Archivo mensual: octubre 2012

‘Argo’ (Ben Affleck, 2012)

Walking and talking

La tercera película como director de Ben Affleck se inscribe dentro de la tradición genérica norteamericana; en concreto, dentro de la vertiente documentalista noir dedicada al estudio del G-Man analizado por muchas producciones baratas de los años treinta y cuarenta, con el director Joseph H. Lewis a la cabeza. Al igual que Lewis, Affleck se muestra funcional y objetivo, atento al vaivén de los acontecimientos aunque, como para el olvidado Lewis, cada personaje cuenta. Una de las características del realizador de serie B radicaba en que sus protagonistas deseaban siempre justificarse y desencasquillarse cuanto antes del estereotipo genérico. En el caso que nos ocupa, los caracteres diseñados por Affleck y el guionista Chris Terrio toman cuerpo con grandes actores carismáticos, que a veces aparecen tan solo unos instantes. Este método suple en verdad la profundidad psicológica, empezando por el Tony Méndez encarnado por el propio director-actor. Así, la caracterización externa y la atención por el detalle, rasgo que se va viendo como algo personal en su corta filmografía, definen a la perfección la situación personal y laboral del protagonista, agente de la CIA. En la primera aparición de Méndez se le presenta durmiendo boca abajo con el traje puesto en una habitación desordenada y llena de colillas. En ese momento Méndez es un hombre sin atributos, cuyo empeño profesional lo ha alejado de su familia. Volvamos a Lewis: otro interés de este director estribaba en el problema de la compatibilidad laboral con la doméstica; las mujeres de los agentes también ocupaban una parte considerable del cuadro y la trama.

Si bien la definición psicológica se realiza de manera externa, no sucede así con la acción. Affleck siempre se acerca a los acontecimientos de manera implosiva, es decir, desde dentro. A los personajes los describe en continuo movimiento, con el cámara siguiéndoles los talones, hablando a la par que andan. Por momentos recuerda a una screwball comedy de Howard Hawks. Los diálogos son certeros y rápidos. De nuevo aparece el toque documental, el “dejar constancia de…”, que ya se apercibía en el precioso comienzo de Adiós, pequeña, adiós (Gone Baby Gone, 2007). Dicha vertiente se complementa con las imágenes de archivo bien dosificadas a lo largo del metraje. Tales planos sirven igualmente para enmarcar la acción, de modo similar a como lo hacían las señales de tráfico o paneles informativos de The Town. Ciudad de ladrones (The Town, 2010). El documentalismo remata asimismo el filme, con un fotomontaje de instantáneas similar al utilizado por Eastwood en Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006), y que concuerda con la influencia setentera en el formato thriller. En los créditos finales de esta época se solía identificar el nombre de los actores al lado de stills de la película. En el caso que nos ocupa se contrapone una fotografía de la reconstrucción ficcional enfrentada a la imagen real.

Diferentes niveles se dan, por tanto, en el filme: desde el documental se pasa a la visión paródica de Hollywood centrada en los actores John Goodman y Alan Arkin, lo cual acerca la cinta a algunos de los ambientes retratados por Joe Dante. Por otro lado, estaría la acción en sí misma pensada como mera trama deshilachada, con personajes que avanzan hacia su final. Las diferentes capas de la película se entrelazan entre sí mediante el clásico montaje paralelo de Griffith, de modo que se crea un vertiginoso cierre donde cualquier cosa puede suceder. Pero, tras el acabamiento de la acción, viene el epílogo, algo intrínseco al Affleck realizador. A esta parte postrera el director la carga siempre de contenido moral, como si inscribiera en ella la firma propia o la opinión personal. A este respecto se podría hablar de la autoría incorporada al género una vez acabado o, parafraseando (al revés) a Frank Capra, el nombre después del título.

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Sitges 2012 – Cuatro pinceladas japonesas

Me dispongo a comentar mis impresiones sobre el cine japonés visto en Sitges, lo que comporta una forzosa revisión del mismo ejercicio publicado en la edición del 2011, así como de lo comentado en este mismo espacio sobre la reciente edición.

Que Miike visite la costa catalana por partida doble ya es casi rutina, y eso que ni tan sólo presenta anualmente en Sitges todos los trabajos que realiza. Continúa incansable, con un ritmo productivo en el que algún traspié se le da por presupuesto, parece imposible que le siga funcionando el juego de apropiación, destrucción, reconstrucción, mezcolanza... de los numerosos géneros que visita. Y eso parecía anunciar For Love’s Sake (Ai to makoto): con las ideas agotadas, Miike parece plagiar de una tirada sus propias Crows Zero (Kurôzu zero, 2007) y La felicidad de los Katakuri (Katakurike no kôfuku, 2004). Construir un relato sobre el amor adornándolo con temas musicales de gran popularidad local –referente que nos perdemos por desconocimiento, en algún caso reclutando a los intérpretes originales, como la madre de la protagonista– ya se ha hecho varias veces, desde Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 1995) a El otro lado de la cama (Emilio Martínez Lázaro, 2002).

Y sin embargo, pese una excesiva recurrencia en el segundo tramo que la alarga innecesariamente, la película se ve fresca y el resultado convence. Miike demuestra poner toda la carne en el asador en cada uno de sus trabajos, cuando lo fácil sería activar el piloto automático, confrontando una vez más con su acostumbrada capacidad irónica sentimentalidad y violencia.

