La trilogía de la autoficción de Guy Maddin

“At what point are our memories made of celluloid?” [1]

“…Tras escribir el guión, probablemente lo ignoré y sólo cogí la cámara y filmé, como de memoria, junté a todos los actores e hice que interpretaran mi vida tal y como la recordaba a través de la bruma de cloro y amnesia…” [2]

“¿Se trata de una autobiografía sensu lato con la forma y el estilo de una novela (que bien podría introducir incluso algunos elementos ficticios)? O, por el contrario, ¿se trata de una ficción (novela del yo), en la que el autor se convierte en el protagonista de una historia completamente fabulada?” [3]

Acercarse al cine de Guy Maddin y más en concreto a su trilogía de la autoficción -formada por Cowards Bend The Knee (2003), Brand Upon The Brain! (2006) y My Winnipeg (2007)- supone un viaje en el tiempo [4] sin límites y por las marismas ficticias de su relato personal. Es además uno de los mejores ejemplos fílmicos de la “aspiración psicótica del individuo a autocrearse o reinventarse” [5], característica esencial, podríamos sentenciar, de la autoficción, sin duda la manifestación cultural más propia de las sociedades postindustriales, según afirma el académico Manuel Alberca. Y es que en el cine del director canadiense no hay velos ni pudor alguno por mostrar su imaginario como representación de una o más psicopatías personales. Las pulsiones violentas acaparan gran parte de la narrativa, el propio montaje e incluso la figuración y el cuadro; ningún elemento cinematográfico es ajeno a ésta y lo convulso, en definitiva, ejerce como motor de un cine donde lo fantástico retoma su significado literal al invocar el canadiense los fantasmas de un pretérito (propio y del cine) mediante este uso psicótico de la imagen, citando de nuevo a Alberca, y henchido, paradójicamente, de melancolía. La trilogía de la autoficción se presenta, así, como el epítome de todas esas constantes: un tríptico de oposiciones, de contrastes y conflictos personales expuestos hasta la hipérbole, y un monumento, en última instancia, a la memoria y a la ausencia de ésta, la amnesia, porque, como recuerda Georges Toles, su amigo y guionista habitual, “para Guy Maddin toda narración contemporánea que sea honesta es finalmente un relato sobre la amnesia” [6].

En Cowards Bend The Knee, el protagonista, Guy Maddin, es amnésico; en Brand Upon The Brain!, el personaje principal, llamado a su vez Guy, que lleva treinta años fuera del hogar queriendo olvidar, regresa a casa y una marea de recuerdos le invaden; mientras que en My Winnipeg, de nuevo Guy Maddin como personaje (y narrador) nos adentra en Winnipeg, su ciudad y al mismo tiempo un espacio mental, un conglomerado de recuerdos y ficciones que se agolpan en su memoria. En ese recorrido que va de la amnesia a acudir al recuerdo para acabar invocando que no desaparezca, Maddin investiga y se expande hacia todas las posibilidades cinematográficas para que ésta quede impresa más allá del tiempo y de la materia. Hay en los tres filmes un componente de superar la nostalgia, de resistencia a lo caduco, como también de “filmar lo que está ‘antes’ y lo que está ‘después’...” [7], de visibilizar, por tanto, ese movimiento de la escritura que del pasado se acerca al futuro como herramienta contra el olvido… Una reivindicación en torno a la vida que quedó atrás y la posibilidad de su retorno a través del cine que da comienzo en Cowards Bend The Knee como una declaración de intenciones onanista, sigue en Brand Upon The Brain! como visualización de ese espacio de fantasmas cinemáticas, y que cristaliza, a mi juicio de manera brillante, en la oda a la memoria que logra en My Winnipeg.

El pasado como pesadilla

Cowards Bend The Knee nació como una instalación peep show para el Festival Internacional de Cine de Rotterdam del año 2003. Maddin creó un relato de evidentes ecos pornográficos dividido en diez episodios de seis minutos cada uno para ser vistos a través de un agujero-dispositivo de visión que subrayaba la pulsión escopofílica que acompaña al cine, y más al cine erótico. De este modo, que Maddin inicie el relato con un gesto masturbatorio masculino, una imagen de autofricción [8], condensa el espíritu de la película: un estallido personal, inflexión y explosión simultáneos gracias a un artefacto dotado del máximo de fisicidad que permite el cine para una satisfacción efímera, pero necesaria. Por tanto y pese a la aspiración de que la película tome una forma más o menos ordenada mediante la narración episódica, la puesta en escena acelerada y violenta desbordará cualquier intención de límite. El recuerdo llega tan poderoso e intenso como una eyaculación.

