas cinematográficas más importantes del Estado y de creciente y reconocido prestigio en el extranjero (así lo han atestiguado algunas de las publicaciones punteras como Cahiers du Cinema, Senses of Cinema o Art Forum en los últimos años). Todo ello con un presupuesto total que era hasta tres y cuatro veces menor que algunos de los otros festivales españoles con los que Punto de Vista se comparaba habitualmente en cuanto a calidad. Y así parecía reconocerlo UPN en su programa electoral de mayo, donde afirmaba que Punto de Vista es, o tenía que ser, el ‘programa de referencia’ en el área de cine del actual Gobierno de Navarra. Dichos programas de referencia eran una serie de iniciativas propias a los que era ‘preciso de dotarles de una mayor financiación para incrementar su actividad y promoción’ (Muévete por Navarra. Programa electoral Unión del Pueblo Navarro 2011-2015, pág. 41). ¿Dónde quedan hoy esas promesas electorales? ¿Dónde la defensa de una actividad cultural de reconocido prestigio dentro y fuera de Navarra y España? ¿Dónde el compromiso con un público navarro que el festival ha ido consolidando a lo largo de sus siete ediciones? ¿Dónde, por último, el compromiso con todo un conjunto de profesionales que hicieron posible eso a lo largo de todos estos años y un equipo que lleva trabajando cuatro meses en la nueva edición y ya ha adquirido compromisos con directores de lugares tan diferentes como Alemania, Malasia o Estados Unidos?

Atentamente,

Josetxo Cerdán

Director Artístico de Punto de Vista 2012

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Donostia Zinemaldia – Festival de Cine de San Sebastián (16-17/09/2011)

Dualidades

Intruders (dirigida por Juan Carlos Fresnadillo) se abre con una madre y un niño ideando nuevas reglas para un cuento que acabará tornándose físico y real. Inaugurar la 59 edición del Zinemaldi con esta película es toda una declaración de intenciones. Primero, porque su selección es un corte directo respecto a los criterios de años anteriores: abrir el concurso con una película de género muestra un cierto interés por las formas y no sólo por los contenidos. Segundo, porque sirve de encadenado al nuevo director del certamen, José Luis Rebordinos, que pasa de conducir la Semana de Cine Fantástico y de Terror de Donostia a pilotar el Festival de Cine de San Sebastián. Y tercero, porque la elección de Intruders también funciona como una cortinilla (de estrellas) que permite ganar visibilidad en los medios, gracias a la presencia de un equipo español y europeo que tiene un convincente permiso de residencia hollywoodiense.

Si hablamos de la película en sí, lo cierto es que Intruders es una película tan correcta como insípida. Tal vez lo más destacable, a parte de un villano bien concebido y una trama en dos fases y espacios diferentes, es cómo en esta ocasión el inevitable (y previsible) giro final es más estructural que narrativo. Tiene algunas imágenes ciertamente potentes (el muñeco de fuego, el robo de voz, la cámara de vigilancia) pero el resultado es poco esforzado y todos los elementos que prometían una buena película de terror quedan ocultos bajo un thriller excesivamente sobrio. Hay, eso sí, un elemento que da bastante miedo: bien sea por un error de casting, de caracterización, de dirección, o directamente de industria, existe una mirada desmesuradamente lujuriosa hacia la niña protagonista.

Martha Marcy May Marlene (dirigida por Sean Durkin) también opta por contar dos historias reflejas en tiempos dispares. La historia comienza con una Martha que escapa de una secta (donde ha sido rebautizada como Marcy May) para reunirse con su hermana. A partir de ahí, el espectador asiste a las dos convivencias en paralelo, siempre desde el punto de vista de la protagonista. Uno de los grandes aciertos de la película es convertir las secuencias de la secta en un entorno de fascinación continua mientras que la parte que se desarrolla en un entorno de libertad es, de hecho, la más incómoda. La presencia de una hermana que apenas conoce, en una casa alquilada demasiado grande para tan pocos inquilinos, hace que Martha, a diferencia de Marcy May, no tenga ningún tipo de sentimiento de pertenencia. Martha Marcy May Marlene es un título consecuente, honesto y muy respetuoso con las normas que se ha autoimpuesto. Se le puede achacar cierto preciosismo innecesario (ésta es una película que no respira, donde todos los planos tienen una composición extremadamente equilibrada) pero usa perfectamente los símiles y, además, se permite un juego espléndido de elisiones entre los dos tiempos.

