Archivo mensual: agosto 2011

La pequeña ilusión… o por qué recordaré ‘Super 8’

Super 8 está hecha de imágenes que narran. Como en el gran Hollywood, la película narra en y desde la imagen, las ideas surgen de lo visual. Imágenes que eran historias antes de convertirse en ningún guión. Un niño que mira a su padre frente a otro hombre, un niño mira un colgante con la foto de su madre muerta, un niño mira a una chica, la chica le mira, le hace esperar y puede que le devuelva la mirada, el niño mira entonces el reflejo de un monstruo, lo reconoce, le hace abrir los ojos. Los personajes no hacen más que mirar, es su mirada –la mirada de Joe y Alice- la que regula el pulso delicado y frenético, aéreo y subterráneo de la película. Se nota que Abrams aprendió a mirar con las películas de Spielberg, pero lo que sorprende es hasta qué punto esa mirada es autoconsciente en Super 8, cómo disemina imágenes y se ilusiona.

Super 8 es un manual de lenguaje cinematográfico, sin imposturas. Da gusto ver a un cineasta tanteando distancias entre sus actores, probando miradas en distintos sitios y a distintos tiempos, aguantando el plano. Abrams se vuelve pequeño y juega a colocar a sus actores, montando la maqueta del futuro cineasta, haciendo a los niños situar la cámara, esperar y mover todo el tinglado. Late, en esos intercambios de mirada, y en esas medidas entre cámara y personajes (Alice y Joe, plano/contraplano), aquel fulgor íntimo que obsesionó a los clásicos y señaló rupturas a la modernidad. Se rueda en Super 8 a la americana, mirando a la chica de la granja de al lado como en A Romance of Happy Valley (D. W. Griffith, 1919) y El sargento York (Howard Hawks, 1941), de la puerta de al lado como en Sinfonía de la vida (Sam Wood, 1940), Stars in My Crown (Jacques Tourneur, 1950) o ¿Quién llama a mi puerta? (Martin Scorsese, 1967) y hasta de la hamburguesería de al lado a lo Hola, mamá (Brian de Palma, 1970). Abrams usa la posición como figura expresiva, pone un personaje al fondo y, sin palabras, sostiene una escena tan frágil como la de Alice y Joe viendo las cintas de su madre, con la niña respirando en primer término, a nuestra izquierda, y el chico mirando al fondo de la habitación. Luego está la fragmentación y el plano detalle, el guardapelo de Joe con la foto de su madre, que se remonta a los campos de algodón de Griffith, con aquel retrato de Lilian Gish en el relicario de El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915), corte, y plano detalle, boy sees girl.

Super 8 es un experimento de guión triple, mezclado no agitado. La película trabaja sobre tres planos/contraplano que son tramas y pequeños dramas de andar por casa. Está el boy meets the other clásico de Spielberg -el de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y E. T. El extraterrestre (Steven Spielberg, 1982)- pero también el boy meets father -que viene, vía intravenosa, de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977)- y sobre todo el boy meets girl… la gran apuesta. Si comparamos Super 8 con el imaginario ochentero que celebra, vemos cómo Abrams experimenta e integra lo que normalmente narraban aquellas películas (el niño y lo otro) con lo que parcialmente sugerían (el niño y la chica) y lo que casi nunca tocaron (el niño y la madre muerta). Aquí no sobresalen grandes planos “formalistas” porque se están haciendo muchas cosas a la vez, no se recrea en un instante poético -aunque sabe construirlo y sostenerlo- porque quiere enlazar con dos o tres historias paralelas que amplíen sus imágenes y su narración, espoleando esa economía del plano, contundente, a la manera del Hollywood clásico. Siente uno que si algo pasó del beso de El hombre tranquilo (John Ford, 1952) al de E.T., por ósmosis quizá, algo ha pasado ahora de la mirada de Spielberg a la de Abrams, generación a generación.

Super 8 es una maqueta de los ochenta montada en 2011. La película de Abrams no es una copia del Hollywood ochentero, no calca sino que se posiciona y convierte el amor y la pasión por aquel cine en algo nuevo (quien esperase un viaje nostálgico se habrá llevado un chasco). Las citas pasean: el profe negro de Gremlins (Joe Dante, 1984), las mentiras oficiales de Encuentros..., el tacto de E. T., la risa pandillera de Los Goonies (Richard Donner, 1985)… Pero Super 8 tiene otro tempo, ideas distintas, quiere mostrarnos cosas nuevas desde lo que todos sabemos, crear su propia maqueta.

