Principiando el significado

En mi principio está mi fin.

Cuatro cuartetos, T. S. Eliot

Abría George Steiner su magnífica Gramáticas de la creación con una sentencia que se tornaba en una declamación hacia los orígenes de la comprensión y la explicación: “no nos quedan más comienzos” [1]. El ser humano, ávido de conocimiento, (im)perfecto Fausto, busca incesantemente el principio, la causa de todo aquello que nos circunda y nos envuelve: el conocimiento se vuelve el eje fundacional de nuestra historia, de nuestros mitos, de nuestra destrucción. Remontarnos hasta el principio para comenzar a vislumbrar nuestros pasos, nuestro camino; nadar a contracorriente hasta el lugar donde nacen la olas: ese es el misterio primero que mitos y religiones tratan de vislumbrar, el incipit. En una época de aparente “desmitologización” y laicidad se nos hace difícil volver la vista atrás y observar las poéticas del principio, de no mirar con escepticismo e ironía los textos fundacionales. Sin embargo, Terrence Malick se atreve a recuperar las imágenes que descubrieron el mundo para ponerlas ante nuestra mirada: en su viaje a través del mundo y del ser humano se descubren los ecos de tiempos pasados y tiempos futuros derramándose en las imágenes, pone ante nuestra visión las palabras que crearon nuestro entendimiento del origen. La primera mirada se vuelca hacia esas imágenes de desconcertante lirismo que recorren El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011).

Relatos del principio

Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la aguas.

Génesis 1: 1,2

¿Dónde ubicar el principio de todas las cosas? ¿Cómo iniciar un relato sobre la aparición de la existencia a través de la nada? ¿Hasta dónde las imágenes pueden captar el leve despuntar de la luz en torno a la oscuridad en el surgimiento de la vida? El atrevimiento de Malick lo llevará a ubicar este relato de los inicios justo en el final: sólo la muerte puede devolvernos al principio primigenio, a la nada existencial que recorre cada segundo de nuestras vidas. La vida y la muerte se abrazan y se mecen en un recorrido que es siempre diferente, pero siempre el mismo.

Se trata, pues, de un filme sobre el poder de la creación y la invención, sobre el descubrimiento y el asombro: de ahí su esencia naif, ingenua. Redescubrimos el mundo a través de la pantalla: ningún medio mejor que el cine, creado a partir de la luz y la oscuridad, para captar los despuntes, los destellos del primario existir, la potencialidad del ser y de lo incompleto de lo que nunca fue. De ahí la importancia de las imágenes abstractas que componen la sinfonía visual de la creación del universo, del mundo, del ser humano. Permítanme dar la palabra a George Steiner para pensar sobre el arte abstracto: “el arte abstracto [...] recupera lo que es previo a las opciones particulares y seguramente efímeras que conforman nuestro universo particular. Infieren la infinitud de lo posible, de lo alternativo –una infinitud que comprende de manera crucial la posibilidad completa de un no-ser–, respecto al cual nuestro mundo es tan sólo una antología. [...] La abstracción cuenta el abismo de total libertad que precedió y contuvo esas elecciones” [2]. Lo infinito y lo finito abarcados en una misma imagen lumínica, veinticuatro fotogramas por segundo que abren las compuertas de lo eterno, de lo inabarcable: las imágenes abstractas contienen todas sus posibilidades, incluso aquellas que jamás podrán alcanzar: serán estas no-imágenes las que resonarán en nuestra memoria cuando lo inevitable se haga visible, cuando este mundo, tal y como es, se nos presente en el filme. Dios, Malick, el artista, los espectadores, crean imágenes a partir de ese caos primigenio, de esa esencia inacabada que les otorga ser todo y, a la vez, nada. Creatividad en estado puro.

Sin embargo, nos encontramos ante una película que, muy claramente, nos habla del fin, de esa otra parte del díptico que, juntamente con el principio, recorta toda narración, toda existencia: vida y muerte se miran ante el espejo para (re)conocerse. Y, como todo final, ello implica reflexión, meditación tras los actos sucedidos: el cine de Malick ha ido cambiando a lo largo de los años, aproximándose cada vez más a un impresionismo en el que el ojo no es el centro de la imagen, sino el pensamiento, convirtiendo su imperceptible visión en el núcleo real de sus intenciones. Estos “plans pensifs” [planos pensativos], tal y como los denomina Jean-Philippe Tessé [3], dominan el final de sus dos películas precedentes, La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) y El nuevo mundo (The New World, 2005), en las que, precisamente, la muerte inunda sus postreros instantes: Robert Witt y Pocahontas desaparecen de la narración, borrados por la muerte. Es entonces cuando las imágenes pasan a convertirse en la vivencia y la memoria de un muerto. Será desde este doble punto de vista desde el que se deba entender El árbol de la vida: las imágenes no pertenecerán únicamente a la memoria de Jack sino, también, a la de su difunto hermano. La voz en off, entonces, adquiere una nueva tonalidad, una nueva dimensión: por una trasposición narrativa, la instancia fílmica se desdobla y da paso a dos narraciones que, desde la vida y la muerte, quieren recuperar lo acontecido. Es decir, las imágenes no simplemente narran, también sienten: son el pensamiento de una emoción, el despunte de una reflexión que nace de la sensación, de la visión. Son imágenes que, desde el final, desde su propia desaparición, narran su existencia, su memoria, su pasado. La playa no es más que la materialización de esa voz que siente y que al final del film se revela como la voz de todos, la voz de la creación y de la desaparición: nos evoca ese espacio de reencuentro en el que las imágenes pasan a pertenecernos, en el que las voces se aúnan y se abren las puertas a una comprensión del final como un nuevo principio.

