Puñales, cine y disculpas mal disimuladas
Revisión, análisis, ironía, humor, estudio, metacine y sangre. Todas ellas palabras aparentemente inconexas, difícilmente conectables en el marco de una película y más aún en una saga. No obstante todos ellos son ingredientes que han conseguido aunarse en las 4 partes de Scream. Una saga que inteligentemente supo evolucionar de la gamberrada autoconsciente en la primera parte hasta el análisis reflexivo sobre el remake que ofrece esta última.
En efecto, rescatando al elenco superviviente de la trilogía anterior, el director Wes Craven ofrece un perfecto ejercicio de disimulo. Ante el posible agotamiento argumental, se ejecuta una pirueta circense no exenta de cierto riesgo: ofrecer más de lo mismo con espíritu autocrítico trufado de ironía. Posiblemente esta sea la mejor baza de Scream 4, el hecho de, aun siendo conscientes de no ver nada nuevo, asistir a un inteligente debate entre la película, sus protagonistas y el espectador al respecto del presente y futuro del slasher film.
Nada mejor para ello que iniciar la película con un juego de muñecas rusas cinematográfico destinado a desconcertar al espectador a la vez que indagar en la superficialidad del remake. Lo que se pone de manifiesto es la banalidad de la repetición, de la invariabilidad de los esquemas aún disfrazándolos de posmodernidad. Es en este laberinto donde el espectador se siente perdido e incluso desanimado.
¿Qué estamos viendo? Esa es la pregunta que flota en el ambiente y que sigue persistiendo incluso después de su aparente aclaración.
Es ante este momentáneo descoloque cuando el director se permite desplegar el arsenal pirotécnico a la par que reflexivo. Se habla de cine, sí, pero también de las nuevas tecnologías. Si abandonábamos la trilogía Scream en medio de la eclosión del teléfono móvil y su uso como arma, aquí estamos en la era Facebook, las cámaras, los videoblogs y los teléfonos multimedia. El efecto no es otro que la multiplicación, todos siguen siendo igual de sospechosos no por la lógica interna de la trama sino porque todos son terriblemente autoconscientes de su papel, todos están conectados, la intimidad se difumina y el acceso a las claves de los enigmas no está en manos de frikis o de cinéfilos. Ahora tanto la víctima como el verdugo saben lo mismo, lo cual iguala el juego a niveles más elevados que en las anteriores entregas de la saga.
Evidentemente el humor referencial no puede faltar, y no sólo al cine de terror, sino que articula todo un mensaje más cariñoso que ácido sobre los tópicos de la maquinaria hollywoodiense. A pesar de ello, una vez interpretado y asumido el juego que propone Scream 4, la sensación de déjà vu se hace patente en demasiados momentos del film, cayendo en una estructura mecánica que si bien no aburre en ningún momento sí deja la sensación de que la innovación en las reglas está más en la boca de los personajes que en los actos mostrados en pantalla.
El legado que nos deja Craven es un interesante estudio sobre cómo el cine, especialmente el de terror, sufre un proceso de retroalimentación con la realidad. Un estudio por momentos brillante pero que acaba resultando un indisimulado ejercicio onanista al deslizarse por la pendiente de la autoreferenciación acrítica. Una cosa es el homenaje a un género y otra hacer del género un mero vehículo autoreivindicativo. Es evidente que a Scream 4 no le falta inteligencia, pero carece de la sutileza necesaria para conseguir poner su discurso al servicio de la película y no a la inversa.