Super 8 se quita importancia, cuida a su espectador. Hay momentos de esa celeridad cómica que los Sturges, Capra, Hawks y Tashlin utilizaban para “rebajar tono” y tirar millas. Eso de tropezarse con algo, reírse de lo que ha dicho el amigo de al lado y -sobre todo- meterse con él, una especie de locura cercana que lleva a los niños de Super 8 en volandas (Smartins y su vómito perpetuo, las patatas que le tiramos al gordo, ‘production value’, ‘I’m directing’ y otros arranques de genio infantil). Una forma de tratar a los personajes que incluye al espectador, que pone en boca de los niños cosas que pensamos o que estamos a punto de pensar y nos acercan.

J. J. Abrams disfruta dirigiendo, además de ideando y escribiendo. El creador de Alias (J. J. Abrams, 2001-2006) nos ha acostumbrado a verlo como un narrador-productor, alguien que piensa y lanza imágenes e historias más que como un director que prueba, aguarda y rueda. En Super 8, además, lo vemos disfrutar con esos dos niños milagro, Joel Courtney y Elle Fanning, con aquello de las distancias y los tiempos. Como ocurrió con De Palma en los 70, y con Spielberg de otro modo en los 80, J. J. es y seguirá siendo blanco de la envidia de algunos, cinéfilos de pose, víctima del chaqueterismo crítico. Mientras, da gusto verle coger la cámara y esperar, como Joe Lamb en Super 8.

 
[Esta entrada es una versión reducida del texto original, cuya extensión no nos permite publicarlo aquí en formato blog. Incluimos este extracto para avivar el debate ligado al estreno de la película hace apenas unos días. El texto completo aparecerá en el próximo número de la revista en Octubre, Contrapicado nº42. Los editores]
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‘Ne change rien’ (Pedro Costa, 2009)

DVD “Colección Cahiers du Cinema” - Cameo

En los extras que acompañan a esta edición de Ne Change Rien presentada por Cameo encontramos un par de videos que nos recuerdan como en junio del año pasado la comunidad cinéfila celebraba con agrado el primer estreno en salas comerciales de una película de Pedro Costa. El acontecimiento, sin duda, no podía ser para menos. Después de su paso por Cannes en el año 2006 con Juventud en marcha, el director portugués se había convertido en una figura de culto a nivel de mundial y sus películas, totalmente invisibles, en algo más que películas. Aun así parecía imposible que algún día pudiéramos ver en una gran pantalla y en 35 mm alguno de sus trabajos. Pero Paco Poch obró el milagro y con ayuda de la embajada francesa logró, además, que el director y Jeanne Balibar, la actriz protagonista de Ne change rien, acudieran a Barcelona para presentarla. En un ambiente orgiástico la pareja concedió un centenar de entrevistas como respuesta a la oleada de entusiasmo y admiración desatada por su presencia. Pero pronto se esfumó todo, y parecía como si hubiéramos asistido a una de tantas operaciones publicitarias que suelen articularse dentro de este mundo “alternativo” que conocemos como cine de autor. Desde luego que películas como Ne change rien no aspiran a obtener una gran recaudación, ni a llegar a un gran número de salas, y mucho menos a mantenerse más de un par de semanas en cartelera. Sus objetivos son otros, como conseguir que el entusiasmo se mantenga a lo largo del tiempo, que el recuerdo sensible sostenga y anime un comentario casi eterno de unas imágenes tan misteriosas como sensuales.

“Podremos olvidarlo todo menos la voz”. Pedro Costa se muestra categórico al final de una larga entrevista concedida a Glòria Salvadó el mismo día de la presentación de la película en Barcelona también incluida en esta edición de Ne change rien. Durante una media hora la profesora y crítica cinematográfica entabla un dialogo sumamente interesante con el director portugués, logrando dar con algunas claves relevantes y hasta ahora desconocidas de la concepción teórica del film. Y, para nuestra sorpresa, descubrimos lo que muchos sospechábamos; que sus films están destinados al olvido, a deshacerse en el tiempo una vez han dejado de desfilar las imágenes por una pantalla. Costa cree que ha llegado el momento de superar esa forma de mirar apoyada en la puesta en escena instaurada como un dogma desde el tiempo de la Nouvelle Vague. Sus imágenes huyen de ella y se presentan como esbozos de algo que puede llegar ser. Posibilidades, dispositivos relacionales abiertos a todo. Una especie de sueños que elogian y priman lo inconcluso. No estamos en el campo del recuerdo, sino de esa parte de toda memoria negada habitualmente por unas imágenes que pretenden alcanzar la gloria a través, precisamente, de los recuerdos. El cine de Costa opera de manera contraria, estableciéndose como un contracampo, eliminando, incluso, el trabajo de la actriz que toma como referente casi exclusivo para su cámara. Lo que le interesa no es propiamente ella, sino como esa voz consigue convocar el pasado musical que actualiza con su voz y que se encarna de una manera especial en el presente. Como un tiempo olvidado y recobrado simultáneamente, al que accedemos sin atajos, colocando nuestro tiempo en el mismo plano que el de la actriz mientras trata de encontrar el ritmo de ese “tiempo”.

