Archivo mensual: mayo 2014

D’A 2014 – ‘Metalhead’ (‘Málmhaus’, Ragnar Bragason, 2013)

Caminante no hay camino, se hace camino al tocar

Uno de los elementos más destacados, por no decir el único, de la serie La cúpula (Under the Dome, basada en un libro de Stephen King) es ver cómo la dimensión espacial generada por los límites de la mencionada cúpula actúa sobre el microcosmos que se encierra en ella. Al mismo tiempo, los propios límites físicos impuestos por la trama también alimentan un cierto reduccionismo argumental y, también hay que decirlo, una ingente cantidad de trampas de guión para “franquear” esas barreras de manera que la trama pueda seguir avanzando.

En cierto modo Metalhead es una película que habla de esos límites infranqueables pero que, en contraste con los de la cúpula citada, son si cabe aún más peligrosos porque son físicamente invisibles. Sí, se trata evidentemente del entorno geográfico, una isla, con las limitaciones geográficas que conlleva, y sí, son los límites de un clima que invita al encierro y por tanto a la autolimitación introspectiva de la persona. En este sentido, los planos generales de la película remiten a ello mostrándonos grandes espacios abiertos, pero en cierto modo delimitados por la bóveda celeste, para rápidamente contrastarlos con la reclusión de una comunidad encerrada en los pequeños espacios que suponen casa, iglesia, sala de fiestas.

En el fondo la cuestión de la afición a la música metal de la protagonista no es más que el disparador hecho excusa del argumento. Un hilo conductor, bizarro e incluso divertido por el contexto en el que se emplaza, pero que no deja de ser la vía de escape al drama familiar (la muerte de un hermano) con el que se inicia la película. El heavy, la actitud de rebeldía de la protagonista, su estética incluso se presentan como un medio para un fin: liberarse de un contexto si no opresivo sí enormemente conservador y cerrado. Sin embargo Metalhead tiene la virtud de no descuidar ni obviar en ningún momento que ese medio proviene fundamentalmente de una obsesión, de un trauma mal curado por el silencio y la no aceptación de la realidad y la culpa. Por ello no se duda en ningún momento en mostrar cómo las propias barreras autoimpuestas en forma de rechazo de toda convención social pueden convertir una herramienta de liberación, el amor por la música, en el cerrojo de la propia prisión obsesiva.

Ciertamente no estamos ante una película que quiera dejar un poso dramático de gran calado, más bien y quizás peque en eso de buenista, tienda a simplificar el drama y su resolución mediante algunos brochazos facilones y previsibles. Ello no es óbice para que estos momentos queden hábilmente tapados por un humor soterrado, entrañable que por momentos remite al cine de Aki Kaurismäki en su concepción del sentimiento lacónico, frío pero profundamente humano. Un estilo que nos permite, tras una cierta dosis de extrañamiento inicial, empatizar con sus personajes a un nivel casi familiar, cariñoso en la comprensión de sus múltiples virtudes y defectos.

Todo ello conforma un estado de ánimo final en el espectador que hace de Metalhead algo muy parecido a una feel good movie. Puede que no convenza tal happy end en esta historia a ratos tan cubierta de negrura a ratos tan alejada de convencionalismos estéticos y argumentales. No obstante el objetivo del film, si no moralizante, sí tiene una importante dosis de lanzamiento de mensajes al respecto de las apariencias, las obsesiones y los traumas y cómo afrontarlos para superarlos. En este sentido Metalhead puede presumir de su diáfana capacidad de exposición y claridad en sus metas a alcanzar. Hacer sufrir, extrañar, analizar, ejemplarizar y sonreír. Nada de diferente de cualquier cuento de monstruos, princesas y caballeros andantes que, al fin y al cabo, con mayor complejidad si se quiere, es lo que acaba siendo este film.

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D’A 2014 – ‘Our Sunhi’ (‘U ri Sunhi’, Hong Sang-soo, 2013)

Escarbando en lo profundo. Conociéndose a sí mismo

Las sensaciones que transmiten las obras de Hong Sang-soo son las de una cierta comodidad, de saber exactamente dónde estamos y qué vamos a encontrar en ellas. Por eso mismo resulta equiparable la incomodidad a la hora de afrontar el texto. Porque, al fin y al cabo, ¿no estaremos escribiendo una otra y otra vez las mismas cosas sobre su cine, en un bucle que parece no tener fin?

Aunque Our Sunhi es, efectivamente, una obra plenamente sangsooniana al mantener las constantes habituales de su filmografía tanto argumental como formalmente, se aprecian dos almas conviviendo en ella. Por un lado su deriva, vista en sus últimas obras, hacia un extrañamiento contextual que sitúa sus películas fuera del tiempo y el espacio concretos. Por el otro asistimos a la recuperación de elementos de su filmografía intermedia (2004-2008) que habían sido abandonados en los últimos tiempos tales como la creación de una ubicación temporal concreta y, en lo formal, el uso reiterativo del zoom.

