Expectativas en montaña rusa
Sí una película había generado expectación en la presente edición del festival, debido a la masiva campaña publicitaria y por la avalancha de buenas reseñas en festivales como el de San Sebastián, esta no era otra que The Impossible, film de J.A. Bayona destinado a consagrarle como uno de los grandes directores del momento. Una vez visionada, se puede decir que esta segunda película del director sigue lo ya mostrado en El orfanato (2007); hay talento para crear una factura impecable, un trabajo asombroso en cuanto a recreación de atmósferas, paisajes y eventos (la escena del tsunami es sencillamente apabullante). Este es el mayor triunfo de Bayona, su capacidad de armar un estructura sólida para sus películas, sin embargo a la hora de rellenarlo es donde el edificio se derrumba por completo. Siendo esta una película sobre la condición humana le falta precisamente eso, humanidad real, natural, sincera. En cambio aparece un catálogo de tomas perfectamente filmadas y planificadas, tanto que acaba por anular cualquier atisbo de emoción auténtica. Este es un film dictatorial en tanto que con los trucos de guión, de plano y un subrayado musical absolutamente incesante, estéril y agotador pretende dirigir las emociones del espectador sin dejarle espacio a que sienta realmente lo que está pasando. Al final The Impossible acaba siendo lo contrario de lo pretendido, un film de precisión matemática tan perfecta como hueca, tan impecable en su forma como grosera en lo emocional.
Al otro lado del espectro aparece una producción como Robot & Frank (Jake Schreier), donde se consigue precisamente lo que no hay en el film de Bayona. Esta es una pequeña historia, un film de factura low cost pero que se ampara en su sencillez y en la aparente imposibilidad del establecimiento de una relación entre hombre y robot. Lejos de la cursilería de títulos como El hombre bicentenario (Bicentennial Man, Chris Columbus, 1999) el discurso de Robot & Frank se articula en base a los contrastes; la premisa de un viejo ladrón con problemas incipientes de Alzheimer e incapaz de establecer una verdadera relación con su familia se contrapone a cómo lo consigue con la aparente frialdad de un robot doméstico. Con un tono que por momentos se balancea peligrosamente entre la amabilidad y la excesiva blandura se consigue finalmente empacar un producto tierno y eficaz, cuyas mejores bazas están en sus intérpretes y en su nula pretensión de grandeza. Una película que habla del placer de escuchar y ser escuchado y como esa es la base de toda relación humana sincera, aunque sea con una máquina.
También desde la amabilidad nos llega El alucinante mundo de Norman (ParaNorman, Sam Fell y Chris Butler), un film de animación que demuestra que hay vida más allá de Pixar. Cierto es que le falta cierta fluidez y reitera muchos tópicos sobre niños marginados que acaban siendo los héroes y sobre el respeto a la diferencia. No obstante tiene ciertos detalles como una estética tendiente a lo retro y unos toques grindhouse que la convierten no sólo en un entretenimiento familiar amable, también en una película si no notable sí recomendable para pasar un rato agradable.
La bomba nos llega con The Cabin in the Woods (Drew Goddard). Esta es una película que busca solo una cosa: dar placer a los aficionados del género. Lanzarlos por un mundo reconocible cuyo eje central lo podríamos encontrar en Posesión infernal (The Evil Dead, 1981) de Sam Raimi y a partir de aquí dedicarse a plasmar tópico tras tópico para sin solución de continuidad subvertirlo, destrozarlo, convertirlo en un arma de destrucción masiva en lo humorístico. Un film que posiblemente puede llegar a horrorizar a los más puristas del género pero que funcionará con todos aquellos que busquen novedades y disfruten viendo cómo aquello que reconocen y aburren puede convertirse en un tren de la bruja descarado y surrealista. Esto sólo en primera instancia, porque lo mejor del film de Drew Goddard es posiblemente un tramo final donde la locura se desata al por mayor: no es que se subviertan las reglas, es que directamente dejan de existir y por tanto cada plano es como una bomba de relojería que, por cierto, en algunos momentos le acaba por explotar al director. Se nota una cierta falta de control, un alargamiento excesivo de los tempos y se desea algo más de horror que contraponer a la balanza de las risas. Una película quizás no perfecta, pero 100% festivalera.