Una segunda entrevista, esta vez realizada por Paco Poch a Jeanne Balibar, se presenta igualmente reveladora. En la larga conversación descubrimos como la vida de la actriz ha desarrollado un especie de “work in progress” cultural; en la infancia aprendió a bailar, en la adolescencia estudió a fondo literatura. Una vez llegada a la madurez consiguió otorgar palabras a un cuerpo mudo que dominaba plenamente, iniciando una carrera como actriz de teatro y posteriormente de cine. Su incursión en el mundo de la música supone el colofón definitivo de ese juego entre control corporal y uso de la palabra. Una relación de la que nace el “método” de la actriz y que ha aprovechado el director portugués para aplicar el suyo. No se cansa de repetirlo; antes de encender la cámara había un deseo de filmar a su amiga. Y ese deseo tenía que ver tanto con la pléyade de relaciones que se conjugan en la distancia entre la cámara y aquello que toma como “objeto” como en todas aquellas que afloran en un cuerpo convertido en una estatua parlante a la manera de los Straub. Relaciones donde se funda el sentido de las imágenes pero, eso sí, fuera de las imágenes. Nada de naturalismo, nada de vida de las imágenes, ni un resquicio de redención en ellas. La vida sigue estando del lado de la vida. He aquí por qué debemos olvidarlas, por qué debemos escapar a ese punto de vista sostenido por filósofos como Georges Didi-Hubermann.

Aunque pueda parecer que esta edición, como hemos visto, se presenta un tanto escasa de valores añadidos, estos tienen la suficiente calidad como para seguir descubriendo la complejidad de una película de la que podríamos hablar casi eternamente. No lo olvidemos, por lo menos esto no.

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‘El origen del planeta de los simios’ (Rupert Wyatt, 2011)

Interacción, debates, simios

El tema no daba más de sí. Después de la película original y sus 4 secuelas, más el impersonal y fallido remake de Tim Burton, parecía que la franquicia de El planeta de los simios estaba más que finiquitada. Por ello no dejó de ser sorpresiva la aparición de una nueva película al respecto. El origen del Planeta de los simios, del casi desconocido Rupert Wyatt, se desliga completamente de toda la saga y se posiciona como secuela “natural” de la película original. Cierto es que no faltan los guiños a las películas anteriores, pero siempre desde una integración argumental coherente con la historia a contar y, sobre todo, con la idea de crear una narración plenamente independiente y no supeditada a trucos de guión para justificar su relación con la saga anterior.

Pero, ¿qué novedades puede aportar este film? Lo más interesante es que hasta ahora el proceso de evolución de los simios se producía por dos razones básicas, la paradoja espacio-temporal, vista a lo largo de la saga original, que era el catalizador de los eventos acaecidos, y en segundo lugar, como fuerza motriz principal, se incidía en la maldad intrínseca del ser humano. Era este, a través de sus actos de maldad, el que generaba todo lo acontecido a posteriori.

No es que nos hallemos ante una producción que pretenda dar un giro ingenuo de los acontecimientos; la acción humana en su forma más negativa está presente, pero sin embargo, lo principal y a la vez novedoso es que todo se inicia a través de la búsqueda de algo tan positivo como un remedio contra el alzhéimer. ¿Es esto una exculpación del ser humano? Pues sí y no. El ser humano se presenta como un ser individualmente capaz de lo mejor y de lo peor, pero siempre que se ve arrastrado por la masa cae en lo más bajo de sus instintos. Lo interesante es que este comportamiento queda ya esbozado en el comportamiento de los simios.

Con todos estos mimbres argumentales, El origen del planeta de los simios se configura, más que como un vulgar blockbuster veraniego, aún sin renunciar a una última hora de acción vertiginosa que ya quisiera para sí Michael Bay, como un film donde se plantean diversas cuestiones morales y donde, sobre todo, se plantea las siempre inquietantes preguntas sobre lo que define al ser humano. ¿Se trata de la inteligencia o es acaso la maldad? ¿Es la capacidad de crear o su fuerza para destruir? ¿Es la violencia el resultado natural del desarrollo del intelecto?

