Chris Marker: la sabiduría de las lechuzas

La lechuza es al gato lo que el ángel es al hombre.

(Gatos encaramados)

A menudo se nos hace sentir, con un estremecimiento de placer, que en un arpa terrenal se han pulsado notas que no pueden serles desconocidas a los ángeles.

(Edgar Allan Poe, El principio poético)

Como el gato dibujado por M. Chat, Chris Marker es una figura que asoma en los espacios más insospechados, de manera esquiva pero permanente. Una sombra que ha iluminado el pensamiento y la reflexión sobre el presente, el pasado y el futuro, un cineasta que ha sabido vislumbrar en los nuevos medios una forma de reflexionar sobre las imágenes y sus usos, sobre la información y sus consecuencias. Un hombre siempre atento a lo que sucedía a su alrededor, pero siempre escuchando los ecos que despertaban, ya fueran los de sueños pretéritos o los todavía por venir. Chris Marker ha sido una figura central de la cinematografía: la textura de sus documentales, sus ficciones, sus ensayos (si es que podemos diferenciarlos así, puesto que su cine es un compendio que los aúna a todos) roza nuestra visión de un modo delicado pero exacto, punzante y sugerente a partes iguales. El ronroneo de su cámara es el sonido de un pensamiento vivo que agita en nuestro interior ideas y sentimientos que permanecerán a nuestro lado. Todo ello porque era un hombre comprometido con la Historia, un cineasta que se servía de las imágenes para dejarnos pensar con él esta realidad.

El pack Chris Marker. Mosaico 1968/2004, editado por Intermedio, que sin saberlo rendía homenaje a quien poco después fallecería, reúne material abundante sobre el director galo, permitiéndonos así analizar las diferentes caras de tan poliédrica obra: en él podemos observar las vías ocultas que se abren entre sus creaciones, caminos velados que cada uno va descubriendo en la heterogeneidad de la imagen y el montaje, en la dispersión de sus fotogramas, a la vez autónomos y codependientes. Por ello, he querido observar dos aspectos diferentes del cine de Chris Marker: por un lado, su vertiente más reflexiva y lírica, en la que las posibilidades del cine se abren al ámbito del montaje, la mirada y la música; por otro lado, sus creaciones más comprometidas y políticas, en las que su afán de confeccionar crónicas de su actualidad nos induce a repensar el potencial de la mirada cinematográfica. Dos vertientes distintas pero que convergen en un mismo punto: la necesidad de la participación activa del espectador.

1. Pensando el cine en tres pequeñas lecciones...

Tres pequeñas obras recogidas en este pack nos facilitan el acceso a la concepción que Marker tiene de su oficio: Teoría de conjuntos (Théorie des ensembles, 1990), Tres vídeos haikus (Trois vidéos haikus, 1994) y E-clip-se (1999).

Sirva de primera lección de este universo la deliciosa pieza Teoría de conjuntos: en ella se nos explica la aparición del orden matemático a través de la historia del Arca de Noé. Así Noé trata de clasificar, ordenar los animales, ubicarlos en un espacio concreto y para ello las lechuzas le explican la “teoría de conjuntos”, en la que el orden se adquiere a través del conjunto, de la asociación, no importa tanto el individuo aislado como su conjunción con los demás. No deja de ser una buena exégesis de su propio cine: las imágenes tomadas como unidades de nada sirven si no es por su relación con las demás, por el montaje con que Marker las viste: la matemática del montaje, infinita en su capacidad de expresar, es el eje interpretativo del cineasta y del espectador. Así, la obra de Marker debe ampararse bajo esta teoría para poder ser interpretada justamente: su labor es comunicar unas imágenes con otras, unos formatos con otros, unas realidades con otras.

Tres vídeos haikus adopta la forma tripartita de los poemas japoneses para arropar la cotidianeidad de un hálito poético: si los dos primeros fragmentos sirven para aunar la imagen de un puente que cruza un río y la de una mujer fumando a través de la figura omnipresente de un ave, el tercero ejerce de contrapunto. Este último es un homenaje a los hermanos Lumière en el que se explicita que los operadores de cámara que comenzaron a filmar para ellos tenían un minuto para captar la realidad [1]: la imagen de unas vías de ferrocarril vacías, por las que ya no transita ningún tren, es la síntesis de esa necesidad de fijar el presente a partir de una depuración que haga palpitar en la imagen las latencias de un vacío. He aquí, pues, la segunda lección que nos muestra Marker: la cámara ha de fijar la lírica del día a día, su cine ha de ser capaz de captar no ya la realidad sino la mirada que la cámara lanza a ese mundo. Nosotros hemos de esperar y estar atentos a los latidos de esas imágenes que toman el pulso: el cine es la unión (el puente del primer “verso”) y una espera (la mujer del segundo) de algo que no acaba de sucederse (el tren, presencia perturbadora de lo ausente e invisible). La espera de la epifanía, de esas alas que aparecen tras el rostro de la mujer, de ese pájaro que cruza fugazmente sobre el puente, de ese tren fantasma es lo que ha de buscar el cine: Marker nos enseña que, aparezca o no esa epifanía, ese punto que abre la imagen prosaica a la lírica (ese pájaro presente en los dos primeros fragmentos), la cámara ha de permanecer presente, pese a que sepamos que ningún tren pasará ya por esas vías. El cine ha de comprometerse a mirar, incluso, una imagen que sabe que ya no aparecerá: si filma una ausencia no es más que para constatar que incluso en la derrota el cine debe alzar la mirada.

