Walking and talking
La tercera película como director de Ben Affleck se inscribe dentro de la tradición genérica norteamericana; en concreto, dentro de la vertiente documentalista noir dedicada al estudio del G-Man analizado por muchas producciones baratas de los años treinta y cuarenta, con el director Joseph H. Lewis a la cabeza. Al igual que Lewis, Affleck se muestra funcional y objetivo, atento al vaivén de los acontecimientos aunque, como para el olvidado Lewis, cada personaje cuenta. Una de las características del realizador de serie B radicaba en que sus protagonistas deseaban siempre justificarse y desencasquillarse cuanto antes del estereotipo genérico. En el caso que nos ocupa, los caracteres diseñados por Affleck y el guionista Chris Terrio toman cuerpo con grandes actores carismáticos, que a veces aparecen tan solo unos instantes. Este método suple en verdad la profundidad psicológica, empezando por el Tony Méndez encarnado por el propio director-actor. Así, la caracterización externa y la atención por el detalle, rasgo que se va viendo como algo personal en su corta filmografía, definen a la perfección la situación personal y laboral del protagonista, agente de la CIA. En la primera aparición de Méndez se le presenta durmiendo boca abajo con el traje puesto en una habitación desordenada y llena de colillas. En ese momento Méndez es un hombre sin atributos, cuyo empeño profesional lo ha alejado de su familia. Volvamos a Lewis: otro interés de este director estribaba en el problema de la compatibilidad laboral con la doméstica; las mujeres de los agentes también ocupaban una parte considerable del cuadro y la trama.
Si bien la definición psicológica se realiza de manera externa, no sucede así con la acción. Affleck siempre se acerca a los acontecimientos de manera implosiva, es decir, desde dentro. A los personajes los describe en continuo movimiento, con el cámara siguiéndoles los talones, hablando a la par que andan. Por momentos recuerda a una screwball comedy de Howard Hawks. Los diálogos son certeros y rápidos. De nuevo aparece el toque documental, el “dejar constancia de…”, que ya se apercibía en el precioso comienzo de Adiós, pequeña, adiós (Gone Baby Gone, 2007). Dicha vertiente se complementa con las imágenes de archivo bien dosificadas a lo largo del metraje. Tales planos sirven igualmente para enmarcar la acción, de modo similar a como lo hacían las señales de tráfico o paneles informativos de The Town. Ciudad de ladrones (The Town, 2010). El documentalismo remata asimismo el filme, con un fotomontaje de instantáneas similar al utilizado por Eastwood en Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006), y que concuerda con la influencia setentera en el formato thriller. En los créditos finales de esta época se solía identificar el nombre de los actores al lado de stills de la película. En el caso que nos ocupa se contrapone una fotografía de la reconstrucción ficcional enfrentada a la imagen real.
Diferentes niveles se dan, por tanto, en el filme: desde el documental se pasa a la visión paródica de Hollywood centrada en los actores John Goodman y Alan Arkin, lo cual acerca la cinta a algunos de los ambientes retratados por Joe Dante. Por otro lado, estaría la acción en sí misma pensada como mera trama deshilachada, con personajes que avanzan hacia su final. Las diferentes capas de la película se entrelazan entre sí mediante el clásico montaje paralelo de Griffith, de modo que se crea un vertiginoso cierre donde cualquier cosa puede suceder. Pero, tras el acabamiento de la acción, viene el epílogo, algo intrínseco al Affleck realizador. A esta parte postrera el director la carga siempre de contenido moral, como si inscribiera en ella la firma propia o la opinión personal. A este respecto se podría hablar de la autoría incorporada al género una vez acabado o, parafraseando (al revés) a Frank Capra, el nombre después del título.