Lo que está claro es que a tenor de acontecimientos recientes como el movimiento de los indignados o la oleada de saqueos en Londres el film se presta a diversas lecturas políticas sobre la naturaleza de la protesta y de la rebelión. Y es precisamente en el término diversidad donde la película cobra mayor empaque ya que, a diferencia de sus predecesoras no se da respuesta alguna, se deja abierta a la consideración (y a la inteligencia) del espectador interpretar lo visto.

Es por eso que El origen del planeta de los simios se erige en, de momento, el film sorpresa del año, al saber conjugar la capacidad de entretenimiento con la habilidad para abrir un debate posterior a su visionado entre la audiencia. Un film tan determinista a posteriori (se conoce el final de la historia) como libre a priori al saber reinventar la saga desde el respeto y ofreciendo de facto una versión inversa de lo que le sucedía al personaje de Charlton Heston en el film original. Un desenlace que supone el inicio (o el cierre) de un círculo no sólo argumental sino también cinematográfico, y es que El origen del planeta de los simios se puede considerar como un film redondo.

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‘The Walking Dead’ [Segunda temporada]

Vitalismo en el fin del mundo

The Walking Dead parece haber superado con éxito la prueba (de audiencia) de la primera temporada. Tanto es así que de los 6 episodios pasaremos a una segunda temporada con 13 capítulos que se emitirán a partir del 16 de octubre. Los fans estamos impacientes y aquellos que siguen sin encontrarle “el qué” a la serie no se lo explican. ¿Qué tiene esta serie que entusiasma tanto? Hay que reconocerlo, la primera temporada tiene capítulos que parecen un auténtico muermo. A pesar de esto hay originalidad en la historia, sí, la que Robert Kirkman se impuso como premisa en el cómic que sirve de base: no contar una historia con final marcado, con happy end a la vista, sino una serie en apariencia infinita en la que lo importante son los personajes, su transformación tras el fin de la civilización. Al menos tal como la conocemos.

Kirkman lo deja claro en la introducción del cómic, lo que resulta más molesto de la mayoría de historias supuestamente (post)apocalípticas es la posibilidad de un futuro factible. Pensad en el deus ex machina de Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007). Los personajes atraviesan las situaciones más escalofriantes pero siempre, al final de todo, aparece una posibilidad de vida nueva que redime todo el sufrimiento padecido. The Walking Dead está en las antípodas de este esquema narrativo. Es cierto que por esta razón la primera temporada muchas veces se centra en exceso en explorar las emociones de los personajes y se olvida de la acción y el suspense. También es cierto, no obstante, que por esta precisa razón la serie ha terminado abriéndose a una dimensión inesperada en la representación del Apocalipsis.

Pero antes, detengámonos un instante y hagamos un esfuerzo. Imaginemos por un momento que todo cuando conocemos se ha acabado. Literalmente. No más trabajo, no más supermercados, no más vecinos con quienes discutir, no más amigos con los que hablar, no hay seguridad indefinida, sólo quedan casas vacías y el sitio donde estamos ha de estar cerrado a cal y canto. Ellos están afuera, por todas partes. Se acabó la ciudad, las calles están desiertas, no hay nada, se acabó todo. Sólo queda la más cruda supervivencia. Los títulos de crédito plantean ya la representación visual de ese final de los tiempos aunque The Walking Dead se permita, luego, repetir los pasos de tantas otras historias de personajes que se despiertan sin saber lo que ha acontecido: 28 días después... (Danny Boyle, 2002), por ejemplo.

El acierto de The Walking Dead lo encontramos sin embargo en la medida que la tragedia revela un vitalismo inusitado. Es como si, para alejarse de las fallidas historias (post)apocalípticas, la serie se hubiera alineado con la desesperación de un final sin tregua, algo parecido a la lenta agonía de la tierra baldía de The Road (John Hillcoat, 2009). Y de repente, cuando el implacable final parece destruir toda esperanza, la historia nos revelase entonces que sólo ante la nihilidad de un mundo gobernado por zombis/infectados la vida empieza a tener sentido. De ahí que la explicación del Dr. Jenner sobre el modus operandi de la infección, en el capítulo final de la primera temporada, se nos antoje como uno de los momentos más sublimes de la ficción televisiva contemporánea.

La vida y el sentido que se revela ante la irrupción de la contingencia, The Walking Dead plantea la cuestión y somos nosotros quienes recogemos el interrogante. Kirkman puede estar contento. Desde el incidente de la chica de la bicicleta del primer episodio hasta el descorazonador final de la primera temporada, la serie se ha servido de la evolución interior de los personajes para madurar sutilmente esta cuestión. La segunda temporada promete. Quienes hemos leído el cómic esperamos muchas cosas y los que aún no lo hayáis hecho podéis abrir boca con un pequeño adelanto: fijaros en el cambio de Rick Grimes, de temer a los muertos vivientes a emboscarlos como si nada. ¡Que sea octubre, ya!