Tal vez Miike nunca llegue a ser considerado un auteur, con una trayectoria dada a productos que se apreciarán más en Sitges que en Cannes, pero se diría que el concepto de autor se hubiera establecido pensando en que alguna vez surgiera un director como él: sin emprender nunca un proyecto personal, siempre trabaja de encargo y, tocando prácticamente todos los palos posibles, acaba apropiándose y dándole su reconocible sello a todo lo que realiza, aún en su inabarcable variedad.

Cabe destacar la presencia de Robo-G (Robo Jî, Yaguchi Shinobu, 2012) en la programación del festival, no por su calidad, pero sí por ejercer como síntoma. Lejos de interpretar el film como una muestra de humor “lointaine”, es precisamente su amable tono familiar lo que evocaría ciertas producciones americanas de los 80, con otro título con robot como Cortocircuito (Short Circuit, John Badham, 1986). La proyección a la que asistí registró una aceptable entrada, con el Retiro casi lleno en un mediodía laborable. Las carcajadas del auditorio constataban una acogida nada fría, remitiéndome a ese progresivo acercamiento que el año pasado subrayé, facilitado por los Kitano, Matsumoto o el propio Miike, de nuestros públicos con el anteriormente vedado terreno del humor nipón. Recupero aquí una de las ideas que también promoví en uno de mis textos recientes, la del festival de cine como deseo de acontecimiento.

Ante el balance general del Festival recientemente publicado aquí, aludiendo a un momento de encrucijada en el que decidirse por un festival de género o apostar por lo que podría implicar el actual nombre oficial de Festival Internacional de Cine de Catalunya, creo que es una disyuntiva ya resuelta años atrás. Los festivales de clase A son los que son y dejan poco margen para abrirse paso entre ellos. Sitges tiene una peculiaridad y un público definido y fiel que, cuando se impulsó con el nuevo nombre un intento de transformación, respondió con desgana. Parece que la coyuntura actual invita a consolidar un modelo que se sabe robusto, sin arriesgar un mayor deterioro de nuestro ya castigado tejido cultural.

The Life of Budori Gusuko (Guskô Budori no Denki, Sugii Gisaburo, 2012) es una nueva muestra del buen gusto instalado en la animación nipona. Comentaba Àngel Sala la poderosa presencia de la crisis económica como tema oculto en muchas de las cintas a exhibir. Este es uno de los casos más explícitos, coqueteando de paso con la inevitable sombra del reciente desastre de Fukushima. El envite se solventa con elegancia, sin caer en sentimentalismos fáciles, que no es poco para una emotiva historia de épica individual al servicio del colectivo. Tal vez lo intachable del personaje protagonista, su falta de conflicto interno más allá del drama familiar que sufre, sea el principal problema de un film narrado con gracia y pespunteado de algunos buenos momentos y ambientación impecable. Como muchas otras producciones animadas japonesas de planteamientos estéticos y argumentales similares a esta, el mayor lastre que debe arrastrar es la inevitable comparación con la excelencia de cualquier producto Ghibli.

Y para cerrar Henge (Ohata Hajime, 2012), un mediometraje que, comprimido entre la esperada aparición de Weerasethakul y un pequeño y dinámico ejercicio esteticista como es The Curse (Aldo Comas, 2012), pasó desapercibido. Injustamente. Henge entrelaza varias tradiciones genéricas autóctonas, entre lo melodramático y lo espectacular del kaiju-eiga. Un género que recreaba el miedo a lo nuclear instalado en el imaginario colectivo del siglo XX, inaugurado por Godzilla, que revelaba su tamaño y potencial destructivo al confrontar su tamaño al de la Torre de Tokyo, símbolo del progreso y la pujanza de un recuperado Japón.

Exagerado por el contraste de unas excesivas efusiones de sangre digital, el modesto envoltorio de tokusatsu, con maquetas vintage y prótesis de goma, arrancó más de una carcajada en la platea del Prado. Ya no cuela en estos tiempos en que una recreación virtual puede ser visualmente mucho más efectiva y menos compleja a nivel de producción. Este subrayado de lo artesanal no parece casual en una producción cuyo título juega con la ambigüedad de los conceptos, homófonos en el idioma japonés, de transformación y monstruo. No es sólo el proteico personaje principal quien muta ante nuestros ojos, lo hace el propio ejercicio cinematográfico evidenciando su transformación en curso. Pese a lo cercano de otro desastre nuclear como el de Fukushima, Henge parece recrear otro tipo de agente destructivo. En una línea similar a la que enunciara el llorado Kon con sus magníficas Paranoia Agent (Môsô dairinin, 2004) o Paprika (2006), una cierta neurosis colectiva, tan o más destructiva para el individuo por su capacidad de impedir la normalidad de las relaciones sociales, sería el mal que evidencian los monstruos gigantes en el siglo XXI, visualizados contrapunteando a Godzilla con el debut en pantalla de la recientemente inaugurada Tokyo Sky Tree, llamada a simbolizar el Japón del siglo XXI.

Es posible que no se trate de un film memorable, ni es el primero que explora este discurso ni probablemente el más brillante, pero Ohata consigue que nos apuntemos su nombre. En su plano final, con el colosal protagonista en una imposible perspectiva entre las dos torres, logra la icónica imagen que lo sitúa en los renglones de la historia audiovisual japonesa.

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Sitges 2012 – Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya

Leos, Denis, Oscar y los espejos de feria. Algunas anotaciones en los múltiples márgenes de ‘Holy Motors’ 

"Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya hecho declaraciones como ésta, pero sospecho que mi experiencia no es única."

