¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Hay algunas películas que, de manera muy inteligente, escudriñan y se interrogan acerca de los sentimientos humanos pero sin llevar al primer plano estas cuestiones. Son películas maravillosas porque nos están contando algo muy concreto, pongamos por caso las aventuras de un policía en el futuro en Blade Runner (Ridley Scott, 1982) o las peripecias de un recluso en una dura prisión en Cadena Perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Darabont, 1994), pero en el fondo lo que hacen es plantear preguntas acerca de la naturaleza humana y su complejidad misteriosa (en Blade Runner se da vueltas sobre conceptos como el sentido de la vida o la humanidad de los seres artificiales y en Cadena Perpetua se habla de términos como la justicia, la amistad o la honestidad). Robot & Frank es una de esas películas.
Frank es un abuelo que, en un futuro cercano, empieza a tener pérdidas de memoria. Para ayudarle, uno de sus hijos le regala un robot asistente. Frank al principio rechaza el robot, pero pronto descubrirá que gracias al artefacto puede vivir una segunda juventud y resucitar su antigua profesión: ladrón de guante blanco. Bajo esta premisa, que ya de por sí me parece suficientemente interesante como para justificar toda una película, se esconde una lúcida reflexión acerca de varios temas que, como decía, subyacen en el texto en un discreto segundo plano pero que son los que al final acaban dotando de entidad propia a la película. Uno de ellos, quizás el más obvio a primera vista y también el que emparenta más directamente esta película con Blade Runner, es el de la relación entre los seres humanos y los seres creados por el hombre. La relación entre el robot y Frank es al principio fría y distante, igual que lo es el robot, pero acaba siendo humana y emotiva, cualidades en principio reservadas sólo para los humanos. De la misma manera que el colosal discurso final del androide Roy Batty (Rutger Hauer), al final de Robot & Frank nos damos cuenta de que la máquina quizás no es tan máquina como parece, quizás al intentar imitar la vida de manera artificial, el hombre ha conseguido involuntariamente una copia que va más allá de sus expectativas. Es posible, por lo tanto, que esta locura de mundo en el que estamos metidos nos lleve finalmente a algo similar a lo expuesto en esta película, a una sociedad en la que los límites entre máquinas y hombres se difuminen, en la que los sentimientos ya no sean una marca exclusiva del ser humano. La progresiva humanización del robot en su interacción con Frank así lo sugiere.
La tecnificación digital de nuestro entorno y su efecto sobre las personas es otra de las ideas apuntadas en Robot & Frank. La biblioteca del pueblo donde vive el protagonista es desmantelada para escanear todos sus libros. Es pues sintomático que Frank decida robar un incunable que se guarda en el edificio antes de que se lo lleven, una edición del Don Quijote de la Mancha. Frank es un abuelo, un residuo social hijo de la sociedad 1.0 al que la fractura digital ha barrido del mapa y que ni tan sólo sirve para ser reciclado (por mucho que el engreído encargado de la digitalización de los libros le mienta y le diga lo contrario). El robo del Quijote le sirve para demostrar la vigencia de las “viejas normas”: accede a la biblioteca forzando la cerradura de la puerta manualmente, sin métodos sofisticados, y burla los modernos sistemas de seguridad de la misma manera, a la antigua usanza, sin usar ni un solo aparato que funcione con pilas o baterías excepto una linterna. El triunfo (momentáneo, pero triunfo) de lo analógico sobre lo digital. Y un grito de alerta: no todo vale en esta locura de modernización tecnológica que lo engulle todo a la velocidad del demonio.
Robot & Frank discurre con este paisaje de fondo a través de un camino dulce, plagado de ingeniosas ocurrencias de guión (el gag de la secuencia de autodestrucción, repetido en dos ocasiones de la película, es inolvidable), en un discurso amable, clásico, sin estridencias, y con una interpretación portentosa de Frank Langella que está pidiendo a gritos que de una vez se dignen a darle un Oscar. Una pequeña joya tierna y brillante capaz de hacer reír y de hacer llorar al mismo tiempo.