Efectivamente, volvemos a encontrar a unos personajes que se mueven en laberintos cíclicos de los que no pueden salir, en geometrías que no responden a un desarrollo cronológico sino a un estancamiento vital atemporal del que no pueden huir. Los protagonistas se encuentran en sucesivas ocasiones de forma aparentemente fortuita, pero la recuperación del recurso del zoom como forma de encuadre (y encarcelamiento) y la casi ausencia de otros personajes alrededor configuran un paisaje donde tales reuniones se antojan inevitables, como si estuviéramos ante los únicos habitantes del planeta Sang-soo

Volvemos pues a un cine de la inmediatez, donde todos los eventos relacionados con sus protagonistas quedan en un fuera de campo establecido en un punto inconcreto del pasado. Estamos ante seres sin pasado, e incierto futuro, cuyo día a día es lo más parecido a un “día de la marmota”. Sí, sus rituales (comer, beber, pasearse) y sus constantes repeticiones parecen ocupar jornadas enteras de, por otro lado, profesionales con un trabajo al que acudir pero del que no sabemos nada más que lo que ellos mismos nos dicen de él. Esta depuración de los tiempos queda reflejada también en los escenarios y acciones. Estamos ante una puesta en escena cada vez más desnuda y austera, menos lugares y más vacíos, prácticamente de una sobriedad y minimalismo que bordean lo irreal.

Por otro lado, vemos cómo cosas habituales en las películas de Sang-soo como el sexo, la comida y la bebida siguen apareciendo pero como actos puramente referenciales. El contacto humano es casi inexistente, el deseo un mero comentario platónico, y el acto de beber y comer es citado pero solo vemos el resultado de ello, botellas vacías, platos medio llenos y una embriaguez importante. Como si ya hubieran dejado de tener importancia como hecho y su relevancia estuviera en la consecuencia.

La figura femenina sigue siendo central, el eje gravitacional en torno al cual giran las obsesiones e inseguridades masculinas. No obstante Sunhi se nos aparece como un recipiente vacío, llenado parcialmente por la visión que cada uno de los personajes tiene sobre ella. Aunque sigue siendo el foco de atención, en esta ocasión hay un halo de inmerecimiento, de ser solo una figura idealizada, hasta casi la obsesión, incomprensiblemente. Una mera proyección de los deseos de sus pretendientes masculinos.

Our Sunhi es en definitiva un clímax y un aparente punto y seguido en la filmografía de Hong Sang-soo. Un film que se muestra como un absurdo y cómico vodevil de formas y estructuras sencillas pero que encierra tras de sí un intrincado y complejo entramado de autorreferencialidad y reflexión sobre las propias concepciones autorales del director. Hong Sang-soo firma un manifiesto programático de su manera de entender y crear una película de manera que consigue reunir a modo de síntesis todo su abanico tanto de recursos formales como de obsesiones temáticas. Es por eso mismo que podríamos calificarla como una de sus obras más redondas, al completar la difícil tarea de disfrazar complejidad con sencillez y un cierto desencanto hacia el amor con una comicidad voraz, desesperada.

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D’A 2014 (04/05/2014) – Cuando la música se detuvo, el mundo se terminó

En 1970 la banda de rock británico Led Zeppelin compone la canción Stairway to Heaven y la incluye en su cuarto álbum de estudio. Treinta años después, el videoartista Jeroen Offerman reinterpreta dicho tema y propone con The Stairway at St Paul’s una aguda reflexión sobre la polémica y controversia que generó. Durante tres meses, Offerman aprende a cantar la canción completamente del revés. Backward y forward se entremezclan y confunden, la grabación se reproduce de nuevo del revés y su estrategia se nos presenta como una suerte de espejismo sutilmente irónico. Parece que es la canción de Led Zeppelin, pero hay algo extraño. Una especie de absurda búsqueda que interfiere en la posibilidad de una interpretación objetiva.

En 1974 Stairway to Heaven fue acusada de contener mensajes satánicos cuando se reproducía del revés. Supuestamente, dichos mensajes llegan a la mente de aquel que escucha y le influyen de modo subliminal. O al menos, eso es lo que argumentaban dichas acusaciones. Cuarenta años después el peso de la leyenda todavía flota en el ambiente y muchas bandas de rock o heavy metal siguen siendo mal vistas por una gran parte de la sociedad. La música acentúa la brecha generacional y reafirma la personalidad de los adolescentes, conllevando ésta con frecuencia problemas de comunicación con sus progenitores. Pues bien, todo esto es el punto de partida de dos de las últimas películas vistas en el D’A: Metalhead (Ragnar Bragason) y Somos Mari Pepa (Samuel Kishi Leopo).

El filme de Bragason nos acerca a las frías tierras islandesas y narra la historia de la joven Hera Karlsdottir, hija de granjeros protestantes cuya vida transcurre de modo apacible e idílico. Al menos, hasta que su hermano mayor muere de forma inesperada. Tras el desgraciado accidente, Hera toma una decisión radical que transformará su vida. Al igual que hizo su hermano, ella se acercará al metal. Por eso, en un arranque de ira, decide quemar sus jerseys de punto y utilizar en su lugar las camisetas heavys y las chupas de cuero de su hermano. A partir de aquí, rabietas desaforadas, iglesias incendiadas, pagafantas resignados e incontables guiños a la historia del rock. O del heavy metal. O del death metal. O de la música en general (sí, la verdad es que esperaba que el asunto fuese un poco más riguroso a nivel musical).