Con la obscenidad como fundamento primero, en esta silent movie exacerbada los recuerdos de Maddin se tornan en una pesadilla ucrónica cargada de dobleces y claustrofobia (el uso de ojos de buey, máscaras y optar por una mínima profundidad de campo consiguen que el espectador se ahogue en la imagen), donde la familia y el sexo traumático y castrador ocupan el centro del relato. La galería de delirios es de una imaginación sin par: Maddin transforma la peluquería que tenía su tía en una clínica de abortos, la figura de la madre de Meta, que remite a su propia madre, aparece como una asesina y proclive al incesto, a la vez que en el estadio de hockey, el escenario principal del filme, alberga un museo de cadáveres, cementerio de los valerosos jugadores de hockey, mientras que en los vestuarios tienen lugar todo tipo de prácticas sexuales entre los jugadores. Un abanico morboso y macabro que el canadiense estructura en torno al mito de Electra y dos filmes con la mutilación de las manos como leit motiv -Las manos de Orlac (1924), de Robert Wiene, y The Unknown (1927), de Tod Browning-, además de incluir en el texto otro buen puñado de referencias cinéfilas (de Buñuel al film noir, Murnau o el slapstick).

Así, este primer ejercicio en el que rastrea de manera abierta las huellas de su pasado se revela como un tratado del deseo y cuanto de irracionalidad y frustración conlleva. No solamente el deseo de tomar un cuerpo físico (el de Meta, la terrible femme fatale que obliga al protagonista a una operación de trasplante de manos), sino el del mismo cuerpo cinematográfico como opus. La cita fílmica es paralela a la cita biográfica y del mismo modo que el torrente de traumas familiares que desfilan en pantalla sólo puede provocar el fracaso como única vía posible, la referencialidad puede asimismo conducir a la parálisis: no debería sorprender pues que Guy, el personaje, finalice el relato castrado y convertido en estatua en esa suerte de siniestro museo de los Maroons, donde ha acabado no precisamente por su valor. Todo un estigma para su hombría.

Y si Cowards Bend The Knee es una explosión narrativa de los recuerdos, su siguiente trabajo de la trilogía, Brand Upon The Brain! se conforma, pese a la insistencia por lo gótico, como un tratado sobre la fragilidad y la delicadeza de la memoria. En el largometraje, Maddin retoma la narración episódica de Cowards Bend The Knee para relatar “un recuerdo en doce capítulos” [9] concebido como espectáculo en vivo; una estrategia del cine de antaño que contrasta con la hipertextualidad del filme y con un montaje, por supuesto, alejado del modo de representación institucional, y perfeccionado después de ese tour de force realizado en The Saddest Music In The World (2003).

Al igual que en Cowards Bend The Knee, aquí el deseo y la memoria son una pulsión frustrante de la que hay que huir, pero de la que es imposible escapar. Es una pulsión cíclica, aunque en el caso que nos ocupa, haya tardado 30 años en regresar al protagonista, Guy, de nuevo trasunto del cineasta. Le vemos en el inicio del primer capítulo dormido en el interior de una barca en posición fetal, imagen que hace intuir la película como una ensoñación uterina, como un sueño que conducirá al recuerdo y a las derivas pesadillescas y alucinadas de su pasado. Ese pretérito es el mismo que el personaje reescribe y a la vez cubre mientras pinta las paredes del faro donde vivió su infancia y al que ha regresado por orden materna; un pasado que aparece entre esas capas de pintura que Guy trata de hacer desaparecer. No es para menos. Los recuerdos que surgen de la brocha conducen a un escenario terrorífico: un orfanato fálico y siniestro otrora repleto de vampiros, fantasmas, niños horrorizados y un héroe-heroína, Chance/Gwen, objeto de deseo del protagonista y de su hermana, a la par que enésima recreación del mito de Fântomas, personaje creado por Pierre Souvestre y Marcel Allain y popularizado por el pionero Louis Feuillade. Todo ello queda bajo la subyugante presencia de una madre, encarnación asimismo de la idea fílmica para Maddin, representada como una vampira vampirizada, de cuerpo en eterno conflicto por recuperar, atrapar la juventud, aún a costa de robar la de su hija. Desde una atalaya panóptica, su presencia controla y determina los actos que se suceden en ese escenario, por lo tanto, en la misma película.

Y en medio de esa terrorífica premisa, de Grand Guignol desorbitado, “¡El pasado! ¡El pasado!” “¡El futuro! ¡El futuro!”. Como si dieran voz a todas esas capas de recuerdos que el Guy personaje pinta en el faro y que, a su pesar, evoca, los intertítulos de la película subrayan ese lugar intermedio en el que se encuentra el protagonista, un no lugar mental donde el recuerdo y su disolución toman misma relevancia y ponen en escena una cabeza a punto de romperse, una mente tan vitriólica como las diferentes plásticas de los dispositivos de los que Maddin hace uso. Así pues, la tensión entre el olvido y el recuerdo palpitan otra vez en esta nueva reinvención de lo vivido, sin resolver tampoco en esta ocasión el conflicto. Y es que si el miedo a no recordar es el impulso prioritario hacia la ficción, ¿cómo podrá sobrellevar el canadiense tal pánico a la amnesia sin necesidad de quedar atrapado por los fantasmas del pasado?