Philip K Dick

¿Qué es la realidad? ¿Cómo nos enfrentamos a ella? ¿Por qué nos encontramos continuamente ante la paradoja de tener que escenificarla por uno u otro motivo? ¿Dónde empiezan y acaban dichos simulacros? ¿Qué esperamos del cine como (re)presentación? ¿Qué es la belleza? ¿Podemos hallarla en una farsa? ¿Pretende el director Leos Carax dar  respuestas o tan sólo plantear preguntas?

Oscar se levanta cuando empieza un nuevo día. Uno de esos en los que va a tener que olvidarse de quién es él para transformarse en muchas otras personas. ¿O acaso es posible que él ya no exista?

Carax estructura en nueve capítulos un día en la vida de un hombre que vive por y para la representación: que aprende a la perfección su papel, que grita cuando tiene que gritar, que corre cuando tiene que correr, que sangra cuando tiene que sangrar, que muere cuando tiene que morir. Pero, ¿qué es lo que queda del verdadero Oscar? ¿Cómo sabemos que existe? ¿Por qué nos cuesta tanto encontrarlo tras todas estas máscaras? ¿Por qué nos sentimos tan incómodos cuando no somos capaces de hallar una supuesta “realidad” a la que aferrarnos?

El primer personaje del día interpretado por Oscar es el de una indigente a la que –cito palabras textuales– le da miedo “no morirse nunca”. Pero... ¿habla ella? ¿habla Oscar? ¿habla el actor Denis Lavant? ¿habla el director Leos Carax? Mientras la anciana mendiga, mientras dirige su mirada hacia el suelo, hacia los pies de la gente que transita por las ajetreadas calles de París, vemos a dos guardaespaldas que la protegen: una imagen que evidencia lo absurdo de la secuencia, de la historia, de la vida. De la vida de Oscar, de la vida de todos sus personajes, de la vida en general.

Una misteriosa limusina blanca conducida por una no menos misteriosa mujer llamada Céline, traslada al protagonista de un lugar a otro, de una interpretación a otra, de una vida a otra. Durante los trayectos creemos encontrar atisbos de Oscar. Nos aferramos a la ilusión de que la limusina es su camerino, de que en su interior no es necesario continuar con la representación, de que se puede permitir un descanso entre una y otra vida, pero... ¿qué pasaría si no fuese así?

Oscar es ahora un padre. Un padre que, paradójicamente, le pide a su hija adolescente que se sienta a gusto consigo misma. Ella miente. Discuten. Él se enfada. La castiga. Tal vez una orden, tal vez un guiño al espectador desprevenido. “Tu castigo, Angéle, es que seas tú y que vivas con esto.”

Y entonces, mediante un acto de concienciación metacinematográfica, Carax interrumpe la acción de la historia introduciendo un entreacto al margen (o tal vez no) de la narración que nos ocupa.

Oscar ya no es Oscar. Ahora Oscar es Alex. Alex transforma a Theo en Alex. Alex mata a Alex. Tan sólo uno de los dos sobrevive durante la representación.

Oscar es el Señor Vaughan. Un hombre millonario, anciano, moribundo y delirante que mezcla en su mente todos los papeles que ha interpretado durante su vida y los recita fragmentados, entremezclados, inconexos. Un hombre que, en un momento de lucidez, nos recuerda que “nada nos hace sentir más vivos que la muerte de los demás".

Oscar (que ya no es Oscar) se encuentra con Jean (que en breve dejará de ser Jean), aparentemente por casualidad. Ambos intentan recuperar 20 años en 20 minutos. ¿Lo ha conseguido alguien alguna vez? ¿Se puede recuperar un pasado que nunca ha existido?

A medianoche, una frase lapidaria dicha por una congregación de limusinas parlantes: “Los hombres no quieren máquinas visibles, no quieren motores, no quieren acción.” La imagen perfecta para finalizar una hermosa e inexplicable pesadilla.

[Esta entrada es una versión reducida del texto original, cuya extensión no nos permite publicarlo aquí en formato blog. El texto completo aparecerá en el número 46 de Contrapicado.]

 

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‘Adam resucitado’ (‘Adam Resurrected’, Paul Schrader, 2008)

Abismos que se abren en la distancia

Desconcierto quizá es la palabra que mejor describiría la sensación que producen las imágenes de la última película de Paul Schrader. Desde ya hay que dejarlo claro, hacedle más caso a esa frase publicitaria que dice “una película de Paul Schrader” que a la que pesa como una losa al asegurar aquello de “del guionista de las obras maestras de Martin Scorsese Taxi Driver y Toro Salvaje”. Quien avisa no es traidor.

Y es que Adam resucitado se aleja del neoclasicismo de la generación a la que pertenece su director, la de Scorsese, Coppola y Spielberg, para desplazar sus imágenes hacia un territorio incómodo en el que la incorrección gestual (personajes que actúan como perros) y la alegoría visual (nazis que aparecen tras una zarza ardiendo) mantienen constantemente una distancia emocional entre el espectador y el contenido referencial de las imágenes. El film se basa en la novela homónima de Yoram Kaniuk, publicada en 1968, y nos cuenta la historia del ilusionista Adam Stein, “el hombre más gracioso de Alemania”, que en los años sesenta pasa sus días en un psiquiátrico israelí reservado para supervivientes del holocausto nazi. Adam Stein (Jeff Goldblum) hace y deshace en la clínica como mejor le parece gracias a su habilidad para seducir y manipular a quien se le ponga por delante. El orden establecido sin embargo, el que él mismo dispone, será trastocado el día que es ingresado un niño desvelando así el terrible pasado que persigue al protagonista.