Estos dos primeros días de Festival han destacado por varias películas centradas en diferentes tipos de dicotomías. Si en las dos películas mencionadas éstas aparecían en la propia organización del relato, en Albert Nobbs (dirigida por Rodrigo García) y Et maintenant on va où? (dirigida por Nadine Labaki) quedan más fijadas en los argumentos. En el primer caso, Glenn Close (premio Donostia 2011) interpreta al Albert del título, una mujer que se ve obligada a adoptar una identidad masculina a finales del siglo XIX. En el segundo, un grupo de mujeres libanesas intentan convencer a los hombres del pueblo de lo absurdo de las comparaciones/confrontaciones entre cristianos y musulmanes. Albert Nobbs tiene el (noble) problema de ser una película donde todos los implicados (actriz, guionistas, director) quieren demasiado a su protagonista. Ello impide que existan indiscreciones incómodas pero necesarias como un acercamiento a las obviadas pulsiones sexuales de su protagonista. En el caso de Et maintenant on va où? el problema son las ganas absolutas de contentar a la audiencia a toda costa: hay comedia, drama, feminismo, amor, fe, comida, amistad, canciones, guerra, exotismo, lágrimas, sexo y bailes en menos de dos horas. El resultado es colorista pero superficial; los personajes y situaciones son curiosos pero intercambiables entre sí y la conclusión final es la lógica pero llega por saturación. Nadine Labaki, la directora, ya consiguió el premio del público y el de la juventud en San Sebastián con Caramel (Sukkar Banat, 2007) y unos ingredientes parecidos. Viendo las entusiastas reacciones a la película en la sala, no sería raro que repitiera.

Si en Et maintenant on va où? el problema es la cantidad abrumadora de elementos contradictorios entre sí, en Amen ocurre todo lo contrario: la nueva película de Kim Ki-duk es una película sin apenas componentes. Aquí, una chica viaja a París a buscar a su novio y desde allí inicia una búsqueda que la lleva a también a Venecia y Aviñón. Por el camino sufre una violación, y el violador comienza a perseguirla por toda Europa. Amen confunde las figuras de violador-novio y perseguidor-perseguido, y lo hace prácticamente sin trama, con un método amateur (se escucha continuamente el sonido del botón del zoom de la cámara, por ejemplo), con una sola actriz (que se dedica a repetir el nombre de su novio durante todo el metraje) y Kim Ki-duk como único técnico. El director dice en el dossier de prensa que ha hecho esta película para encontrar respuesta a preguntas como ¿Qué es un amante? ¿Qué es el amor? ¿Qué es el crimen? ¿Qué es la infelicidad? ¿Qué es la felicidad? ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es la fe? ¿Qué es el cine? Uno se pregunta cuál es la razón por la que el director coreano ha decidido radicalizarse, si los motivos de esta salida del sistema son personales o si efectivamente hay una pretensión cinematográfica que se me escapa. En cualquier caso, me atrevo a decir que el resultado es injustificable.

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‘El árbol de la vida’ (‘The Tree of Life’, Terrence Malick, 2011)

Imágenes libres

El último trabajo de Terrence Malick es un film que (se) desborda con cada secuencia e imagen, como si se fugase en cada corte de plano. Su desmesura, exceso lírico y arrebato discursivo no dejan lugar a dudas, estamos ante una película libre hecha por un hombre que como nunca explicita su autonomía en su trabajo, el cine. Estamos ante una obra maestra, sí, vamos a dejarlo claro de una vez por todas, estamos ante una obra de arte total.