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Un paseo fotográfico

En la Rambla, un grupo de turistas posa delante de un Porsche rojo. Unos pasos más allá, en la puerta de la Boqueria, las cámaras enfocan las frutas multicolores. Mientras miles de disparadores atrapan la realidad abigarrada y kitsch del centro Barcelona, cruzo el barrio Gótico y el Born hasta el Arxiu Fotogràfic de Barcelona. Al final de las escaleras aguardan otras imágenes de la ciudad en la que nací, las de la Barcelona gitana del payo chac. Jacques Leonard (1909-1994) inicia su andadura como fotógrafo en 1952 de la mano de Francesc Català-Roca. Enamorado de la bella modelo de pintores Rosario Amaya, la de Leonard es una inmersión vital en las comunidades gitanas del Montjuïc y Somorrostro, que documenta en un ingente fondo fotográfico recuperado en 2009 por el Arxiu Fotogràfic de Barcelona. Junto a la exposición, este año, el documental Jacques Leonard el Payo Chac de Yago Leonard.

Hijo de unos floristas de la calle Joaquim Costa, Joan Colom (1921) se estrena como fotógrafo en 1957, pocos años después del aterrizaje del francés Leonard en Barcelona. La Fundación Foto Colectania expone estos días un conjunto de fotografías del Barrio Chino, espacio predilecto del catalán que a partir de 1958 genera una extensa colección de instantáneas del emblemático barrio barcelonés. En blanco y negro, Colom retrata orondas y sensuales prostitutas haciendo la calle, observadas por proxenetas y clientes -curioso correlato, que interpela al otro mirón, el espectador-. Figuras ajenas a la labor del fotógrafo que, de incógnito, ideó un eficaz sistema para ocultar la cámara. Colom y Leonard comparten la fascinación por la captura del gesto. Pienso en el retrato de Leonard de La Chunga, una bailaora, con su falda de topos suspendida en el aire, en las verbenas y bodas que documenta en sus fotos... Pero mientras Leonard procede de forma instintiva, y su método consiste en disparar a veces incluso sin calcular los parámetros de luz, Colom podía pasar horas observando, con la cámara escondida en la gabardina, pegada al cuerpo, hasta lograr la imagen esperada.

Mientras Leonard, casado con Rosario Amaya, documentaba la Barcelona gitana desde dentro, y Joan Colom, voyeur de incógnito, retrataba el Barrio Chino con su cámara oculta entre la ropa, Francesc Català-Roca (1922-1998) contribuía a dotar a la fotografía de un estatuto artístico casi inexistente en el contexto de la posguerra civil española y la posterior dictadura franquista. La amplia retrospectiva que ofrece La Pedrera sobre el hijo del igualmente célebre fotógrafo Català-Pich es la tercera espléndida muestra fotográfica que nos ofrece la ciudad condal este agosto. Si la de Joan Colom es una exposición abarcable en una sola visita, la de Francesc Català-Roca merece como mínimo un par de revisiones. Desde su visión siempre dotada de un deje de ironía de la posguerra y el franquismo, a sus itinerarios por la geografía española, o su fotografía más geométrica de distintas obras de la modernidad arquitectónica local, la exposición se convierte en un recorrido por la historia de España. Me emociona la huella fotográfica de algunos oficios extintos como el de vendedor de letras de canciones, o la instantánea del escaparate de una sombrerería en la que Roca inmortaliza un móvil del célebre Alexander Calder.

Además de las tres exposiciones que he tenido la ocasión de visitar estos días, tengo pendientes dos más: la que dedica a la obra de Brangulí el CCCB y la colección de fotografías del pintor Josep María Sert (1875-1945). Por eso me alejo de los píxeles de las cámaras de última generación que capturan la Barcelona en venta de los turistas y me sumerjo en otra materia fotográfica bien distinta. Este verano Barcelona transpira emulsión de plata. Y es más que recomendable seguir su estela.

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‘La boda de mi mejor amiga’ (‘Bridesmaids’, Paul Feig, 2011)

Funny Girls

Hace unos meses, The New Yorker dedicaba un artículo a Anna Faris con el irónico título “Funny Like A Guy”. A la vez que glosaba el talento de una de las mejores cómicas actuales, el texto ponía el dedo en la llaga dando a entender que la anticuada máxima “los chicos son más divertidos que las chicas” sigue latente en Hollywood hoy en día. Bridesmaids, co-escrita y protagonizada por Kristen Wiig, refuta, desde su brillante inicio, esa teoría y sitúa a Wiig al nivel de otras dos grandes, Faris y su compañera en Saturday Night Live, Tina Fey.