Lo que argumentalmente nos ubica en la estela de películas temáticamente ligadas a la barbarie de la Shoah y su recuerdo pronto se desentiende de sentimentalismos y buenas intenciones formales para adentrarnos en el abismo de la mente traumatizada del protagonista. La empatía nunca es firme en nuestra relación con las imágenes, el horror del pasado de Adam nunca logra salir de esa prisión en blanco y negro en que se han convertido sus recuerdos. No hay personajes plenamente construidos que emerjan de ese tiempo pretérito y nos agiten sentimentalmente, no hay una puesta en escena oportunista que juegue con el suspense (haciendo partícipe emocional al espectador) como hacía Spielberg en La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), por ejemplo; ni un espacio físico concreto que Adam pueda proyectar desde el lager hasta los años sesenta y, por extensión, hasta la mirada del espectador contemporáneo en la sala de cine.

El horror está frágilmente depositado en un fuera de campo apenas sugerido. El interior de la morada del Comandante Klein (Willem Dafoe), donde fue recluido Adam, en cambio es un vívido espacio que perdura en el recuerdo. El roce entre dos niveles está continuamente presente en la película, entre el interior y el exterior como hemos visto, entre la comedia y la tragedia (con momentos brillantes como el de ese taconazo militar que se convierte de repente en un paso de claqué), entre la locura y la cordura, entre el pasado y el presente, entre la libertad y el encierro [1]. Schrader nos propone Adam resucitado como una película expresamente incómoda que recorre la delgada línea que separa, y une al mismo tiempo, cada uno de estos dos registros, al tiempo que recurre a lo grotesco, la mueca deformada y la risa nerviosa del cuerpo de Adam, el gesto, para entablar una relación distinta con el espectador. Una nueva forma de aproximación que, en definitiva, se aleja de la narración naturalista, neoclásica podríamos decir nuevamente, para rehabilitar algo muy parecido a esa “distancia crítica” tan reivindicada por Bertolt Brecht que nos permita reflexionar sobre aquello que vemos, aunque para ello las imágenes tengan que alejarse de nosotros desconcertándonos en ese movimiento.

Notas:

  1. La compañera Mónica M. Marinero desarrolló más detalladamente este juego de niveles que “pretenden solaparse estructuralmente” en un esclarecedor artículo dedicado a Adam resucitado y publicado en el N36 de la revista (leer el texto). 
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Venecia 2012 (5)

Mirar a casa y encontrar buen cine...

Seguimos, esta vez de vuelta en la sección Orizzonti, donde encontramos la única representación española en el Festival: El cortometraje de Celia Rico Clavellino Luisa no está en casa.

En él se percibe la intención de utilizar recursos exclusivamente cinematográficos para narrar. Luisa… es la historia de una abuela, Luisa (Asunción Balaguer) que aprende a levantar la voz ante su marido, Esteban (Fernando Guillén), que la tiene sometida a una de esas dictaduras del silencio y la rutina que tanto se estilaban en otros tiempos. En este sentido, Luisa tiene algo de retrato de una España antigua pero todavía presente. Y sin embargo, el espacio narrativo en que se ubica el corto es menos concreto. Concebido en sus primeras versiones del guión como una especie de cuento, más tierno y suave que el producto final, conserva todavía algo de ese halo irreal, simbólico o puro. Nada se dice, por ejemplo, de si esa pareja tiene hijos o nietos esparcidos por el mundo, pero en el universo de Luisa no está en casa no importa este vacío de información, porque estamos en una realidad fílmica muy robusta que se justifica a sí misma.

En el corto, los objetos, que en un principio son invocados para describir un ambiente domestico, adquieren pronto y de manera muy natural significados precisos, muy orgánicos respecto de sus personajes y cargados de potencialidad narrativa: Al estropearse la lavadora, que parecía un yugo más para Luisa, se desencadenan las situaciones y el corto se abre a nuevos espacios, más allá de la butaca presidencial que ocupa siempre Fernando Guillén.

La avería de esa lavadora es una lanzadera argumental y también un núcleo de sentidos que todavía hay que explotar y que permanece en escena para seguir perjudicando a la protagonista, ahora dificultándole la movilidad.

En los nuevos espacios que el gatillo narrativo ha desvelado (cromáticamente diferenciados) aparecen con fuerza el diálogo y la voz que se destapa, tema y materia del corto. Luisa se abre a nuevas realidades y empieza a respirar más allá del ambiente conyugal, dominado por el marido, siempre ubicado en los encuadres en un mismo espacio central (alrededor del que todo pivota) e inamovible (en el que descansa siempre como una presencia estática que no quiere ser arrancada de su trono).

Menos aparente que el juego de espacios y la puesta en escena cargada de sentido es el control del suspense: Lo que en su primer tercio se dibuja como una observación de rutinas y dinámicas va creciendo en densidad hasta que los interrogantes de la trama se condensan en una escena final resuelta en dos planos largos y que anudan todo lo que se ha planteado en lo visual. En el primero, el marido de Luisa la ve llegar a casa a través de una ventana. Cruzando ella la puerta en el mismo encuadre, las líneas verticales les separan, aislándolos a cada uno en un mundo que se aprieta cuando él la aborda para exigirle una vez más que colabore para reinstaurar el orden doméstico.