“Blanco, bloque, casa”

My Winnipeg, de alguna manera, responde a esa pregunta frontalmente nada más comenzar el filme: lo primero que vemos es un primer plano del rostro de Ann Savage [10] encarnando a la madre del cineasta, Herdis Maddin, rostro de ese Winnipeg que alude el título del filme y elementos indisolubles a estas alturas, mientras escuchamos a Maddin dirigiéndola, ordenando lo que ha de decir o cómo se ha de mover para interpretar a su progenitora. Un primer plano, asimismo, recreado bajo las coordenadas del primer plano clásico (un rostro glamourizado por un halo de luz que envuelve su contorno) y que en esa recreación hace acto de presencia la ironía, pero también un alud de significados vinculados, como asegura Jacques Aumont, con algo que va más allá de la muerte: “Pero también se trata, sobre todo, de una sumisión constante, más sutil y más profunda del rostro al tiempo, de la producción de un rostro en el tiempo, mejor, del paso de un rostro-en-el-tiempo a un rostro-para-el-tiempo, como podría decir una fenomenología un poco paródica. Lo esencial no es el envejecimiento, sino la amenaza, irracional, invisible, inorgánica, que le alcanza permanentemente, y que no es la amenaza de muerte (la muerte no es una amenaza sino un horizonte), sino algo así como la amenaza de ni-muerte-ni-vida” [11].

Ese encuentro directo y sin coartadas con el triángulo Winnipeg-madre-cine, un triángulo conceptual figurado más adelante como la corpórea, táctil imagen de un regazo femenino superpuesto a los Forks, donde los ríos Assiniboine y Red se cruzan, en una equivalencia útero y tierra que sólo el cine ha podido permitir... Ese encuentro directo, apuntaba, esa búsqueda frontal da las claves de lo que estará por venir: un trabajo documental que expande sus límites hacia la autoficción, no sólo la del cineasta, sino la de la propia ciudad, convertida en mito, en un espacio que trenza lo real y lo imaginario, que supone una hendidura por donde fluye el recuerdo y la ficción rememorada, una docuficción, como Maddin la definió, donde por fin poner en escena esa entidad inseparable, y en la que el dispositivo fílmico actúa como mediador para emprender tal viaje hacia el subconsciente de Maddin.

Y de nuevo, la pulsión de recordar o no recordar, la constante entre la ida y la vuelta a merced de un recorrido ferroviario hacia el Winnipeg existente sólo en la mente del cineasta-protagonista. “I must leave it”, repite incesantemente Maddin mientras nos aproximamos una y otra vez, en un movimiento sonámbulo, a su memoria a través de los raíles-neuronas por el que el dispositivo se mueve. Si en el cortometraje dedicado a el tren nos introducía en el imaginario del pintor simbolista para acabar el trayecto ascendiendo hacia el infinito, el de My Winnipeg, por el contrario, no consigue salir del campo del encuadre, encerrando al espectador en las laberínticas imágenes que se condensan en ese espacio mental. Sin posibilidad de huida, pero resistente a hacerlo, desde el tren que conduce al mismo corazón del universo maddiniano, todos los dispositivos posibles (mini-DV, alta Definición, Super-8, 16mm, teléfono móvil, metraje de archivo, animación y retroproyección, etc.) se emparentan armónicamente para dar cabida al conjunto de su cine. Aquí aparecen, además de aquellos recuerdos fantaseados hechos documento, las obsesiones fílmicas previas en su filmografía: “El tren onírico de The eye like a strange balloon…, el regreso al hogar ya empleado en Brand upon the Brain!, la célebre huelga obrera como enlace con el cine soviético de propaganda y, por lo tanto, con Arcángel, la animación y las siluetas, así como el tema de la amnesia, también encontrados en su segundo largometraje, la danza de Gweneth Lloyd como medio para el contacto con el más allá en la sesión espiritista, la única “montaña” (Garbage Hill) de los alrededores como nostalgia de la iconografía alpina de Careful, el hockey como educación sentimental y como extensión evidente de la figura paterna ya homenajeado en Cowards…, los concursos de belleza masculinos o la morbosa experiencia sexual con los chicos de la piscina, nos devuelve a ese toque queer tantas veces visto, y la “Citizen Girl”, casi un trasunto de Anna en The Heart of the World, única capaz de restaurar y devolver a Winnipeg, no su lustre, pues nunca lo tuvo, sino esas pequeñas cosas perdidas” [12].

