A título estrictamente personal, confieso que películas como La lapidation de Saint Étienne me hacen sentir bastante incómoda y me producen una cierta contradicción interna. Tal vez dicha incomodidad resulte de admitir que he disfrutado con la contemplación del sufrimiento, no lo sé. ¿Por qué diantres nos gustan tanto las películas que nos hacen sufrir (y cuanto más, mejor)? ¿Por qué nos gusta que el cine nos recuerde de vez en cuando que las cosas son como son y no como nos gustaría que fuesen? ¿Tendrá acaso que ver con una necesidad de concienciación? ¿Nos sentimos “más humanos” después de entristecernos, empatizar y soltar la lagrimilla durante hora y media? ¿Nos ayudan este tipo de películas (como si fuesen un campo de pruebas) a soportar después la vida que nos espera al abandonar nuestra butaca? ¿Aprendemos con ellas a encontrar poesía en lugares recónditos que hasta el momento sólo nos proporcionaban dolor? Si estas palabras han transmitido en algún momento sensación de reproche, me gustaría dejar claro que en ese caso estarían dirigidas a mí misma y no al director del filme.
Elucubraciones morales aparte, La lapidation de Saint Étienne es una película tremendamente hermosa que eleva el sufrimiento a la categoría de sublime. El filme de Pere Vilà retrata los últimos días de Étienne (soberbia interpretación de Lou Castel); un anciano que vive solo, un hombre que nunca superó la muerte de su esposa y de una de sus hijas, un restaurador que puede recomponer, arreglar y “devolver la vida” a ciertos objetos, pero que se ve obligado a contemplar como su propio cuerpo se degrada por culpa de un cáncer de colon sin poder hacer nada por evitarlo. Étienne se empeña en vivir rodeado de fantasmas, se encierra en su casa y se obsesiona por conservar el rastro de su esposa y su hija fallecidas, observando constantemente sus radiografías como si en ellas pudiese ver su alma. Los latidos del corazón de Julie no eran regulares. Por eso le hicieron todas esas pruebas, por eso monitorizaron sus sueños. Años más tarde, Étienne encuentra de nuevo ese gráfico: un papel viejo, sucio y arrugado, líneas que suben y bajan, líneas que podrían ser cualquier cosa pero son la representación de los sueños de Julie, ahora muerta. Étienne reproduce con esmero dicho gráfico a gran escala en la pared de la habitación, otro intento desesperado de comunicarse con ella. Mientras tanto, la otra hija, la que sigue viva, se distancia inevitablemente de él. Se siente ignorada y acumula rencor contra su padre. La falta de comunicación se torna agresividad extrema y entre las escasas palabras que se intercambian tan sólo hay reproches. Una película sobre la vejez, sí. Pero también sobre la incomunicación, sobre el dolor, sobre la ausencia, sobre la soledad. Sobre todos esos temas bigger than life que tan difícil es abordar con maestría en el cine. Un reto que Pere Vilá supera con creces.
Y continuamos nuestro particular periplo del sufrimiento en nuestro quinto día del D’A con La cinquième saison, una película (¿otra?) sobre el fin del mundo. Un pequeño poblado en la región de Ardenas, la vida cotidiana de los campesinos que preparan la celebración que despedirá el largo invierno y la repentina e inesperada decisión de la naturaleza que de repente dejará de avanzar. ¿Qué pasaría si el invierno jamás nos abandonase? ¿Cómo podríamos sobrevivir a un frío eterno? Peter Brosens y Jessica Woodworth responden a esta pregunta con la tercera parte de su trilogía (Khadak -2006- y Altiplano -2009- son las otras dos películas que la conforman) ofreciéndonos un retrato de la desintegración de la humanidad que por momentos podría recordarnos a The Turin Horse (Béla Tarr y Agnés Hranitzky, 2011), sobre todo por esa manera tan discreta y humilde (pero devastadora al fin y al cabo) que tiene la naturaleza de colapsar. Poco a poco, sin grandes diluvios, sin incendios, sin terremotos, sin tsunamis, sin efectos especiales.
Cuenta la sabiduría popular (y también unos cuántos científicos) que cuando se extingan las abejas se acabará el mundo. Y la cantidad de dichos insectos disminuye a cada año que pasa, eso es un hecho. ¿Tendrá relación con los pesticidas? ¿Será por la contaminación? ¿Tendrá algo que ver con las radiaciones? ¿Será a causa de alguna extraña epidemia? ¿O es que sencillamente se acerca el momento? Sea cual sea la respuesta, la desaparición de las abejas en el poblado de Weillen actúa como desencadenante de toda una serie de desgracias que, como en la película de Tarr, acercarán progresivamente a sus protagonistas al abismo del fin del mundo, un fin del mundo cuya ambientación nos remite a los cuadros de Pieter Brueghel y a algunas películas de Theo Angelopoulos. Un fin del mundo cubierto de nieve y en el que ya nadie podrá volver a bailar alrededor de una hoguera. Un hermoso apocalipsis a pequeña escala: rural, cotidiano, silencioso, frío y lacerante. Sobre todo lacerante.