La negativa de ella puede formularse en voz alta, pero no cara a cara. La violencia de la mirada de Esteban, audazmente establecida en un eje que la expone a la del espectador, se puede comparar con la temerosa luminosidad de la mirada de Luisa.

La intensidad dramática, llegados a este punto, es muy elevada, pero queda un plano, en el que de alguna forma se reposa y se abre espacio a la emoción. Otro plano estático, largo, en el que el juego de tensiones de la puesta en escena decae ante el valor simbólico de la misma: Luisa toma, por primera vez, y casi sin querer, el trono de Esteban, y en ese espacio central, parece relajarse. Se permite también levantar otra voz, esta vez no la suya propia, sino la de su música, con la que se cierra el cortometraje, no sin antes apuntalar la liberación de Luisa con un acto, el de cerrar la puerta ante las reclamaciones de Esteban, sino definitivo, sí lo suficientemente tajante.

Una vez más, falta información para completar del todo el periplo de los personajes (el corto implica más episodios de la historia que cuenta), pero en la diégesis los elementos importantes (capacidad por expresarse, por adueñarse de un espacio que también le pertenece a la mujer por derecho humano) estaban tan bien subrayados que la sensación de final redondo es completa.

Luisa no está en casa es puro cine, y a juzgar por los aplausos que recibió del público de la sala Perla, cine que llega al espectador y cuya fórmula actúa con naturalidad, sin amaneramientos, pero con mucha potencia.

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Sitges 2012 – ‘Tower Block’ (James Nunn & Ronnie Thompson, 2012)

La sombra de los clásicos

Es interesante constatar cómo el creciente desorden y la cada vez más acusada inestabilidad que sacude a la sociedad global 2.0 se traslada de manera inevitable a la producción cinematográfica mundial –al menos a la del primer mundo–. No es que el cine hable de esta crisis económica –y de valores, no lo olvidemos–, ya que aún asoman las primeras películas que afrontan esta cuestión y faltan por llegar, seguro, piezas mucho más incisivas que las que tenemos hasta ahora. Pero sí que se ve una predisposición considerable por los escenarios caóticos y erráticos en ciertos géneros pero especialmente en el fantástico, que de manera natural ha ido siempre por delante de los demás a la hora de retratar a la sociedad de su tiempo.

Un reciente ejemplo es, sin duda, Tower Block, extraordinaria película que puede parecer una especie de remake encubierto de la mítica Asalto en la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976). El argumento es ciertamente muy parecido: los últimos inquilinos de un bloque de pisos abandonado son asesinados uno a uno por un francotirador invisible e implacable que los ha encerrado en una trampa mortal. Una premisa simple pero efectiva para desatar ese caos del que hablaba antes, ese escenario de anarquía y confusión en el que prevalece el “sálvese quien pueda”. Tower Block invita a la reflexión –los inquilinos son presionados por una promotora que quiere construir nuevas viviendas– sobre estos momentos tan caóticos que nos ha tocado vivir –con manifestaciones reprimidas brutalmente con métodos fascistas, cuestionamiento diario del orden establecido, hundimientos económico, etc.– y aborda la cuestión en clave metafórica con un muestreo de nuestra sociedad –los protagonistas obedecen a ciertos estereotipos: la chica joven y resuelta, el matrimonio de edad avanzada, el joven inadaptado traficante de drogas, el matrimonio de edad media con hijos, etc.– que se ve atrapado en esta espiral de violencia y desconcierto, de la misma manera que estamos todos atrapados en este nuevo mundo donde reina el caos en el día a día.

La conclusión de Tower Block no puede ser más contundente: es necesario, es imperativo enfrentarnos al desorden cara a cara, y por eso los inquilinos son exterminados uno a uno mientras lo único que buscan es un no-enfrentamiento con el francotirador, una huida, escapar de esa situación. Es una batalla desigual donde las fuerzas están mal repartidas: la película nos muestra a un asesino profesional que vigila a los vecinos constantemente y los aniquila sin piedad en cuanto tiene la menor oportunidad. En el momento en que los inquilinos –los pocos que quedan al final– deciden luchar cuerpo a cuerpo con el terrible asesino, se libra una batalla en la que ya las dos partes están más equilibradas. Un poco como en otra interesante película también proyectada este año en Sitges, Citadel (Ciaran Foy, 2012), donde la crisis económica no es tanto una excusa sino más bien el telón de fondo sobre el que la película navega y pretende reflexionar.

Película áspera, dura y brutal –el ataque inicial a los vecinos es realmente estremecedor–, Tower Block pasa por ser uno de los mejores thrillers vistos en los últimos años, uno de esos en los que el guión es un sólido armazón en el que todas las situaciones están bajo control, no hay nada que chirríe y hay un verdadero desarrollo de personajes. Con precisión de relojería suiza, la película va desarrollando su premisa con eficacia y contundencia –algunas muertes sorprenden no sólo por inesperadas sino por crueles–, generando una atmósfera de tensión que el maestro Carpenter estoy seguro que disfrutaría sin protestar. Y un detalle de agradecer: en unos momentos en los que buena parte del género parece más preocupada de sorprender con giros argumentales finales que de hilvanar un discurso coherente y medido, Tower Block revela al final la identidad del asesino pero está diseñada para que en ningún momento importe. Todo un ejemplo de seriedad.