Metalhead tenía todos los puntos a favor para ser algo diferente. ¿Diferente a qué? Probablemente diferente a casi todo lo demás. Por desgracia, lo pintoresco del argumento y el contraste del personaje protagonista con su entorno no son suficiente. Porque en el fondo, el film acaba sucumbiendo a mecanismos narrativos ya muy manidos, clichés perpetuados hasta la saciedad y situaciones algo forzadas que suplican la sonrisa cómplice del espectador. Un buenismo imperante y un desenlace previsible para una historia, eso sí, con algunos momentos francamente divertidos.

Y si Metalhead se acerca en cierta manera al folclorismo del heavy islandés, Somos Mari Pepa se aproxima, de un modo mucho más naturalista, al folclore del punk mexicano. Samuel Kishi Leopo realiza una película cuya gran virtud (y no lo digo con ironía) es la falta de pretensiones. Porque Somos Mari Pepa no es más que la insignificante vida de unos adolescentes mexicanos cualquiera. Que tienen sueños, que tienen esperanzas, que tienen una banda de punk, que cometen errores, que aprenden a marchas forzadas. Durante la película comprobaremos con cierta tristeza que su supervivencia como (mediocre) banda se encuentra seriamente amenazada. Básicamente porque la vida se interpone, no hace falta ningún otro impedimento. Nos queda, eso sí, el flaco consuelo de la lucha. Aunque el eterno y persistente luchador no consiga al final lo que se propone.

Sé que han quedado muchas cosas en el tintero. Una programación inabarcable y muchas cosas de las que hablar. Premio de la crítica al nuevo talento para la francesa Mouton (Marianne Pistone y Gilles Deroo, 2013), premio del público para Sobre la marxa (Jordi Morató, 2014), colas interminables para la última película de Tsai Ming-liang, entradas agotadas para la ceremonia de clausura y la proyección de 10.000 Kms (Carlos Marques-Marcet, 2014)… En fin, que resulta imposible una recapitulación exhaustiva, nada más lejos de mi intención. Pero antes de terminar sí que me gustaría hablar de algunos filmes, en concreto tres, que no deberían pasar desapercibidos entre el maremágnum de celuloide y píxeles.

Pirjo Honkasalo es una indiscutible veterana del documental, pero en Concrete Night demuestra su solvencia con el cine de ficción y dirige una amarga película sobre la juventud y la supervivencia, con una cuidada puesta en escena y una preciosista fotografía. El frío, la noche, las insuficientes palabras de significados ambiguos, los comportamientos que heredamos –queriendo o sin querer–, las posibilidades –cada vez más escasas– de escapar de un entorno hostil que ha acabado por impregnar nuestro interior. En definitiva, la deriva –en cierto modo situacionista– de un protagonista que duda ante la vida.

concrete_night

Y si hay una búsqueda indefinida en la película de Honkasalo, también la hay en Cenizas, largometraje de Carlos Balbuena que aborda el modo en que nos relacionamos con aquellos lugares que forman parte de nuestro pasado. Balbuena graba en un pequeño pueblo minero de León llamado Santa Lucía de Gordón, pero la experiencia es extrapolable a otros lugares porque su director no se refiere tanto a un espacio geográfico como a un espacio mental. Prescinde casi por completo de estrategias argumentales y propone al espectador una incursión sensitiva en las imágenes. Esas imágenes que a veces son como los recuerdos y aparecen envueltas de bruma e indefinición, que tienen su propio tempo y permanecen ajenas al resto del mundo. Esas imágenes que hacen que tu reloj interno avance un poco más despacio y quedes sumido en un leve estado de hipnosis. La nieve y el carbón, el blanco y el negro. El pasado, el presente, el silencio, la ansiedad…

cenizas

Y por último, pero no menos importante, el tiempo. Siempre el tiempo. Ese tiempo con el que también juega Miguel Gomes en el cortometraje Redemption. El director de Tabú mezcla material visual de diversos orígenes y lo articula mediante voces en off en varios idiomas. Momentos trascendentes en la vida de unos personajes cuya identidad no conoceremos hasta que lleguen los títulos de crédito del final. Con ellos, los aplausos y también las risas. Ese factor sorpresa que nos hace disfrutar –todavía más– de un entrañable y melancólico experimento del director portugués.

Redemption

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D’A 2014 (03/05/2014) – La palabra: ¿ausencia o presencia?

El penúltimo día del Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona nos trajo cine de Portugal y Brasil  (entre otras cosas a las que hubo que renunciar porque el don de la omnipresencia es algo que no se tiene). Hoy hablamos de E Agora? Lembra-me y O Homem das Multidões, dos películas en las que la palabra –bien por adición, bien por sustracción– tiene un papel fundamental.

E Agora? Lembra-me

En la película de Joaquim Pinto lo personal deviene brutalmente político y el último plano, el que corresponde a los títulos de crédito del final, nos lo muestra: cientos de aves de corral hacinadas en un camión. Probablemente, de camino al matadero. Pero echemos la vista atrás 164 minutos y empecemos por el principio. Por un video diario autobiográfico de esos que tanto han proliferado en estos últimos años, desde que necesitamos fortalecer nuestros respectivos egos para sobrevivir a una sociedad neocapitalista que lo devora todo. Por eso nos hacemos selfies, los colgamos en las redes sociales y nos intentamos reafirmar en nuestra cuestionable posición. Como si lo nuestro, realmente, importase más que lo del vecino del piso de abajo. Dicho así suena despiadado, lo sé. Pero es que el terreno es peliagudo y hay que abordarlo desde el ángulo adecuado. Si no, se corre el riesgo de homogeneizar la individualidad. Y eso es un problema.