Se montarán mil y una interpretaciones, cada cual más enrevesada sobre esta monumental obra. Aquí nos quedamos con la vivencia más directa del relato, la vorágine de una historia de violencia que bascula entre la tragedia familiar y el drama cósmico. Tragedia familiar ante un páter familias (Brad Pitt) que infunde más temor que respeto en sus tres hijos y esposa. Y drama cósmico ante la irrupción de la muerte en la vida cotidiana de esta familia tipo de la década de la barbacoa norteamericana. El árbol de la vida en definitiva no cuenta otra cosa que la historia de una profunda crisis de creencia, de creencia infantil en la figura del padre y creencia divina ante la muerte de un niño.

Malick es explícito. El film se abre con una cita del libro de Job. Sí, El árbol de la vida apuesta radicalmente por lanzarse y arrastrarnos con él al abismo de lo espiritual (en el arte) así que desde ya es necesario advertir que no se confunda una declaración de principios con el adoctrinamiento. Sobre todo a aquellos que se llenan la boca con el término “revelación” cuando aluden al cine moderno como si el materialismo histórico hubiera parido esta palabra. Job, decíamos, la cita remite a la historia bíblica del inocente que sigue los dictámenes de las sagradas escrituras y aún así es castigado perdiéndolo absolutamente todo.

Malick se toma entonces la libertad de representar su particular Génesis, de poner en imágenes lo que en su día pudo ser el big bang, la primera eclosión de vida, la transformación del planeta Tierra, los primeros animales, los dinosaurios, el hombre. Y aquí se introduce en la gran narración de la historia occidental, aquella que ha contado durante dos mil años la existencia de un Dios y un principio y un final de los tiempos. La familia norteamericana de los años cincuenta se inscribe en este gran relato y es entonces cuando, ante la irrupción de la nihilidad, se abre ante los ojos de un niño la ausencia de ese fundamento que tanto repiten los adultos.

El árbol de la vida es una película luminosa que cuenta una historia oscura. Jack, el primogénito, no deja de reprocharle a su padre que es un hombre incoherente, tal como Job le increpa a Dios su injusto sufrimiento. Esas dos vías, la del drama familiar y la del drama divino, se proyectan de forma paralela. Malick no se acompleja y desde la crisis vital de sus personajes construye sus imágenes, desbordantes, excesivas, viscerales, ingenuas, poéticas, libres, tanto que el espectador ha de ponderar constantemente entre intelecto y emoción para no perder la oportunidad de vivir esta experiencia estética.

El árbol de la vida es, en efecto, tal como lo están repitiendo muchos durante estos días, “una auténtica paja mental”. Ahora bien, ¡qué paja mental, señoras y señores! Malick se apropia de esta crisis de creencia (también llamada “perdida de la inocencia”) para dar rienda suelta a una imagen que levita, que usa la música y se funde con ella, se evapora, se libera del rigor de un montaje lineal donde cada plano exige su contraplano, donde el relato está obligado a contar en lugar de mostrar. Malick apuesta decididamente por lo segundo haciendo de El árbol de la vida su primera película donde el lirismo (¿qué está pasando?) se libera del tiempo estricto de la historia (¿qué va a pasar?). Malick nos ha hecho un regalo compuesto de imágenes que luchan constantemente por mantener una visión poética muy personal. Si esto es una “auténtica paja mental”, espero que Malick no recobre nunca la cordura.

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‘La piel suave’ (1964) y ‘La mujer de al lado’ (1981), de François Truffaut

El apremio

DVD - Avalon

“El amor es el tema entre los temas. Ocupa tal lugar en la vida, en los apartamentos, en las calles, en las oficinas, en los periódicos, en la política, en la guerra, en las fábricas, en el éxito, en el fracaso, en las ferias, en las plazas, en las escuelas y también en los aviones, que si me demostrasen estadística en mano que nueve de cada diez películas son de amor, les respondería que no es suficiente”
François Truffaut [1]

Con motivo de la edición en DVD de La piel suave (La peau douce, 1964) y La mujer de al lado (La femme d'à côté, 1981) de François Truffaut, me acordé de cuando vi la primera de las dos películas recientemente editadas por Avalon. Fue una tarde de julio, en la Filmoteca. Al salir, escribí unas líneas apresuradas, apenas un retazo de la imborrable huella que la película dejó en mi ánimo.