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Sitges 2012 – Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya – Balance final

El fin del mundo (tal y como lo conocemos)

Sitges 2012 ha finalizado y conviene quizás realizar una reflexión no sólo sobre la calidad de lo visto, sino sobre qué modelos de programación está adoptando el festival. Pensar hacia dónde se dirige, qué es lo que quiere y, sobre todo, cuál es el precio a pagar por ello.

Que los premios principales hayan recaído principalmente en Holy Motors (Léos Carax), Chained (Jennifer Lynch) y Berberian Sound Studio (Peter Strickland) no produce extrañeza alguna, eso sí, los motivos de tal falta de sorpresa son distintos. Por un lado Holy Motors ya venía con su aura de película esperada y especial y no ha decepcionado a nadie, ni a nivel crítico ni a nivel de audiencia. Respecto a los otros dos casos podemos hablar de profecía autocumplida. El propio festival se ha encargado de promocionarlas, vendiendo sus excelencias, por tanto raro hubiera sido la no obtención de ningún premio. De todas formas, los premios no dejan de ser algo accesorio ya que, en el fondo, gane quien gane la discusión estará siempre presente.

Más allá de los galardones entregados sí se observan ciertas tendencias ciertamente preocupantes que podríamos resumir en:

  1. Abuso del cine “de moda”. Nos referimos en concreto al cine coreano. Observamos cómo después de la llegada de películas como Old Boy (Oldeuboi, Park Chan-wook, 2003), por citar una, el festival ha ido aumentando la oferta de películas de este país sin atender criterios de calidad. La filosofía parece ser que la filmografía de un país está de moda y hay que traer sus productos y publicitarlos siempre como los mejores, aun sin ser cierto.
  2. Los amigos del festival. Da la sensación que películas como por ejemplo Chained vienen sobredimensionadas. Se produce un proceso de retroalimentación entre el festival y algunos autores consistente en que el festival da una oportunidad (cosa positiva) y el autor de turno acaba por hacer películas pensando más en que el festival las proyectará que en el film per se. Otro ejemplo de ello serían los productos ESCAC.
  3. Turismo. El cine, y el festival, deben estar abiertos a todos, desde luego, y siempre es positivo huir del elitismo. Lo que no parece tan de recibo es que a ese precio se acaben por proyectar películas dobladas sin tan siquiera subtítulos para prensa o público foráneo en base a promocionar personajes tan cinematográficamente dudosos como Mario Vaquerizo (doblador de Hotel Transilvania 3D –Genndy Tartakovsky–) o a vender más entradas “para todos los públicos”.
  4. Dependencia de las majors. Evidentemente las películas no se distribuyen solas, pero permitir que una major cuele videos promocionales antes de una película creo que vincula y hace demasiado dependiente al festival de los productos que esa (u otra) pueda o quiera ofrecer.
  5. El mensaje. Puede parecer anecdótico, pero da la sensación de que el festival va a rebufo de las crónicas. Tomemos el caso de la edición 2011 donde el tema presuntamente era la inteligencia artificial y en cambio hubo mayoría de películas apocalípticas. Consecuencia, en esta edición el eje en el que pivotaría el festival sería el fin del mundo con la paradoja de que ha habido muchas menos películas de esta temática. Puede parecer una anécdota, pero la función del póster de presentación solía ser captar la atención y anticipar lo que vamos a ver.

No hay que ser ingenuos, la importancia que ha ido cobrando el Festival de Sitges con el paso de los años es sinónimo de buen hacer, de un trabajo constante de promoción y de selección. Esto no es óbice para evidenciar que parece que estamos en un punto de inflexión. El festival debe decidir definitivamente si se posiciona como un festival de género o bien se relanza definitivamente, como su nombre actual indica, a ser el Festival Internacional de Cine de Catalunya. Disyuntiva difícil ésta ya que quizás habría que renunciar a algunos símbolos y a un sector importante de público.

Todo ello no significa estar en una posición contraria al crecimiento del festival, pero sí se pide una dosis de coherencia, de no crecimiento a cualquier precio, de asumir que ciertas decisiones acarrearán enfados en algunos sectores, asumir, en definitiva, que no se puede contentar a todo el mundo o, lo que es lo mismo, que no sólo se trata de crecer en tamaño sino también en lo que supone una maduración identitaria.

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Sitges 2012 – Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya (13/10/2012)

El fin ha llegado

Llegamos a la última jornada del festival y lo empezamos de la mejor manera con Looper, film dirigido por Rian Johnson (Brick, 2005) en lo que se presume su salto al cine comercial. Aunque algo de esto hay, la gran virtud de Looper es saber desenvolverse en los códigos del cine de acción sin descuidar en ningún momento que detrás de los tiros y los efectos especiales existe algo llamado argumento y desarrollo de personajes con lo que construir una película sólida. Es evidente que, y más con el telón de fondo de los viajes temporales como excusa, hay algún que otro desliz de guión, pero nada que empañe el hecho de que, al recordar la película, lo que queda no es la espectacularidad de la misma sino sus momentos de intimidad, las relaciones que en ella se dan y que confieren un aire de credibilidad a esta obra de ciencia ficción.