E_Agora_Lembra_Me

Por suerte, el descomunal filme de Pinto evita tópicos y clichés aunque el punto de partida sea una tanto conflictivo. Pinto, afectado por el virus del SIDA y la hepatitis C, nos muestra su vida durante un año. Su relación con la enfermedad, su relación con su pareja, su relación con sus perros, su relación con la vida. Dadas estas premisas podríamos predecir un exceso de dramatismo y lágrima fácil. Música triste de violines, gente llorando y sufriendo, enfermeras yendo y viniendo. Metáforas facilonas sobre la muerte y demás. Pero la estrategia de Pinto es muy distinta, y también muy osada. Su estrategia es la de filmar la vida y el esfuerzo por seguir viviéndola, aun a pesar de ese pequeño inconveniente que es la muerte. Y de fondo, en el salón, escuchamos las noticias. El PP llega al poder y con él los recortes. En educación, en cultura, en sanidad, y sobre todo en esperanza. ¿Lo que sigue? El ir y venir de Pinto. De un aeropuerto a otro, de una ciudad a otra, de un país a otro. Buscando desesperadamente un tratamiento, aunque sea experimental, que acabe con aquello que le está matando. Pero nuestra vida, por desgracia, no depende en exclusiva de nosotros. Y sí, el gobierno manda y dictamina. A veces echa una mano y otras (las más) toca las narices. Porque estos señores que deciden, piensan en abstracto. Porque para ellos, ese camión de aves de corral que van directas al matadero es una imagen más, tan ordinaria e intrascendente como cualquier otra. Y da igual que la instantánea muestre aves de camino al matadero o personas muriendo por culpa del virus del SIDA. Y como elemento imprescindible del film, la voz de Pinto. Esa voz que recorre todo el metraje de modo incansable y pertinaz. Enriqueciéndolo de infinitos matices y contradicciones. Impactantes y demoledoras palabras que esperemos no se lleve el viento.

O Homem das Multidões

Y en el otro extremo, el silencio casi absoluto. Ese que resulta incómodo y nos provoca una risa nerviosa. Ya de entrada, me reconozco incapaz de vislumbrar en O Homem das Multidões el germen de la historia. En el homónimo relato de Edgar Allan Poe, el narrador y protagonista sigue a un anciano y misterioso desconocido con la sospecha de que éste pueda haber cometido un asesinato. En la película de Cao Guimarães y Marcelo Gomes no existe esta tensión original. No hay persecución, no hay misterioso anciano desconocido y no amenaza la presencia de la muerte. La película narra, en cambio, la insignificante rutina de un conductor de trenes silencioso, pusilánime, e incapaz de decir que no a los demás. Juvenal tiene una vida gris, no nos vamos a engañar. Pero no pasa nada, tampoco parece que aspire a mucho más. Se contenta con hacer su trabajo, fumar un cigarro de vez en cuando y fundirse entre la multitud de Belo Horizonte. Pasar desapercibido ante los ojos de los demás del mismo modo que el protagonista de Un hombre que duerme (1967), novela de Georges Perec en la que un estudiante de sociología se acercaba voluntaria y progresivamente a la invisibilidad casi absoluta.

Y así transcurre la vida para Juvenal, día tras día, sin cambios significativos. Al menos, hasta que un buen día una compañera de trabajo le pide inesperadamente que sea padrino en su boda.

A partir de aquí los encuentros entre ambos se repiten y los silencios incómodos se prolongan, provocando en el espectador una extraña mezcla de incomodidad, compasión y empatía. Solitario él. Solitaria ella. Solitarios todos.

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D’A 2014 – ‘El futuro’ (Luís López Carrasco, 2013)

El francotirador

De aquellos polvos vienen estos lodos. Una frase que ya es un clásico para describir la causalidad de la desgracia. Siempre mirando hacia atrás es fácil analizar los cómos y los porqués de una situación. Un análisis este muy en boga, esencialmente ante la crisis a todos los niveles que ha golpeado y golpea al estado español. Lo que Luís López Carrasco propone en su película, El futuro, es precisamente lo contrario: sumergirse en el polvo, vivir in situ esos momentos donde “todo parecía que iba a ir bien” y mostrar con toda su crudeza la semilla de la destrucción posterior.

El método es simple, mostrar tal cual, sin aditivos artificiales, una fiesta cualquiera de la España de 1982. Momento de inicio de la modernidad y el progreso, como bien nos dice la voz en off de un Felipe González ganador de las elecciones generales. Una juventud que discute, habla y se relaciona a ráfagas, de la trascendencia política a la superficialidad más absoluta. Conversaciones estas entrecortadas, a veces inaudibles y casi siempre soterradas bajo la apabullante e incesante continuidad de una música definible e identificable como perteneciente a la parte mas underground de la movida madrileña.

Gente como Aviador Dro o Parálisis Permanente, entre muchos otros, no solo acompañan la fiesta sino que sirven de hilo conductor de la acción. No por casualidad la letra de las canciones se superpone, identifica o incluso parodia las conversaciones y actitudes de los presentes en la fiesta. Son letras entre el nihilismo y la desesperanza, que nos hablan de vacío existencial y náusea ante y por lo superficial, eso sí, con cierto regodeo irónico ante ello. Son canciones que funcionan como espejos, poniendo de relieve lo grotesco y absurdo de la situación.