Pero la epifanía se sucede en el último punto de este triángulo aleccionador. Por ello E-clip-se filma la mirada como un proceso de extrañamiento ante la revelación de lo inesperado: los rostros de las decenas de personas que se alzan para observar el fenómeno que da título a la pieza son el espejo en el que Marker quiere que nos miremos. Alzamos los ojos a la pantalla [2], mirando ese eclipse que se forma al colisionar dos imágenes, intentando comprender lo que vemos, sin darnos cuenta de que, precisamente, lo más importante es el simple hecho de ver mirando, de comprender observando. La visión de esas imágenes que filman lo trivial de un suceso extraordinario (el eclipse) es la quintaesencia de la imagen arraigada en la cotidianeidad: si antes hemos hablado de la lírica del haiku ahora podemos puntualizar que su poder evocador se aleja de la abstracción para centrarse en la imagen en bruto como piedra preciosa que se depura con la mirada, obligándonos a leer más allá de la superficie de la imagen, pues no se trata de que veamos a personas anónimas alzar la vista hacia el eclipse sino de que nos veamos a nosotros mismos reflejados. Nos espejamos en los fotogramas de Marker mediante una formalización de la mirada que permite al espectador ser partícipe de un juego rocambolesco donde el cruce de miradas (de los ciudadanos, de la cámara y de los espectadores) nos muestra que esa “depuración” no se basa tanto en su relación inmediata con los sucesos sino en su capacidad de visibilizar la cámara como eje creativo.

...y una coda musical

¿Bailan los animales? Sí, o eso al menos ha conseguido Chris Marker: Slon Tango (1990) es una pieza breve, de pocos minutos, pero que consigue vislumbrar en el caminar de un elefante la música que envuelve nuestra vida diaria. Mezclar un tango de Stravinsky con las imágenes del paquidermo andando no es, simplemente, otra muestra de su fina percepción de la comicidad, sino la confirmación de que el mundo tiene una armonía, un ritmo que el artista debe encontrar. Se debe jugar con las imágenes, tocarlas con los ojos, sentir que la mirada del mundo debe ser construida de nuevo: hay que descubrir con qué son se mueven nuestros pies, nuestras vidas. Marker quiso encontrar la música a través de las imágenes, descubrir que tras el caos del presente se esconde una armonía que, aunque llena de estridencias, debemos escuchar.

Y en esa escucha vislumbrar la sabiduría de las lechuzas que supieron alcanzar la teoría de conjuntos y aunar en una misma mirada todas las miradas. Como ángeles que observan desde lo alto el devenir de los humanos, nosotros pretendemos alcanzar a esos seres alados para poder comprender que en el desconcierto hay un orden y que el cine, y demás medios audiovisuales, son el instrumento para musicalizar la prosa de nuestra realidad.

2. Filmando el cine: miradas reflexivas...

Y así llegamos a la vertiente más (re)conocida del director que aquí nos ocupa: el documental. Marker construye sus documentales como una amalgama de imágenes provenientes de diversos medios (televisión, pintura, Internet, fotografía...) que, gracias a su pluralidad, consiguen dar una visión ampliada de lo que sucede, o, incluso, coquetear con los límites del verismo mediante los juegos de realidad. Todo ello con la intención de mostrarnos que toda mirada debe llevar consigo la reflexión sobre aquello que se observa.

En el centro de esta multiplicidad de imágenes se erige Gatos encaramados (Chats perchés, 2004), una obra inclasificable que se abre de forma lúdica con la reunión de una serie de desconocidos que danzan en torno a un monumento bajo la atenta mirada de un gato dibujado en uno de los tejados. Dicho felino será el guía que nos conducirá por la actualidad francesa, por los vericuetos de una sociedad post 11-S: las pesquisas en torno a la aparición de dichos gatos dibujados por las calles ofrecen el mapa, la llave, para movernos por los entresijos de la crisis de las izquierdas y el pavoroso auge de la ultraderecha, personificado en Le Pen. Podríamos decir que la figura del felino funciona a modo de MacGuffin si no fuera porque, realmente, adquiere una dimensión simbólica de los sucesos y los paisajes parisinos. En el trazo sonriente del gato, en su aparición en pancartas, máscaras, carteles... vemos nacer la esperanza de un nuevo futuro, una nueva cultura, una nueva visión, un cambio. El juego que ha creado M. Chat dispone como tablero las calles de París, en las que las fichas, transeúntes que vagan de un lugar a otro, sólo deben atender a una única regla: la de detenerse, sorprenderse ante lo inesperado. Y es que el felino representa esa necesidad de romper con lo preestablecido: su aparición en paredes, tejados, árboles... es el símbolo de ruptura con unos moldes, los fríos edificios, que sirven, contra pronóstico, como lienzo para una nueva realidad que se asoma y se mece en la sonrisa de ese gato: la de la sociedad en marcha.