6 de julio de 2007

La misma urgencia con que Pierre sale disparado de su casa para no perder el avión a Lisboa en las primeras escenas de La piel suave es un hilo rojo que recorre la película hasta el final. Pierre parece vivir bajo el signo de lo apremiante. Es urgente volver a hablar con Nicole tras verla alejarse por el pasillo en el octavo piso del hotel. Es urgente llamarla cuando descubre que ella ha escrito su número de teléfono en una caja de cerillas, aunque en el comedor su mujer y los invitados puedan descubrirlo. Es urgente dejar a su mujer cuando ésta le reprocha sus mentiras tras los dos días que Pierre ha pasado en Reims con su amante. Igual de urgente que es encontrar un nuevo piso para compartir su vida con Nicole.

Pero la velocidad del propio deseo que Pierre pretende imponer al mundo, a los que lo rodean, no tiene en cuenta la de los afectos ajenos, y, como un tornado ese apremio vital, arrasa con todo lo que se cruza en su destructivo camino. Nicole rompe su relación con Pierre tras reprocharle haber querido ir demasiado deprisa y cuando éste quiera regresar con su mujer va a ser demasiado tarde. La urgencia de Pierre por amar, por ser amado; la voracidad de su anhelo acaban teniendo el efecto contrario: Pierre es aborrecido. En el ojo del huracán, el cañón de la escopeta con que su mujer termina con el apremiante tiempo vital de Pierre...

Engranajes

“No podía hacer nada, era un engranaje”. Son las palabras de Pierre ante una desolada Nicole que en Reims se siente humillada por el egocéntrico escritor, que no consigue deshacerse de un pesado anfitrión. El mismo Truffaut define a Pierre como “un hombre fuerte en la vida social pero débil en el amor que a los 44 años se encuentra ante un agudo dilema cada vez más asediado en un engranaje”. [2] Pero engranage también define el modo en el que realizador galo urde sus asfixiantes tramas en torno a un deseo trágico. No sólo el de Pierre por Nicole, sino también el de Bernard por Mathilde en La mujer de al lado.

Para Bernard el deseo es igualmente un dispositivo que lo sume en la desesperación, una red en la que más se enreda cuanto más lucha por zafarse de ella.  La repetición es la figura poética que engrasa el engranaje, volviendo insoportables las opresivas atmósferas de La piel suave y La mujer de al lado. Como si el estado de indecisión de sus protagonistas masculinos, a la par que la imposibilidad de su empresa y de su deseo, imprimiesen su cuota de desesperación en la substancia formal y narrativa de ambos filmes. Como afirma Óscar Brox en uno de los potentes libretos que acompañan a los DVD, “una historia como la que explica La mujer de al lado sólo puede entenderse bajo las coordenadas del suspense, notando de qué manera el drama y el amor dejan de tener valor cuando intuimos que todo es fruto de un impulso”.

Igual que en La piel suave, en La mujer de al lado Truffaut nos sumerge en un claustrofóbico triángulo amoroso, el infierno de la infidelidad, la indecisión y el deseo insatisfecho. Bernard lleva una vida plácida junto a su mujer y su hijo pequeño, en una aldea de pocos habitantes. En la casa de delante se instalan Mathilde y su marido. Después de ocho años sin saber el uno del otro, los que fueron amantes  confluyen en un pequeño pueblo, devienen vecinos. La primera mirada que intercambian Bernard y Mathilde, de mutuo reconocimiento que no confesarán a sus respectivas parejas, es como una caja de Pandora que contiene un único mal, un deseo inextinguible. Y la balanza eros-thanatos se decanta hacia el lado más oscuro, a la par que constitutivo, de dicho deseo.