Job, o reclamando el sentido

¿Dónde estabas tú cuando afiancé la tierra [...] mientras cantaban a coro las estrellas del alba y exultaban todos los seres celestes?

Job 38: 4,7.

No cabe duda de que el director norteamericano parece hacerse eco de aquellas palabras de Steiner para intentar trazar el dibujo de los primeros instantes del mundo, del universo. Pero, no en vano, las primeras palabras que leemos hacen referencia a la pregunta que Dios destina a Job. No cabe duda de que la cita de Job es idónea para este filme: el edomita reclama sentido para las desgracias que le acontecen, preguntándose el significado de su vida ante un Dios que se torna inescrutable, cruel. La narración, entonces, nos sitúa en la piel de Job, nos convierte en seres incapaces de acceder al sentido: como ese indefenso dinosaurio, observamos a los demás sin comprender sus actos, sin comprender por qué se nos permite vivir, qué hacemos aquí.

Jack, como aquel Job, observa los actos de su padre sin comprender las razones de su dureza, de sus normas estrictas: la severidad paternal muestra el lado cruel del progenitor. La dualidad creativa y restrictiva del progenitor nos impone esa visión doble del artista, del creador: hay una maravillosa escena en la que el padre de Jack le muestra la frontera imaginaria que delimita su jardín con el del vecino, esa línea inexistente toma cuerpo ante la mirada de Jack, ante nuestra mirada, mostrándonos el principio y el fin de toda creación, pues será su concreción invisible la que nos ayude a visibilizar esa doble dimensión de la creación. La incapacidad de comprender esa división arbitraria lo llevará a transgredir las normas y a recibir el castigo: la comprensión es una actividad de reconocer los límites, los malentendidos, porque para comprender, antes hay que ser capaz de preguntar. Sin cuestionamiento no hay posibilidad de interacción: “preguntar es siempre ver las posibilidades que quedan en suspenso. [...] Comprender la cuestionabilidad de algo es en realidad siempre preguntar” [4]. La duda y el desconcierto de Jack no son más que el principio de la dialéctica entre pregunta y respuesta que nutre toda posible comprensión: la parábola de Job no es más que la narración del proceso de entender. La oscuridad ha de inundar al ser para que sea capaz de ver despuntar las luces del entendimiento: de ahí que deba copiar el comportamiento de su padre ante su hermano menor para llegar a comprenderlo. Su crueldad para con su hermano no es más que el proceso de aprendizaje, doloroso, de los límites de nuestra existencia: todo acto tiene su consecuencia.

Volvamos al dinosaurio tendido en el suelo, moribundo: a las puertas de la muerte, de la extinción de su vida, es capaz de comprender el valor de la misericordia, del perdón. La muerte de su hermano hará que Jack comprenda la importancia del perdón. No encontraremos respuestas sin hacernos antes las preguntas pertinentes, sin abrazar antes los pantanosos brazos de la duda y la incomprensión.

Coda final: La llama eterna

Una imagen abre y cierra el filme: una llama que nada ante la oscuridad, moviéndose ante la muda música de la eternidad. Un tenue brillo en la oscuridad que conecta principio y final mostrándonos que todo relato sobre la creación está obligado a no tener fin, a remitir a su propio comienzo para contener su carácter de completo. Enigmática imagen situada al principio y al final, del ser y la nada, contraplano de la existencia, síntesis del misterio, ese plano que abre y cierra El árbol de la vida nos sitúa ante el instante eterno, la eternidad en el leve parpadeo de un creador que pone ante los ojos del espectador el líquido amniótico en el que nada toda comprensión, dadora de vida y de forma. Y no hablo, al menos no únicamente, de un dios, sino de un artista: “con un tono más elevado y en un sentido más allá de la metáfora, el artista es, desde luego, como un dios para él mismo y para su público: realmente crea” [5]. Malick se convierte en un exégeta de la capacidad humana para crear principios, para generar nuevos comienzos: con esta imagen condensa todos los inicios, todas las potencialidades del ser humano. Todo lo que somos y lo que no seremos está fijado en esa imagen.

La totalidad reducida a una concreción imaginativa. Como aquel Aleph borgesiano en el que todos los instantes y todos los espacios estaban condensados, la imagen inicial y final de El árbol de la vida nos resume y nos hace infinitos. Como escribía el protagonista de aquella maravillosa novela de Pierre Michon, Vies minuscules (1984): “Que dans le conclave ailé qui se tient aux Cards sur les ruines de ce qui aurait pu être, ils soient” [6]. El filme de Malick es un conjunto de imágenes aladas que nos transportan a las ruinas esplendorosas de los inicios de lo que fue y lo que pudo haber sido.

Notas:

  1. STEINER, George: Gramáticas de la creación, Barcelona: Ediciones Siruela, 2011, p. 11. 
  2. Ídem, p. 145. 
  3. TESSÉ, Jean-Philippe: “Le plan malickien”, Cahiers du Cinéma, nº 668, junio 2011, p. 12-13. 
  4. GADAMER, Hans Georg: Verdad y método, Salamanca: Ediciones Sígueme, 2007, p. 453. 
  5. STEINER, George: op. cit., pp. 178-179. 
  6. MICHON, Pierre: Vies minuscules, Paris: Gallimard, 2009, p. 249: “Que en el cónclave alado que se encuentra en Cards sobre las ruinas de lo que podría haber sido, ellos sean”. 
Publicado en Actualidad del número 45.