Super 8 está hecha de imágenes que narran. Como en el gran Hollywood, la película narra en y desde la imagen, las ideas surgen de lo visual. Imágenes que eran historias antes de convertirse en ningún guión. Un niño que mira a su padre frente a otro hombre, un niño mira un colgante con la foto de su madre muerta, un niño mira a una chica, la chica le mira, le hace esperar y puede que le devuelva la mirada, el niño mira entonces el reflejo de un monstruo, lo reconoce, le hace abrir los ojos. Los personajes no hacen más que mirar, es su mirada –la mirada de Joe y Alice- la que regula el pulso delicado y frenético, aéreo y subterráneo de la película. Se nota que Abrams aprendió a mirar con las películas de Spielberg, pero lo que sorprende es hasta qué punto esa mirada es autoconsciente en Super 8, cómo disemina imágenes y se ilusiona.
Super 8 es un manual de lenguaje cinematográfico, sin imposturas. Da gusto ver a un cineasta tanteando distancias entre sus actores, probando miradas en distintos sitios y a distintos tiempos, aguantando el plano. Abrams se vuelve pequeño y juega a colocar a sus actores, montando la maqueta del futuro cineasta, haciendo a los niños situar la cámara, esperar y mover todo el tinglado. Late, en esos intercambios de mirada, y en esas medidas entre cámara y personajes (Alice y Joe, plano/contraplano), aquel fulgor íntimo que obsesionó a los clásicos y señaló rupturas a la modernidad. Se rueda en Super 8 a la americana, mirando a la chica de la granja de al lado como en A Romance of Happy Valley (D. W. Griffith, 1919) y El sargento York (Howard Hawks, 1941), de la puerta de al lado como en Sinfonía de la vida (Sam Wood, 1940), Stars in My Crown (Jacques Tourneur, 1950) o ¿Quién llama a mi puerta? (Martin Scorsese, 1967) y hasta de la hamburguesería de al lado a lo Hola, mamá (Brian de Palma, 1970). Abrams usa la posición como figura expresiva, pone un personaje al fondo y, sin palabras, sostiene una escena tan frágil como la de Alice y Joe viendo las cintas de su madre, con la niña respirando en primer término, a nuestra izquierda, y el chico mirando al fondo de la habitación. Luego está la fragmentación y el plano detalle, el guardapelo de Joe con la foto de su madre, que se remonta a los campos de algodón de Griffith, con aquel retrato de Lilian Gish en el relicario de El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915), corte, y plano detalle, boy sees girl.
Super 8 es un experimento de guión triple, mezclado no agitado. La película trabaja sobre tres planos/contraplano que son tramas y pequeños dramas de andar por casa. Está el boy meets the other clásico de Spielberg -el de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977) y E. T. El extraterrestre (Steven Spielberg, 1982)- pero también el boy meets father -que viene, vía intravenosa, de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977)- y sobre todo el boy meets girl… la gran apuesta. Si comparamos Super 8 con el imaginario ochentero que celebra, vemos cómo Abrams experimenta e integra lo que normalmente narraban aquellas películas (el niño y lo otro) con lo que parcialmente sugerían (el niño y la chica) y lo que casi nunca tocaron (el niño y la madre muerta). Aquí no sobresalen grandes planos “formalistas” porque se están haciendo muchas cosas a la vez, no se recrea en un instante poético -aunque sabe construirlo y sostenerlo- porque quiere enlazar con dos o tres historias paralelas que amplíen sus imágenes y su narración, espoleando esa economía del plano, contundente, a la manera del Hollywood clásico. Siente uno que si algo pasó del beso de El hombre tranquilo (John Ford, 1952) al de E.T., por ósmosis quizá, algo ha pasado ahora de la mirada de Spielberg a la de Abrams, generación a generación.
Super 8 es una maqueta de los ochenta montada en 2011. La película de Abrams no es una copia del Hollywood ochentero, no calca sino que se posiciona y convierte el amor y la pasión por aquel cine en algo nuevo (quien esperase un viaje nostálgico se habrá llevado un chasco). Las citas pasean: el profe negro de Gremlins (Joe Dante, 1984), las mentiras oficiales de Encuentros..., el tacto de E. T., la risa pandillera de Los Goonies (Richard Donner, 1985)… Pero Super 8 tiene otro tempo, ideas distintas, quiere mostrarnos cosas nuevas desde lo que todos sabemos, crear su propia maqueta.
Super 8 se quita importancia, cuida a su espectador. Hay momentos de esa celeridad cómica que los Sturges, Capra, Hawks y Tashlin utilizaban para “rebajar tono” y tirar millas. Eso de tropezarse con algo, reírse de lo que ha dicho el amigo de al lado y -sobre todo- meterse con él, una especie de locura cercana que lleva a los niños de Super 8 en volandas (Smartins y su vómito perpetuo, las patatas que le tiramos al gordo, ‘production value’, ‘I’m directing’ y otros arranques de genio infantil). Una forma de tratar a los personajes que incluye al espectador, que pone en boca de los niños cosas que pensamos o que estamos a punto de pensar y nos acercan.
J. J. Abrams disfruta dirigiendo, además de ideando y escribiendo. El creador de Alias (J. J. Abrams, 2001-2006) nos ha acostumbrado a verlo como un narrador-productor, alguien que piensa y lanza imágenes e historias más que como un director que prueba, aguarda y rueda. En Super 8, además, lo vemos disfrutar con esos dos niños milagro, Joel Courtney y Elle Fanning, con aquello de las distancias y los tiempos. Como ocurrió con De Palma en los 70, y con Spielberg de otro modo en los 80, J. J. es y seguirá siendo blanco de la envidia de algunos, cinéfilos de pose, víctima del chaqueterismo crítico. Mientras, da gusto verle coger la cámara y esperar, como Joe Lamb en Super 8.
[Esta entrada es una versión reducida del texto original, cuya extensión no nos permite publicarlo aquí en formato blog. Incluimos este extracto para avivar el debate ligado al estreno de la película hace apenas unos días. El texto completo aparecerá en el próximo número de la revista en Octubre, Contrapicado nº42. Los editores]