La caída

“¿El abismo no es más que un aniquilamiento oportuno? No me sería difícil leer en él no un reposo, sino una emoción. Enmascaro mi duelo en una huida; me diluyo, me desvanezco para escapar a esta compacidad, a este atasco, que hace de mi un sujeto responsable: salgo: es el éxtasis”.
Roland Barthes [3]

Fall in love, tomber amoureux, abismarse, eso es lo que una y otra vez les sucede a los protagonistas de los filmes de Truffaut… En La mujer de al lado, la primera en caer es Madamme Jouve, la recepcionista del Club de Tenis en torno al que se reúne la comunidad, y narradora omnipresente durante el film. Sumida en la desesperación del rapto amoroso, durante su juventud, se lanzó al vacío desde un séptimo piso. Su cojera es la huella de ese desamor. En la escena en la que comparte su historia con Bernard, Mme. Jouve resbala y cae en el suelo de su casa. Pero, además de  contar su propia historia, comparte con Bernard, en uno de esos magistrales juegos de cajas chinas que tanto gustan a Truffaut, otro drama: el de un  hombre que se amputó los brazos, enamorado de una mujer que detestaba que la alzasen del suelo. Siguiendo con las reverberaciones narrativas, como si la de Jouve fuera una historia que se repite generación tras generación, igual que en las familias trágicas de la Grecia clásica, la siguiente en caer es Mathilde que se desvanece entre los brazos de Bernard, durante el apasionado reencuentro de los amantes en el garaje de un supermercado.

El de Pierre es un cuerpo en perpetua carrera contra el tiempo, al que acompañan unos estresantes y vertiginosos travellings -como los de las secuencias de tránsito al aeropuerto, o el del ascensor del hotel-. Si el tiempo es lo que parece oprimir a los cuerpos en La piel suave, en La mujer de al lado los cuerpos no hallan sino espacios que los incomodan o ahogan. “Ella desentona con el paisaje” le dice Bernard a su mujer Arlette, tras el reencuentro con Mathilde. Unas secuencias más tarde vemos un coche cerrado al exterior al que sólo Thomas, el hijo del matrimonio, podrá acceder a través del maletero para abrirlo desde dentro. La caída es culminación y forma por excelencia de esta conflictiva relación de los cuerpos con un espacio que les es ajeno. Cuerpos que desentonan, que no hallarán reposo más que en la última caída, su total aniquilación: el asesinato y el suicidio.

Notas:

  1. En Le cinéma selon François Truffaut. Paris, Ed. Flammarion, 1988. 
  2. Op. cit
  3. BARTHES, Roland, Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires, Siglo XXI, 2003. 
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‘Super 8′ (J.J. Abrams, 2011)

Keep On Dreaming

Directores como Richard Donner o Joe Dante, incluso Robert Zemeckis, nunca aparecen en ese olimpo sagrado de los autores. Probablemente Cahiers du cinéma nunca les dedicará una triste portada y mucho menos un monográfico. Y es que entendámonos, hay un cierta clase de cine que aún sigue siendo considerado menor, reducido a meras obras de lo que se llama, con un cierto aire peyorativo, películas de entretenimiento, como si esta calificación fuese sinónimo de cine vacío, de ausencia de calidad; un cine en definitiva incapaz de ofrecer nada más allá del placer de contemplarlo comiendo una bolsa de palomitas.

Ya de por sí esto resulta francamente contradictorio, si estamos ante films que ya ofrecen un cierto placer contemplativo es que detrás de estos aparentes artefactos meramente comerciales hay algo que nos motiva, nos induce a pegarnos a la pantalla y disfrutar de su visionado. Incluso yendo un paso más allá se podría entrar en ese debate que no parece tener fin sobre el cine como arte o como mero instrumento de ocio, ¿pero la pregunta que se antoja más pertinente no sería en todo caso si el arte no es algo producido para su disfrute placentero en cualquiera de sus niveles?