Producida por Judd Appatow tras probar la solvencia de Wiig como secundaria robaescenas en Lío embarazoso (Judd Apatow, 2007) o Paso de ti (Nicholas Stoller, 2008), Bridesmaids da gato por liebre. Una aparentemente inofensiva chick flick (el título español ayuda mucho a este respecto) que esconde en su interior una comedia en estado puro, quizás uno de los productos Appatow que más fielmente se adscriben a los códigos del género. Wiig utiliza una amplia paleta de recursos cómicos, desde el humor de trazo grueso a la autohumillación, para ridiculizar no sólo los rituales pre-nupciales, sino también las propias convenciones de las pelis-sobre-bodas (¿se puede pensar en algo más subversivo que hacer que la novia defeque encima de su propio vestido?).

Es en esta transgresión de la lógica de la chick flick donde podemos encontrar paralelismos con el trabajo desarrollado por Tina Fey en 30 Rock. Si Appatow es célebre por su galería de inmaduros personajes masculinos, Fey y Wiig escriben e interpretan a mujeres en (cómico) conflicto con su feminidad o, al menos, con lo que el entorno ha decidido acerca de qué significa ser femenina. En uno de los primeros capítulos de 30 Rock, Jack Donaghy, el nuevo jefe de Liz Lemon (Fey) le organiza una cita con uno de sus colegas, que resulta ser otra mujer. Ante el reproche de Liz por haber creído que era lesbiana, Jack contesta: “¿Qué querías que pensara? ¿Has visto los zapatos que llevas?”. En Bridesmaids, las referencias son múltiples, desde la primera vez que Annie ve a Helen, su hermosa archienemiga, presentada de espaldas y girando hacia ella en cámara lenta, hasta la escena en la que su jefe critica su aspecto y la compara con Kahlua, una compañera escultural: “¿Por qué no puedes ser más como Kahlua?”, le increpa.

Trazos de humor cafre y embarazosas situaciones post-sexo (la antológica escena con Jon “Don Draper” Hamm que abre el filme) aparte, Bridesmaids es un one-woman-show a mayor gloria de una actriz prodigiosa, Kristen Wiig. Fogueada en la cantera del SNL, Wiig es una cómica desbordante que impregna cada personaje que interpreta de una energía y un carisma únicos (youtubeadla: Penélope y Judy Grimes son ya míticas). En este sentido, Wiig está mucho más próxima a Anna Faris que a Tina Fey, cuyo humor es básicamente verbal (fue escritora jefe del SNL), apoyado en certeros punch lines. Como Faris, Wiig es una actriz total que ofrece todo lo que tiene a su alcance (voz, rostro y cuerpo) para hacer reír. Su extraordinario trabajo gestual y corporal provoca que brille con luz propia tanto cuando ocupa el centro de la acción (la secuencia del avión) como en un simple contraplano de reacción (la escena con Helen previa al partido de tenis es un prodigio de sutil animadversión mutua). La influencia del SNL se evidencia también en la construcción de set pieces cómicas autónomas que provocan momentos de digresión temporal e inesperados puntos de fuga de la narración, y que son, a la postre, lo mejor del filme. Me refiero a la secuencia, que deriva hacia el más absoluto absurdo, en la que Annie (Wiig) intenta, por todos los medios, llamar la atención de Rhodes (Chris O’Dowd, de The IT Crowd), o a aquella, exageradamente dilatada, en la que Helen y Annie luchan por dar el mejor discurso. No os dejéis engañar por las apariencias: Bridesmaids es una de las mejores (si no la mejor) comedia del año.

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‘Capitán América: El primer vengador’ (Joe Johnston, 2011)

Hazañas bélicas de domingo por la tarde

Desde el estreno de Iron Man (Jon Favreau, 2008) y más concretamente su epílogo “sorpresa” tras los títulos de crédito, da la sensación que toda la galería de estrenos de superhéroes Marvel solo ha servido para un único objetivo: preparar al espectador para el mega acontecimiento que supondrá el estreno de Los vengadores (Joss Whedon, 2012) el año que viene. Así nos hallamos ante lo que casi se podría calificar de film “excusa”, un género basado en pequeñas producciones con cierta estética de serie “B”, con argumentos casi calcados cuyo único fin es el de presentar el personaje a la audiencia contando con un elenco solvente con el que dar como mínimo una cierta solidez y prestigio y tapar así sus posibles carencias.