La estructura del film, díptica con bisagra, nos muestra el ascenso de la fiesta como promesa de un futuro mejor. Promesa, claro, que funciona a base de drogas, pose de desinhibición sexual y filosofía dionisíaca cuando menos discutibles. Un panorama que contrasta con el intersticio sarcástico en forma de fotos de la España “feliz” de tiempos de Franco. Una España llena de gente sonriente y sana, adornada con el fondo musical de Aviador Dro, Nuclear Sí, que consigue que equiparemos aquello con un páramo ridículo y radioactivo.

Es en este punto cuando El futuro entra en una dinámica, especialmente subrayada en su tramo final, sobreexplicativa. Parece como si el director sintiera la necesidad de explicitar la metáfora, lo que en cierta manera supone un autocastigo personal al dudar de la potencia visual de su producto. Agujeros negros en los rostros de los protagonistas, proyecciones desenfocadas de acciones anteriormente “positivas” como la ingestión de drogas y una salida al exterior de la fiesta que refleja una ciudad actual fantasmagórica, son recursos que se antojan demasiado fáciles, por su ansiedad de despejar incógnitas sobre lo visto.

A pesar de ello, El futuro resulta un film inteligente y atrevido en su planteamiento. Cierto que su flirteo mixto entre lo experimental y el found film footage convierten a la película en un producto no ciertamente fácil de enfrentar, pero a cambio ofrece una suerte de cine social de denuncia diferente, afilado, con la neutralidad del científico que observa por el microscopio y que no juzga, solo constata. Una visión por ello tan apartidista como valiosa y necesaria.

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D’A 2014 (02/05/2014) – Historias dentro de historias dentro de historias dentro de…

El cine rumano es para mí como ese misterioso personaje que conoces en una fiesta a altas horas de la madrugada. Mantienes una interesantísima conversación con él, empatizas, tienes la sensación de conocerlo desde hace años y luego, cuando te marchas a casa, te das cuenta con decepción de que, no sólo se te ha olvidado pedirle su número de teléfono, sino que ni siquiera recuerdas su nombre. Por suerte sabes que lo volverás a encontrar en alguna otra fiesta. Por desgracia no tienes ni idea de cuándo sucederá. Pueden pasar semanas o pueden pasar años. El Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona es consciente de que esta misma situación es vivida por un buen puñado de cinéfilos y es por eso que en el 2013 decidieron dedicar su retrospectiva a los últimos diez años de cine rumano. Pues bien, uno de los directores que aparecía en esta instantánea de grupo es Corneliu Porumboiu, del que pudimos ver 12:08 Al este de Bucarest (A fost sau n-a fost?, 2006). Y como la experiencia gustó, pues repetimos este año. Porumboiu llega a las pantallas de los cines Aribau Club con When Evening Falls on Bucharest or Metabolism (Când se lasa seara peste Bucuresti sau metabolism), título sugerente, críptico y descriptivo (sí, todo a la vez) que esconde una historia de cine dentro del cine. Otra más.

Bucharest

El film, estructurado elegantemente en 15 planos secuencia, tiene un arranque impresionante, de esos que no veíamos en el cine desde hace mucho. Una conversación en un coche entre un director de cine y la actriz protagonista de su última película. El director explica con entusiasta didacticismo las diferencias entre lo analógico y lo digital. La actriz escucha con atención y hace preguntas. Porque ella, “de temas técnicos, no sabe mucho”. Pero lo técnico, al final, poco o nada nos importa. Porque de lo que está hablando el director (el director de la película y el director de la película que hay dentro de la película) es de otra cosa. De los límites, nada menos. “Cuando filmas en analógico, tienes como máximo 11 minutos, porque el rollo de película dura lo que dura”, le explica con tristeza. “Son una cantidad determinada de metros y se terminan, inevitablemente.” “¿Y con el digital?” “Con el digital, ese límite de los once minutos ya no está.” “Y entonces, ¿por qué no usas el digital?” le pregunta ella perpleja. La contradicción aparece y el entusiasmo del director se transforma en una cierta melancolía. Porque puede que a lo mejor, después de todo, aún haya gente que siga necesitando de los límites para seguir adelante.

A partir de aquí, las conversaciones se suceden entre los escasos personajes que van apareciendo en la película. Los largos diálogos entre director y actriz, el perfeccionismo extremo de él, las inseguridades de ella, los enésimos ensayos, los infinitos matices de interpretación, los celos y los avatares propios de un rodaje. Nada nuevo bajo el sol, lo sé. Una historia que ya nos han contado muchas veces. Pero qué diantres, los niños siempre tienen un cuento favorito que gustan de escuchar una y otra vez, ¿no?