Lo que se revela como una epifanía en la película no es tanto pues esa tensión entre el recuerdo y el olvido sino la razón de ésta: el por qué Maddin no puede escapar de Winnipeg, de su madre, por qué, en definitiva, no puede escapar ni del cine ni de sus recuerdos. Todos ellos quedan atrapados en esta invocación omnipotente hecha filme donde el canadiense puede por fin dar forma a sus vivencias, reales o fantaseadas: “De niño, siempre tuve la sensación de que todo podría volver a pasar de nuevo. De algún modo, siempre sentí que mis respuestas emocionales a las cosas no eran las adecuadas. […] Y empecé a preguntarme si esa segunda vez no sería justo en el momento de mi muerte, […] Pero entonces me di cuenta de que esa segunda vez sucede de hecho para mí en el momento en que estoy haciendo películas y estoy comenzando a entender qué es lo que me estaba sucediendo” [13]. Así, el cine emerge como la única salida ante las perturbaciones de la realidad, como un espacio desde donde y por el cual crear mitos de un pasado que condensa otros tantos pasados, los que fueron y los que no. Hacia el final de My Winnipeg hay una imagen excepcionalmente bonita por su capacidad evocadora de todas las líneas previas y que, como buena imagen, vale más que mil palabras: Maddin muestra el plano de una casa, la suya, agarrada por unas manos para desaparecer en un fundido oscuro sólo iluminado por el blanco de los copos de nieve, un plano de un escenario que sugiere comprender y manejar todas esas historias de Winnipeg posibles que han sido apuntadas como destellos en la película, un plano de su memoria, del cine como “blanca, bloque, casa” [14].

Notas:

  1. LATOURELLE, R., "The lap, the fur: in My Winnipeg Guy Maddin takes autobiographical film to a whole new level of uncertainty. At what point are our memories made of celluloid?”, En C: International Contemporary Art (primavera 2009). 
  2. El original es el siguiente: “...-and then after I wrote the script, I probably ignored it and just picked up a camera and shot it, kind of from memory- just gathered all the actors together and had them act out my life as I remembered it through a haze of chlorine and amnesia...”. En Offscreen
  3. ALBERCA SERRANO, M., El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid, Biblioteca Nueva, 2007. Pág. 126. 
  4. “Guy Maddin. Viajero en el tiempo” es el nombre del dossier sobre el cineasta que el compañero Roberto Amaba realizó en Kinodelirio en 2008. Se trata del primer estudio crítico del trabajo conjunto de Maddin en nuestro país, editado posteriormente por Shangri-la Ediciones. Se puede acceder al dossier en Kinodelirio
  5. ALBERCA SERRANO, M., El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid, Biblioteca Nueva, 2007. Pág. 41. 
  6. Citado en BEARD, W., Into the Past: The Cinema of Guy Maddin. Toronto, University of Toronto Press Incorporated, 2010. Pág. 309. 
  7. DELEUZE, G., Nietzsche y la filosofía. Barcelona, Editorial Anagrama, 1986. Pág. 54. 
  8. Serge Doubrovsky, en su novela Fils (1977), definió la autoficción en estos términos: “¿Autobiografía? No, es un nombre reservado a los importantes del mundo, en el ocaso de sus vidas y con un estilo delicado. Ficción, de sucesos y de hechos estrictamente reales; si queremos, autoficción, de haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje, fuera de la sabiduría y de la sintaxis de la novela tradicional o nueva. O incluso, autofricción, pacientemente onanista, que ahora espera poder compartir su placer”. En Autofiction
  9. Subtítulo explicativo del filme. 
  10. Sería el último papel de Savage, recordada como la protagonista de Detour (1945), de Edgar G. Ulmer, uno de los miembros del equipo de la seminal Menschen Am Sonntag (1930) -formado por Robert Sidmak, su hermano Curt, el propio Ulmer, Billy Wilder y Fred Zinnemann- quien sufrió más y durante años la inclemencia del ostracismo en la historiografía del cine, reivindicado en los últimos años gracias a las sucesivas revisiones del canon cinematográfico. 
  11. AUMONT, J., El rostro en el cine. Barcelona, Paidós Comunicación, 1998. Pág. 166. 
  12. AMABA, R., “My Winnipeg de Guy Maddin. Post scríptum”. En Kinodelirio (leer el texto). 
  13. Citado en BEARD, W., Into the Past: The Cinema of Guy Maddin. Toronto, University of Toronto Press Incorporated, 2010. Pág. 312. 
  14. Últimas palabras de My Winnipeg
Publicado en Décalage del número 40.