El último eslabón de esta cadena llega con el Capitán América, film que a priori aparenta estar destinado a seguir el rol ya marcado por títulos anteriores como Thor (Kenneth Branagh, 2011), es decir,  ejercer de film puente y ofrecer un entretenimiento basado en el despliegue de efectos especiales, guión escaso  y tratamiento superficial de los personajes. Con estas premisas, y quizás precisamente por ellas, el Capitán América supone una sorpresa ya que aunque está lejos de ser un film notable, sí exhibe una cierta intencionalidad, unos modos que demuestran la voluntad de trascender  el papel de film-transición y posicionarse como un producto con entidad propia.

Para ello se articula un relato que se inspira, más que en los cómics del héroe, en una estética pulp digna de hazañas bélicas donde no importa tanto el componente realista de la acción sino establecer una iconografía reconocible, un mundo que se basa en la realidad pero que la distorsiona de modo que se establezca una clara división del bien y el mal, de la heroicidad asociada a unos determinados valores más que a una bandera.

De esta manera el film consigue huir de los tópicos patrioteros tan aparentemente ligados al héroe protagonista al mismo tiempo que opta por un discurso de lo multicultural, de una alianza de lo ético frente a los poderes de una  unidimensionalidad cultural y racial vinculada al concepto de lo maligno.

Pero donde radica la mayor fuerza del film es quizás en su parte menos superheroica; sí, es un film de superhéroes, también es un film de acción, pero hay un notable esfuerzo en demostrar que nada de eso es incompatible con unos buenos diálogos y un tratamiento cariñoso hacia los personajes. Lo que consigue el Capitán América es demostrar que no es necesario convertir las escenas entre momentos de acción en aburridos e insulsos planos cuyo fin es sencillamente no saturar de explosiones. Se trata de aportar dimensión humana, de conocer los entresijos psicológicos y morales de los personajes para así tener una comprensión mayor de sus actos.

Todo este catálogo de virtudes no obstante no acaba de explotar debido a una cierta reiteración argumentativa y un desenlace alargado y deslavazado que hace que el film se resienta en cuanto a su ritmo, convirtiéndose por momentos en un espectáculo descafeinado, una película que da la sensación que en cualquier momento puede ir a más pero que se conforma con ser un catálogo de buenas intenciones.

Así pues estamos ante un film agradable, cómodo de ver y que depara todo aquello que se le pide e incluso algo más. Lástima que ese punto de distinción entre lo correcto y lo notable no haya sido explotado con más brío, ya que al final la sensación es demasiado confortable, demasiado acomodaticia, dejando un regusto agridulce por lo que podía haber sido y finalmente no fue.

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La dama de Corinto 2

La dama de Corinto (José Luis Guerin, Francisco Calvo Serraller & Ana Martínez de Aguilar, 2011) - Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente [Segovia]

Una instalación audiovisual comparte elementos con el cine primitivo, de un lado, y con el experimental, de otro. Tras una cortina se ocultan en la oscuridad focos de luces o pantallas que claman la atención. El espectador ha de desplazarse, por su propio pie, a cada rincón sorpresivo del mismo modo que el de comienzos del siglo xx había de internarse en alguna barraca de feria para mirar dentro de un aparato a través del cual se veían imágenes. La discontinuidad cronológica del propio cine experimental se ve ahora plasmada materialmente a través de la multiplicidad de monitores liberada, no obstante, del encorsetamiento de la pantalla única que obliga a la individualidad de cada serie de imágenes y que condena el bucle.

Este prolegómeno viene a cuento por la transformación de un proyecto audiovisual en un libro, compuesto de páginas, letras y papel: ¿cómo trasladarnos de la cueva uterina por la que poder corretear a los estrictos márgenes de un ejemplar impreso, con la realidad circundándonos queriendo atraer nuestra atención? Con la obra editorial La dama de Corinto se ha ampliado el motivo primero de la exposición homónima (que puede visitarse hasta el 28 de agosto en el Museo Esteban Vicente de Segovia), la relación de la pintura con el cine, a la escritura en lo que tiene de artesanal, de manual. Así, sobre el mismo lienzo-pantalla que representaba la unión del cine y la pintura, ahora convertida en página en blanco, se escribe a lápiz. El trazado producto del grafito, con el roce de la propia piel o el contacto con otras hojas, emborrona el original. Esas marcas son huellas de una mano creadora, metonimia en realidad de unos ojos que registran pero también que recuerdan. Igualmente, el texto impreso se llena de correcciones, anotaciones al margen, subrayados…