Sin embargo, las ovaciones más entusiastas del público llegaron indudablemente con la segunda sesión de la tarde, la película Sobre la marxa, dirigida por Jordi Morató. Aunque dichos aplausos no iban sólo dedicados al director, sino que también (y sobre todo) eran para Josep Pijiula –alias Garrell–, verdadero y absoluto protagonista de la historia. Conocido como “el tarzán de Argelaguer”, este pintoresco personaje ha dedicado gran parte de su vida a la construcción amateur de edificaciones imposibles y laberintos casi infinitos en medio del bosque. Un comportamiento tan excéntrico y genuino suele traer como consecuencia la aparición inevitable de mirones, curiosos y avispados (ahí tenemos el ejemplo de la catedral realizada por Justo Gallego Martínez, protagonista de un spot publicitario de Aquarius). De gente que quiere saber qué está pasando allí, quién diantres está construyendo todo aquello. Y es así como alguien sin ningún interés por trascender a nivel social acaba siendo portada de numerosos periódicos y publicaciones. Pero a Garrell le da igual la repercusión mediática de todo aquello. Porque él lo único que quiere es hacer lo que le dé la gana. En este caso, convivir con la naturaleza “salvaje” y alejarse –en la medida de lo posible– del “hombre civilizado”. Y a pesar de que los gamberros o las autoridades atenten a su instinto constructivo y destruyan todo aquello, él, cual Sísifo pertinaz, vuelve a empezar de nuevo, desde cero y siempre sobre la marcha.

Jordi Morató ha construido con Sobre la marxa una especie de “documental homenaje” en el que una gran cantidad de material de archivo (esas películas domésticas de los años 90 grabadas por Aleix Oliveras en que Garrell se convertía en un sosias de Tarzán) nos permite echar la vista atrás para que así podamos ver al Garrell de antes y compararlo con el Garrell de ahora. Las diferencias son pocas, la persistencia constructiva es la misma.

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D’A 2014 (01/05/2014) – Escuchar el silencio, observar el vacío, llorar ante el tiempo, reír frente a la muerte

El séptimo día del Festival Internacional de Cinema d’Autor nos trajo cuatro experiencias bastante distintas entre sí. Cuba Libre –un homenaje a Rainer Werner Fassbinder y Günther Kauffman–, Shirley: Visions of Reality –otro homenaje, esta vez a Edward Hopper–, Stray Dogs –la nueva y singular película de Tsai Ming-Liang–, y Gerontophilia –una comedia romántica con sorprendentes protagonistas–.

Empezamos hablando de Cuba Libre, incorporación de último minuto que en un principio no se encontraba programada. Este cortometraje abre la retrospectiva dedicada a Albert Serra en el Centro Georges Pompidou de París y es en realidad parte de un proyecto mucho mayor: el que realizó el director de Bañolas para la dOCUMENTA (13) de Kassel, una de las exposiciones de arte contemporáneo más importantes del mundo. Ya sabemos todos que la iconoclastia y excentricidad del cineasta son dos de sus características más representativas (entre muchas otras). Sea por estos u otros motivos, el mundo del arte contemporáneo ha decidido adoptar a este enfant terrible del cine catalán y por eso su obra es incluso más frecuente en museos que en salas de cine. Pero a lo que íbamos. Las intenciones de Serra para la dOCUMENTA (13) consistían en (nada más y nada menos) rodar una película de más de 100 horas que pusiese en relación las figuras de Rainer Werner Fassbinder, Johann Wolfgang von Goethe y Adolf Hitler. Lo que pudimos ver ayer en el D’A fue una muestra, escasa pero representativa, de este inabarcable proyecto cuya realización tuvo lugar en la propia Kassel.

Un escenario que se nos antoja anacrónico, como si se hubiese detenido el tiempo en él durante cuarenta años. Sin diálogos pero sin silencios, sin escenas al aire libre. Un club nocturno, con luces de neón y alguna que otra bola de discoteca. Una decoración polvorienta y una clientela digna de las películas de Fassbinder. Un cantante misterioso y enigmático, una voz profunda y cavernosa que nos podría recordar a la de Günther Kauffman, cantante y actor fetiche en muchas películas de Fassbinder. En definitiva, un fragmento de experiencia que, descontextualizado del resto de la obra del director catalán, se convierte en algo muy distinto a lo que nos tiene acostumbrados.

cubalibre

El segundo homenaje de la noche fue el realizado por Gustav Deutsch en Shirley: Visions of Reality. Deutsch parte de 13 obras del pintor estadounidense Edward Hopper y realiza una película extremadamente ambiciosa y parcialmente fallida. Un artificio metalingüístico en el que el fondo queda supeditado a la forma. La Shirley que da título al film es una mujer introspectiva y comprometida. Sus reflexiones en off y los noticieros de la radio sirven a Deutsch para estructurar 30 años de la historia de Norteamérica. O al menos, para intentarlo. El Macarthismo y la caza de brujas, la guerra fría, el asesinato de Kennedy o el famoso discurso de Martin Luther King son algunos de los hechos clave que contextualizan la acción. O en todo caso, la falta de ella. Porque en esta película apenas suceden cosas (y no lo digo necesariamente como algo peyorativo). Los escenarios (fieles adaptaciones tridimensionales de las obras de Hopper) sirven de hierático fondo a los personajes. Los personajes (y sobre todo la Shirley del título) pretenden representar la esencia de esos 30 años de historia norteamericana. Los hechos (levantarse de la cama, fumar un cigarro, leer un libro) devienen algo probablemente intrascendente, pero necesario para que la escasa acción discurra. Las reflexiones de la protagonista, eso sí, son de lo más trascendente. Mi duda principal es hasta qué punto es lícito politizar hasta el extremo la obra del pintor dotándola de unas connotaciones que probablemente no tenga. En fin, la pregunta más básica y recurrente, la de si el fin justifica los medios. La de qué pasa cuando la forma puede más que el fondo y el fondo, con gran tristeza y desaliento, se refugia en un rincón pidiendo clemencia.