Sea como fuere, independientemente de la opinión que cada uno pueda tener, hay que reconocer que los directores anteriormente mencionados (entre otros por supuesto) consiguieron con películas como Los Goonies (The Goonies, Richard Donner, 1985), Gremlins (Joe Dante, 1984) o la trilogía de Regreso al Futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985-1989-1990) crear toda una generación de cinéfilos. Niños que a través de estas películas quedarían atrapados por el cine y no lo abandonarían jamás. Y todo ello gracias a una combinación que resultaba del todo eficaz: aventuras, peligros, final feliz y, sobre todo, unos protagonistas que distaban siempre de los héroes tradicionales. En estas películas los protagonistas, sea a título individual o en grupo, eran gente normal, incluso losers, outsiders, soñadores, gente que se salía del standard social, chicos pre y adolescentes con los que el público potencial del film en cuestión podría establecer una conexión empática inmediata. Pero además, estas películas captaban, por así decirlo, el espíritu de una época. La estética, la música, la puesta en escena, en definitiva, creaban un paisaje, un retrato de unos personajes cuyas aventuras escondían algo más tras lo evidente: nos hablaban de ese momento difícil de la transición de la niñez al mundo adulto, de la pérdida de la inocencia y el intento de mantenerla viva, una metáfora también, en cierto sentido, de lo que los años 80 significaron en la cultura americana, el tránsito del idealismo setentero hacia el mundo del capitalismo global de los años 90.

Hay que reconocer pues que el director de Super 8, J.J. Abrams, ha sabido tomar buena nota de todos estos elementos. Miembro de esta generación ochentera ha realizado un film que se nutre de todos los elementos anteriormente mencionados insertando además, hábilmente, una suerte de discurso metacinematográfico por un lado basado en la propia reconstrucción de un estilo de película y con la introducción, por el otro, de sus propias memorias cinéfilas, de sus inicios infantiles con las cámaras de super-8 a las que el título de la película hace referencia.

Sí, esta es una película de ciencia ficción, pero lo de menos aquí es precisamente el sujeto activo del film; el monstruo, sabiamente dosificado al principio del metraje para un mayor impacto posterior, no deja de ser una especie de Macguffin para articular el discurso que realmente le interesa: las vidas de un grupo de amigos preadolescentes. Los temas no dejan de aparentar ser los mismos de siempre en estos casos, el descubrimiento del amor, la incomprensión adulta, el despertar de las vocaciones individuales, etc. Elementos que parecen ser un catálogo de tópicos y que podrían catalogarse como tales al encontrarnos con un elenco protagonista que encaja perfectamente en los estereotipos, a saber: el gordito incomprendido, el soñador, el debilucho, el freak y un protagonista líder que responde a una suma de los personajes ya comentados y que exhibe, cómo no, su galería de traumas familiares, en correspondencia casi mimética con la chica de la que se enamora. Y aquí radica el mayor acierto del director; efectivamente no huye del cliché sino que trata de sacarle el mayor partido. Lo que J.J. Abrams nos dice es que cliché no es necesariamente superficialidad, que el estereotipo existe en el cine porque existe en la vida real, y para ello pone todas las mejores líneas de diálogo, toda la complejidad en el comportamiento y toda la profundidad psicológica en el grupo protagonista principal, enfrentándolo intencionadamente con una cierta unidimensionalidad de unos adultos incapaces de escuchar, de evolucionar ante los eventos narrados.

Con todo ello Super 8 se revela como un film deudor y a la vez homenaje, un film que no confunde la nostalgia con el infantilismo, la reconstrucción con el cartón piedra y mucho menos la cinefilia con la imitación vulgar. Si acaso un pero se le podría poner a la película es la profusión de un cierto discurso de valores morales que se antoja un tanto rancio, cosa por otro lado que no deja de ser también marca de la casa de las producciones de Steven Spielberg, director que no tiene ningún problema en calificarse de conservador y que reconoce sin ambages que sus películas, por su discurso, podrían haber funcionado 50 años atrás.