Una situación de crisis, esperanza y movilización que resuena en las imágenes de La sexta cara del Pentágono (La sixième face du Pentagone, 1968): una crónica de la manifestación en contra de la guerra de Vietnam en Washington que funciona como retrato de un cambio: el que va de la mirada a la reflexión. Se trata de observar cómo esa marcha sobre Washington cambia, no tanto la historia o la política, sino a los manifestantes, cómo estos perciben una transformación interna ejemplificada por las palabras de esa joven que tras pasar la noche en las escaleras del Pentágono declama ante Marker: “He cambiado”. La cámara de Marker se mueve entre ellos buscando filmar ese viento nuevo, el color del aire rojo que envuelve su caminar, pero se da cuenta de que para plasmar ese cambio debe pasar de la imagen a la narración, de ahí que su voz sea omnipresente: la cámara puede plasmar el movimiento, la inquietud, la exasperación y la tensión, pero la voz puede retratar la imagen desde la distancia. De ahí que los instantes finales del film sean una sucesión de rostros fotografiados en los que la voz del narrador es capaz de vislumbrar matices que el blanco y negro de la imagen oculta. Como el rostro de François Crémieux que se desnuda ante el objetivo en Casco azul (Casque bleu, 1995) y nos relata, a través de un monólogo elocuente y sin fisuras, el papel de la ONU en los Balcanes. La desilusión se vislumbra en sus palabras, el paso a la resignación se visibiliza en ese rostro inmutable y se palpa en su propio soliloquio: la cámara fija de Marker no muestra un rostro, filma la Historia.

De este modo, Marker realiza un camino que va de la multitud manifestándose en Washington a la declaración de un miembro de los Cascos Azules para desembocar en un felino que simboliza la necesidad del cambio. La Historia pasa de representarse, pues, mediante la multitud a focalizarse en unos rostros para, en último lugar, consumarse en un dibujo que escenifique los deseos de futuro de una sociedad en crisis. Pasamos, pues, de la mirada a la reflexión: una reflexión del presente desde el que se filma (La sexta cara...), una reflexión sobre el pasado (Casco azul) y sobre el futuro (Gatos encaramados).

... y una reflexión sobre la mirada

Retornemos, finalmente, por un segundo, a la idea de juego, como bien ejemplifica esa indagación arqueológica del gato de M. Chat a través de obras pictóricas en Gatos encaramados. Pero retornemos con la intención de reflexionar sobre la mirada misma. En este sentido, la pequeña gran joya que es La embajada (L’Ambassade, 1973) ejemplifica perfectamente ese sutil pero refinado gusto por la travesura. Nos lo advierten las tramposas palabras del narrador al inicio de la obra: “Esto no es una película. Son notas tomadas cotidianamente. A modo de comentario de otras notas escritas cuando no estaba filmando”. Exacto, se trata de una filmación que no pretende ser más que el testimonio de cómo una serie de personas se refugian en una embajada, tras lo que parece ser el golpe de estado producido en Chile. La cámara se filtra entre las conversaciones, cada vez más crispadas, de los refugiados, mostrando sus reacciones ante el desarrollo de los hechos, mientras que la voz en off del narrador indaga en los sentimientos de cada uno de los recluidos. Todo con una perfecta naturalidad, hasta que, fugazmente, se vislumbra la figura de la Tour Eiffel, el símbolo parisino por excelencia, y nos damos cuenta de que, en realidad, no se trata de la grabación de un suceso real: es una simulación, una representación. La mirada del espectador se bifurca de la mirada de la cámara, la imagen cruza al otro lado y se alza ante la frontera de la realidad: “El pasado es como el extranjero: no es una cuestión de distancia, sino de una frontera que se cruza”. La embajada no es más que ese cruce de fronteras, ese tránsito a otra dimensión de la imagen y la mirada, en la que nuestra toma de conciencia del artificio no hace más que afirmar el verismo extraño de ese pasado que se nos deshace ante las imágenes del proyector.

Marker, apoyado sobre su cámara, como esa lechuza que, alzada en la rama de su árbol, es capaz de ver más lejos, es capaz de ver más allá de la simple imagen, su mundo, su realidad nace de la reflexión, no únicamente de los hechos que se suceden ante la cámara. El director galo se suspende, en el vuelo de su cámara, ante la visión de nuevos matices, nuevas rupturas. En ese paso suspendido, ese desplazamiento de la imagen que se da en el juego de realidades encontradas se materializa la encrucijada en la que pasado y presente, palabra y fotograma trazan la débil línea de la frontera entre artificio y realidad. El espectador, que anida en la mirada, debe dar el salto.

Notas:

  1. En realidad, para ser exactos, se trataba de 50 segundos. 
  2. Como ya remarcaba Marker en una entrevista, publicada en el diario francés Libération el 5 de marzo de 2003, “en el cine, elevas tus ojos hacia la pantalla”. 
Publicado en Reseñas del número 46.