Remontando el panorama, aunque no en exceso, del cine coreano proyectado en el festival nos llega The Thieves (Dodookdeul), film dirigido por Choi Dong-hoon (Woochi, 2009) que se adentra en el género de los denominados caper films. Con aires de superproducción y un argumento que se parece sospechosamente al de Ocean’s Eleven (Steven Soderbergh, 2001) la película se mueve en varios registros, el ya comentado del caper y el thriller de acción mas “bournesco”, con todo ello sazonado con presuntos toques humorísticos. El resultado final es de un desequilibrio manifiesto ya que, curiosamente, la excusa argumental, el atraco, acaba por parecerse más a un tedioso y mal narrado Macguffin que al eje principal de la cinta. Es justo después del asalto a un casino cuando, y tomando los ya comentados derroteros de thriller, el film cobra un vigor y un pulso renovados permitiendo al director exhibir su dominio de la cámara en estas lides argumentales. Todo ello acaba por ofrecer un conjunto desigual, excesivo en metraje, sobre todo en su inicio y en una presentación de personajes demasiado exhaustiva para su importancia final. Aun así un producto nada desdeñable y más viendo el nivel de las últimas producciones coreanas.

Oír cosas como que Takeshi Kitano se repite y aburre con Outrage Beyond (Autoreiji: Biyondo) es casi como si alguien comentara lo mismo sobre los westerns de John Ford. Estamos en territorio yakuza, en territorio Kitano y por tanto ofrece exactamente lo esperado en lo argumental y en lo formal. ¿Aburrimiento? ¿Repetición? No, si acaso una lección de cómo el señor Kitano sabe movernos con elegancia y naturalidad por un mundo ajeno a nuestro acervo cultural, un mundo de criminalidad y códigos de honor y por encima de todo una master class en recursos formales que tienen como especial virtud que no son visibles hasta posteriormente, es decir una exhibición nada exhibicionista, valga la redundancia, sino sencillamente puesta al servicio de una puesta en escena impecable. Con este film Kitano se confirma ya, si es que hacía falta, como uno de los clásicos del cine nipón.

Para cerrar nuestro particular viaje por el festival visionamos la que, en palabras del director del festival, Ángel Sala, es la película regalo para la audiencia de cada edición. En este caso Beasts of the Southern Wild (Benh Zeitlin). Un film con grandes avales de crítica y público en festivales como el de Sundance o San Sebastián. Una película sin embargo notablemente torpe por su muestra impúdica de recursos sensibleros y su vano intento de disimularlos bajo un manto de cine independiente. En un bucle continuo consistente en desenfocar imágenes, mostrar a la niña protagonista en situaciones dramáticas, poner su voz en off con filosofía digna de un libro de autoayuda (y que además resulta inverosímil en boca de una niña de su edad) y acompañarlo todo con una musiquita reiterativa la sensación que se tiene es que estamos ante un continuo spot publicitario que tanto te vende una colonia, un seguro o intenta que te apuntes a Médicos Sin Fronteras o apadrines a un niño del Tercer Mundo. Un film que pretende crear conciencia sobre aquello de que otro mundo, otra forma de vida es posible, pero que lo hace apuntando de manera casi insultante a los recursos sentimentales de la audiencia. Un film que viene a ser la respuesta “arty” a The Impossible de Bayona, aunque en el fondo sean la misma cosa. Un producto que acaba haciéndose larguísimo, cosa nada extraña teniendo en cuenta que hay anuncios de Médicos Sin Fronteras mejores: son más cortos, y por tanto más concisos, directos y honestos.

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Sitges 2012 – ‘Invasor’ (Daniel Calparsoro, 2012)

Guerreros

La trayectoria de Daniel Calparsoro es ciertamente curiosa. Iniciado en películas con un marcado acento local –basta recordar los escenarios donde se ubicaban tanto Salto al vacío (1995) como Pasajes (1996)–, de estética tosca y medios limitados, de repente se produce una brusca ruptura con este estilo y, como si fuera un director completamente diferente, con Guerreros (2002) ofrece un producto de vistosidad formal indudable, y lo más importante, un producto que reniega del localismo previo exhibido en sus películas y abraza una cierta internacionalización que arranca en lo formal (su factura es equiparable a la de películas similares de otras cinematografías europeas, incluso similar a algunas estadounidenses) y se extiende en lo argumental (las dramáticas vicisitudes de un pelotón de soldados españoles en la post-guerra de Kosovo). Calparsoro ya no abandona este cuidado formal y esta concepción exportable de sus películas ni en la siguiente, la fallida Ausentes (2005), ni en la que nos ocupa. Conviene tener muy en cuenta esta progresión porque, a mi modo de entender, denota un deseo explícito del director barcelonés por abrirse a un público más amplio. De ahí que, por ejemplo, su camino le haya llevado desde los seres marginales en un barrio poblado de yonquis y putas hasta los soldados en Kosovo o en Irak o hasta una familia de clase media-alta azotada por extrañas apariciones fantasmales. Un esfuerzo por hacerse entender y por llegar al denominado mainstream que es necesario alabar en un país, España, y un continente, Europa, donde estas actitudes son generalmente menospreciadas por la crítica.

Desde su propia concepción, Invasor es una rara avis en el cine español, puesto que combina dos géneros, el bélico y el thriller de acción, que no son precisamente muy frecuentados por nuestra cinematografía. De entrada, pues, nos encontramos ante una propuesta atrevida: dos soldados españoles en Irak sobreviven a una carnicería y, ya de vuelta en La Coruña, uno de ellos sospecha que no vio todo lo que realmente ocurrió y comienza a investigar mientras un siniestro agente gubernamental (excepcional, como casi siempre, Karra Elejalde) les presiona a los dos intentando comprar su silencio. Aunque la mayor parte de la acción transcurre en España, las escenas en Irak son memorables porque están rodadas por Calparsoro con un dinamismo que recuerda al último –y mejor– Paul Greengrass combinado con la crudeza explícita propia del cine bélico actual desde que la instauró Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998). Toda la trama española está, por otra parte, muy bien hilvanada y se va dosificando la información al espectador para generar la necesaria tensión que mantiene el interés hasta el final. La película incluso se permite una persecución automovilística (¿cuántas secuencias de este tipo deben haber rodado nuestros directores en España?) resuelta por Calparsoro con una planificación más que sobresaliente.