Y hablando de las producciones Steven Spielberg, posiblemente su nombre sea el causante del éxito de las películas comentadas al inicio e incluso corresponsable del éxito de Super 8, pero no es menos cierto que su nombre promocional fagocitó a los directores mencionados pasando sus películas muchas veces entre el gran público por productos 100% spielbergianos. Así pues haría bien J.J. Abrams en intentar no caer en este error. Sus anteriores producciones demuestran no necesitar un nombre que le haga sombra y Super 8 no deja de ser el espaldarazo definitivo y la confirmación de su capacidad para crear y hacer buen cine. Esperamos pues que el nombre de Spielberg no deje de ser otro guiño, otro elemento más para retrotraernos a nuestra infancia cinéfila, otra invitación más a soñar.

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44º Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya (del 6 al 16 de octubre de 2011)

Inteligencia emocional

Un año más llega el Festival de Sitges, una cita anual de obligado cumplimiento para los amantes del cine fantástico. Este año, cumpliendo con su 44ª edición, y el décimo aniversario del estreno de A.I. Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence: AI, Steven Spielberg, 2001), el festival dedicará algunas de sus películas al género robótico, inspirándose asimismo el cartel en esta temática.

Precisamente en esta línea, la película inaugural del certamen será Eva, primer film de Kike Maíllo, que se configura como uno de los proyectos más ambiciosos del cine español al abordar, con un gran despliegue de medios, un género más propio de las grandes superproducciones estadounidenses.

Entrando en el terreno del cine más comercial no faltará un viejo conocido del festival como Jaume Balagueró con Mientras Duermes, donde se aleja del gore exhibido en [Rec] (2007) y [Rec]2 (2009) para adentrarse en el ámbito del thriller psicológico. Asistiremos al nuevo film de Steven Soderbergh, Contagion, que, con un elenco de lujo (Matt Damon, Laurence Fishburne, Marion Cotillard y Jude Law entre otros), narra una historia apocalíptica donde la humanidad se enfrenta a su extinción debido a un virus altamente letal.

La polémica llegará sin duda una vez más con el último film de Lars von Trier, Melancholia, y posiblemente otra vez girará en torno no tanto de la calidad del film como del debate que genera el propio director, capaz de provocar filias y fobias extremas.

A través de todos estos filmes se adivina un hilo conductor en el festival. Si hace dos años los zombis tomaron la programación y el año pasado se incidió especialmente en la desestructuración familiar como metáfora del derrumbe social frente a la crisis que aún estamos viviendo, en este se adivina la intención de traspasar los límites de la realidad y plantear posibles escenarios post crisis, escenarios que plantean situaciones tan diversas como la destrucción definitiva del planeta o utopías más o menos positivas donde reinará un cierto equilibrio medioambiental y tecnológico.

Por supuesto no faltarán a la cita de este año películas de género puro y duro como la cubana Juan de los Muertos, donde el género zombi se articula una vez más, siguiendo los pasos de George A. Romero, como vehículo de crítica sociopolítica, adentrándose en esta ocasión en las contradicciones ideológicas del régimen castrista combinándolo todo con una pátina de comedia muy en la línea de Edgar Wright y su Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004).

Pero sin duda una de las mayores atracciones del festival será la proyección del film The Yellow Sea, producción coreana dirigida por Na Hong-Jing, autor de la aclamada The Chaser (2008). Un thriller policiaco que a la manera del cine negro se sumerge en las capas sociales más bajas, mostrando un mundo de corrupción, delitos y moralidad ambigua.

Así pues, la presente edición sigue por los derroteros habituales, variedad genérica, recuperación de clásicos y, cómo no, la proyección de filmes con un eje temático principal, no sólo reflejado en su cartel de presentación, sino que intenta ir más allá adaptándose a la realidad del momento. Una muestra más de que se trata de un festival que no trata sólo de contentar a los amantes del fantástico y el terror sino que no es ajeno al contexto en el que le toca vivir, sea social o cinematográfico.

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