Pero si hay una experiencia que permanecerá en el recuerdo de los espectadores que habitaron ayer la Sala 1 de los cines Aribau Club, esa es el visionado de Stray Dogs. Para bien o para mal. Tsai Ming-liang permanece fiel a su marca de fábrica y nos ofrece una película estructurada por largos planos secuencia, repleta de incómodos silencios, salpicada de momentos surrealistas y plagada de incontables elipsis.

La trama narra, grosso modo, la supervivencia de una familia y su adaptación a las rutinas que conlleva la miseria. Poco sabemos de estos personajes y poco se nos dará a conocer. Palabras, las justas. Acciones, las mínimas. La expresión “estética de la resistencia” era hasta ayer para mí el título de una obra de Peter Weiss. Una obra de marcado carácter político y social. Pero viendo el film de Tsai Ming-liang no pude evitar pensar en la necesidad de apropiarme de dichas palabras y reinterpretarlas para hablar de aquello que estaba viendo y sintiendo. La resistencia del director, la de los actores, y la de aquel que ve la película. Porque Stray Dogs incomoda al espectador. Obviamente, es su intención más clara. Lo deja a la deriva, perdido en medio del mar, sin alimentos y sin brújula, sin apenas posibilidades de supervivencia. El campo de interpretaciones queda abierto para todo aquel que sea capaz de enfrentarse al film. Tal vez demasiado abierto, todavía no lo sé.

Y la última experiencia de la noche fue Gerontophilia, la nueva película del fotógrafo y cineasta Bruce LaBruce. LaBruce se aleja de la polémica y radicalidad que suele acompañar a sus filmes y nos presenta una comedia romántica mucho más accesible para el "gran público". Con la peculiaridad, eso sí, de que la historia narrada es la de un joven enamorado de un anciano. LaBruce hace algunas concesiones y se ablanda en su característico estilo. Tal vez, para llegar de este modo a un mayor número de espectadores. Aun así, el acercamiento a la relación es sutil, honesto, valiente y respetuoso. Los guiños constantes (tanto a películas suyas como a escritores y artistas cuya obra tiene un marcado carácter reivindicativo) están bien integrados en el argumento y funcionan como una pieza más dentro del engranaje. Puede que Gerontophilia no sea una obra maestra ni una película especialmente revolucionaria. Puede que su poso no perdure a lo largo de los años. Pero afortunadamente, consigue dejar un buen sabor de boca y una sonrisa en los labios. Y eso ya es mucho.

gerontophilia

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D’A 2014 – ‘White Shadow’ (Noaz Deshe, 2013)

Los límites de la comunicación

Diversos minitornados se desplazan sobre un árido paisaje. Parecen surgidos de la nada, coordinados en una misión de limpieza, de depuración. Nuestro protagonista corre a su lado sonriendo hasta que, en suave contrapicado, se funde con uno de ellos. Esta secuencia, que cierra White Shadow, es significativa en cuanto a su retórica poética porque de algún modo metaforiza y ejemplifica todo lo que la película debería haber sido y no es. Este es un cierre de liberación, deliberadamente abierto y que quiere romper con la oscuridad y angustia claustrofóbicas que han presidido el conjunto del film.

En este sentido podríamos hablar de una planificación metódica, de tener las cosas muy claras al respecto de cómo vehicular una película, y en cierto modo su director, el debutante Noaz Deshe, demuestra que tiene una alta capacidad de absorción en cuanto a bagaje y conocimiento del medio cinematográfico. Lynch, Mann, Winding Refn, son algunos de los nombres que resuenan durante todo el metraje, y lo hacen de forma tan evidente que la duda asalta de inmediato al respecto de las intenciones de su director. Porque la sensación es que hay tanta necesidad de mostrar el referente que se olvida por momentos si es necesario usarlo, si narrativamente funcionará. Es por ello que White Shadow, en lo formal, da la impresión de ser un denso y abigarrado conglomerado de pasión cinéfila a destiempo. Algo que podría ser natural en un director novel, como es el caso, pero que, dado su negociado con el contenido argumental, la denuncia sobre los abusos que los llamados albinos sufren en Tanzania, siembra muchas dudas sobre las verdaderas intenciones de lo mostrado.

Y es que la posición de la cámara, su uso, lo que revela y oculta tienen siempre, o deberían tener, una significación más allá de la filigrana estilística. El paradigma de la moralidad del travelling, por antiguo que parezca, sigue vigente, y más cuando hay una pretensión de relacionar causalmente el fondo y la forma. Si se quiere denunciar algo la forma en cómo se muestra es tan importante como qué (y qué no) se muestra, y en White Shadow hay demasiados momentos en que se nota una ausencia clamorosa de sutileza ejemplificada en la visión unidireccional y morbosa de la violencia y la miseria. Por poner un ejemplo, no se entienden las razones por las cuales es oportuno mostrar cuerpos infantiles desmembrados pero ocultar en cambio las barbaridades ejercidas sobre adultos. ¿Es lo mismo mostrar una patada a un adulto vivo que un cuerpo mutilado sin vida de un niño? ¿Se pueden equiparar?