El libro La dama de Corinto puede considerarse producto y conclusión de la exposición homónima, no actividad paralela. El texto de Ana Martínez de Aguilar (responsable del proyecto) apunta a diferentes ejes correlativos: el individual centrado en el amor y el deseo y, de ahí, al genérico de la literatura y la imagen y el de la ausencia y su recuerdo de cara al acto creativo; además, insiste en el reflujo continuo que existe entre el sujeto y el objeto y cómo ambos se retroalimentan. Por su parte, el historiador de arte Francisco Calvo Serraller engloba a Guerin dentro de una tradición que se remonta a los orígenes de la humanidad. El artista se ve impelido a crear por una necesidad externa al ser la propia naturaleza quien lo llama para centrarse en su belleza. Este impulso primero termina por regurgitar en el interior del propio individuo de modo que se exprese a través de su misma interioridad. A la larga, las obras artísticas se encadenan y conforman una memoria a la cual el pintor, el cineasta, etc., siempre vuelve. En el caso concreto de Guerin, este fija su atención en la imagen testimonial (el documento) y en la connotativa (el mito).

Pero, si hay algo en que una película y un libro se parecen, es en la secuenciación, en el despliegue lineal de fotograma tras fotograma y de página tras página. A través de ese orden preciso, asistimos a un progreso cronológico que puede dar lugar a la narración tradicional como en una película o en una novela. Ahora, con la adaptación editorial de una instalación audiovisual previa y reutilizando algunos planos realizados para los dos cortometrajes que servían de introducción (también disponibles en DVD), Guerin reinterpreta sus propios textos anteriores. En la portada se muestra una silueta rellena de sombra; en la contraportada, tan sólo una silueta (recordemos que tal trazado representaba al amado que recreó la dama de Corinto, origen de la pintura según Plinio el Viejo). Entremedias, asistimos a la trama que nos lleva al desenlace, desenlace pero también conclusión a la manera de un trabajo académico, en este caso, la exégesis de la propia instalación.

El primer paralelismo con la figura de la portada lo encontramos en el inicio del relato con la fórmula “Hace mucho tiempo…”. La sombra que se muestra en la ilustración es la del mismo cineasta; se trata de una sombra que, al revés que en la historia que conocemos, persigue a una mujer. Se ha producido un salto temporal al incorporarse la sombra al presente, convertida en memoria de un conocimiento pasado que transmitió aquella primera pintora. Los recuerdos de obras de arte que nunca conocimos actúan como principal impulso de la creación, ya sea literaria o pictórica. Las pinturas desaparecidas de la Antigüedad, su memoria, se asentaron en la mente como un conocimiento base. Pero tal vez sea un saber inconsciente previo al mismo hecho de la pintura, pues el bisonte siempre estuvo ahí, en la naturaleza antes que en la cueva. Se redunda, de nuevo como en la exposición, en la fuerza del original que clama ser asimilado.

¿Y aquellas obras artísticas que jamás existieron pero que fueron tan bien definidas literariamente? Las figuras retóricas juegan al mismo nivel que las imágenes visuales. La pintura, o su definición verbal, surgió de un deseo de posesión (como la fuente surgida por las lágrimas de Pirene ante la muerte de su hijo), de un sueño no realizado. A través de la exteriorización materializada sobre el papel la sombra, la ensoñación, suplió a la realidad.

El montaje y el movimiento, precursores del cinematógrafo, son los pasos siguientes al retrato. Para superar el original, porque así lo pide la sombra, se ha de partir de varios modelos, quedarse con los mejores trozos y construir al ser humano perfecto, esto es, la sombra perfecta. Las manos cobrarán entonces protagonismo absoluto al ser las intermediarias de un mundo a otro: palpan la realidad y ensucian el papel, o la pared, o se posan sobre una cámara, y las huellas de ese universo primero se impregnan en ese otro segundo producto de nuestra imaginación.

El tropo literario-semántico en forma de imagen visual renace en este punto: el árbol que cobijó a los dos amantes devino perenne o, tal vez, ¿no fue la misma sombra, el recuerdo de ese encuentro? Guerin remata el libro con su origen, con la naturaleza proyectándose como precursora de la imaginación artística del hombre. En las últimas páginas las sombras del árbol y la del amado comparten plano; Plinio el Joven murió intentando captar in situ las esencias del Vesubio; la leyenda cuenta que una nube en forma de árbol lo envolvió antes de morir.

“Madame Bovary soy yo”, dijo Flaubert. ¿Qué duda cabe de que la silueta que imaginó Plinio para explicar el origen de la pintura no le representaba a sí mismo? Ahora, en el libro La dama de Corinto, la colocación de los elementos altera el producto: aquellos fotogramas en los que la sombra abandona a la silueta ya no cuentan una historia de amor (el amado dejando de posar, abandonando la ciudad) sino que señalan, fijan, la existencia de una mano creadora y personalizada que deja sus propias huellas en la historia del arte.

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