Invasor, pues, es cine mainstream, que quede claro, y es cine mainstream del bueno, pero no por ello esquiva la crítica, que en este caso no es tanto hacia la locura de las guerras sino más bien hacia los que las promueven desde sus despachos. A diferencia de Guerreros, cuyo rechazo hacia cualquier tipo de conflicto bélico se filtraba en sus crudas y violentas imágenes, en Invasor no importa tanto la violencia de la guerra (que también) sino los oscuros tejemanejes que mueven a un gobierno –el español, en este caso– a ocultar un terrible asesinato en masa cometido en Irak por soldados españoles y estadounidenses. El invasor del título es el ejército en tierra extraña, pero el invasor es también –y muy claramente– el gobierno que pretende controlar las vidas de sus soldados pagándoles por su silencio, un invasor que aparece en las vidas de estos soldados y literalmente se cuela en sus cocinas, con las familias, con los niños, generando incomodidad e inestabilidad (las peleas y discusiones entre el protagonista y su mujer crecen desde el momento en que aparece el agente del gobierno en sus vidas). Este es el invasor del que quiere hablar Calparsoro, el que tenemos aquí, en nuestras casas, vigilándonos, controlándonos y, si es necesario, aplicando métodos extremos para que el orden establecido permanezca inalterado.

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Sitges 2012 – Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya (12/10/2012)

Mejorando lo presente

Empezamos la jornada con temores. Demasiadas producciones nacionales que no han ofrecido nada destacable, siendo generosos, no hacían augurar nada bueno de El Bosc (Óscar Aibar), una producción catalana cuya mayor baza estaba en el guión de Albert Sánchez Piñol sobre un cuento propio. Finalmente el resultado se antoja un tanto desigual. Se trata de una historia bien tramada, bien tejida que sabe combinar los elementos fantásticos con el quizás demasiado recurrente de la guerra civil española. Una película que acusa demasiado una factura televisiva muy poco cuidada y por momentos pobre y un desenlace final absolutamente ridículo que destruye parte del encanto de la película al mostrar de forma explícita parte del elemento sobrenatural que sólo había sido explicado en tercera persona por los personajes. Una película al fin bien intencionada pero demasiado poco ambiciosa, demasiado mascada.

Seven Psycopaths de Martin McDonagh es una excelente broma metacinematográfica que le sirve al director como terapia, como ejercicio de exorcismo personal. Ahondando en el bloqueo artístico de un guionista (el propio McDonagh) el film juega continuamente con los mecanismos del cine dentro del cine. Un juego de muñecas rusas que arranca buscando la empatía inmediata con el público, y para ello nada mejor que presentar a una serie de personajes con los que la audiencia empatiza inmediatamente tanto por sus roles como por los intérpretes propiamente dichos. Lógicamente el nivel no se mantiene durante todo el metraje, pero incluso en estos momentos sobrevive la capacidad de reírse de uno mismo comentando incluso la incertidumbre de hacia dónde se dirige la película. Una película sino redonda sí necesariamente festiva para un público que ansíe disfrutar de cine inteligente.

The ABC's of Death prometía una buena dosis de emociones fuertes. Articulada en pequeñas píldoras, estos 26 cortos sobre la muerte, correspondiéndose cada uno con una letra del abecedario, contaban con un buen plantel de directores dispuestos a ofrecer una buena dosis de sangre, gore y horror. Todo ello a priori, pero la realidad es que, si ya los films de capítulos suelen ser irregulares, este directamente obtiene un nivel muy por debajo de las expectativas. Con honrosas excepciones (incluyendo sorprendentemente el capítulo de Nacho Vigalondo) la película acaba por ser una excusa para perpetrar una sucesión de piezas de dudoso gusto con argumentos girando fundamentalmente en lo escatológico, con bromas de parvulario a lo caca, culo, pedo, pis o bien abusando de la provocación por la provocación incluyendo escenas gratuitas (que no explícitas) de pedofilia. Quizás uno de sus peores capítulos, el de la tortura onanista, sirve perfectamente como metáfora de una película que pretende ser un buen polvo de género y acaba en una pobre masturbación.

Cerramos la jornada con Warrior de Gavin O' Connor, uno de esos films misteriosos en cuanto a su increíble no distribución en España. Una película que incluso tuvo su nominación al Oscar por el papel de Nick Nolte y cuyos desarrollo y argumento invitan a una buena carrera comercial. Además de todos sus ingredientes comerciales (Tom Hardy, peleas, redención sentimental familiar) esta es una película sorprendentemente bien rodada, que no huye en absoluto de su previsibilidad sino que hace de ella un arma de honestidad. Un producto sincero que va de frente, que sabe en qué liga de películas juega pero que no abusa de ello sino que, debido a su propia autoaceptación, sabe equilibrar espectáculo e intimidad. Cierto es que su desenlace se desliza en demasía hacia ese final made in Hollywood que tanto gusta a la industria pero no por ello es motivo de enmienda a la totalidad. Si acaso sólo un pequeño detalle que apenas empaña el buen hacer de un film injustamente inédito en nuestras pantallas.

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