Por desgracia la conclusión última a la que nos induce el film es que su alegato se pierde demasiado en las mareas de lo que podríamos llamar “pornomiseria”. Una tendencia esta en el cine de denuncia social que parece tomar al espectador como un sujeto alienado que necesita una dosis de desgracias al por mayor para captar un mensaje que de otra forma no sería capaz de entender. Y sí, está la cámara, pero tampoco faltan la voz en off y la música subrayadora de la emoción. Y sí, también están el desvío digresivo, la deconstrucción narrativa y la poética del plano evocativo, pero con una funcionalidad más cercana a la coartada artística, al pretexto de inteligencia, que a la construcción sincera.

Como decíamos al principio la secuencia final funciona en tanto que representa las dos almas de la película. La que debiera haber sido, metaforizando claramente el desenlace, contrastando diáfanamente el recorrido vital del protagonista con su destino final, y la que finalmente acaba siendo, una secuencia que dada la amalgama de recursos vistos anteriormente se acaba diluyendo como una más, y que desdibuja toda la poética en un efectismo hasta cierto punto irritante cuando no risible. Ese es quizás el drama de White Shadow, que la película que podía haber sido se intuye y nos apetece verla, la lástima es que quede sepultada bajo el exceso de triunfalismo formal.

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D’A 2014 (30/04/2014) – Pubescencia inabarcable

La adolescencia está siendo uno de los temas principales del Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona de este año. Y no sólo porque haya una sección especial dedicada a ella (À Toute Vitesse), sino porque una parte representativa de las películas proyectadas tienen a adolescentes como protagonistas. En este caso tuvimos tres acercamientos muy distintos a esa edad, entre los 14 y los 19 –año arriba, año abajo–, en que todo se vive con una intensidad especial.

Reconozco haberme quedado un tanto perpleja ante las estrategias utilizadas por Marianne Pistone y Gilles Deroo en Mouton, su primer largometraje. Un film a priori con un tono naturalista y una marcada intencionalidad social que hace que tengamos muy presentes las primeras películas de Ken Loach (las “buenas”, dirían algunos), el cine de los hermanos Dardenne o, si me apuran, un “no sé qué” a lo Bresson.

La primera secuencia de la película nos muestra a una madre que luego estará ausente. No por voluntad propia sino a petición de Mouton, el adolescente protagonista. La madre se resiste a visitar a su hijo tan sólo una vez cada dos semanas, pero no hay nada que hacer, la decisión legal ya está tomada. A partir de aquí, asistiremos al día a día de Mouton: su trabajo en el restaurante de un hotel, su relación con la nueva camarera, las… ¿inocentes? peleas con sus amigos. Pero la cámara de Pistone y Deroo se detiene, tal vez demasiado, a observar minuciosamente el exceso de escasez. Numerosos planos nos muestran la obsesión de Mouton por hacer las cosas bien. Bien… y despacio, muy despacio. Desde sacar del armario la ropa que se va a poner a quitarse arena de entre los dedos de los pies o adornar un plato de comida con la misma delicadeza y minuciosidad que un orfebre. Su vida está compuesta casi exclusivamente de pequeños actos y les concede a todos una importancia extrema. Porque Mouton no es como los demás. Él sabe que no es como los demás y los demás saben que no es como ellos.

La perplejidad de la que hablaba llega con el giro argumental que se produce en el último tercio de película (sí, ya sé, está basada en hechos reales, pero…), la introducción de una voz en off que rompe con todos los preceptos hasta el momento planteados por la película y la radical decisión de prescindir del protagonista centrándose en dos personajes que, hasta el momento, poco o ningún interés tenían para el espectador. Que hay riesgo en la propuesta de Pistone y Deroo es innegable, pero no puedo evitar cuestionar la idoneidad de su metodología: los recurrentes e injustificados fundidos a negro, la tartamudez de una cámara que no sabe cuándo una secuencia ha de llegar a su fin, la abundancia de planos que se acercan peligrosamente a la intrascendencia, la deriva argumental… Elementos que, al menos a mi parecer, hacen un flaco favor a la película.

mouton

La segunda sesión del día fue Les Apaches, ópera prima de Thierry de Peretti. La película muestra con corrección y eficacia –aunque sin excelencias ni sorpresas– las diferencias entre razas y clases sociales, tema universal donde los haya. Ambientada en Córcega (la idílica ubicación no es nada casual) y basada en un hecho real, la película narra la historia de Aziz, hijo de inmigrantes argelinos de clase baja que se ve envuelto en serios problemas por culpa de sus supuestos amigos. La ley del más fuerte, el dinero, las sospechas, la supervivencia y la ambición son los elementos que conforman la historia que narra Les Apaches.

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Pero la sorpresa de la noche llegó con Puppylove, debut en el largometraje de ficción de la directora suiza Delphine Lehericey. Una comedia sencilla, honesta y valiente sobre la transición a la adultez y el despertar sexual.  Puppylove cuenta la historia de Diane, una adolescente de 14 años. Su relación con su padre y su hermano pequeño, la mezcla de curiosidad e inhibición respecto a todo aquello que tenga que ver con el sexo… pero sobre todo y ante todo la irrupción en su vida de Julia, la nueva vecina, con la que iniciará una amistad de consecuencias imprevisibles. Las comparaciones con La vida de Adéle (La vie d'Adèle, Abdellatif Kechiche, 2013) intuyo serán inevitables. Aunque sea tan sólo por las semejanzas argumentales. Respecto a cuál de los dos directores –Lehericey o Kechiche– sale mejor parado del reto… que sea el espectador quien juzgue.

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