Porque morimos, la vida es de un valor extraordinario

Durante el pase de prensa de su última película, Sueño y silencio (2012), Jaime Rosales nos concedió una entrevista en la que, entre otras cosas, nos comentaba: “Cuando hablan de mi estilo, yo creo que no lo tengo o por lo menos no lo tengo todavía consolidado. A mí todas mis películas me parecen estilísticamente muy diferentes, casi como si fueran de personas distintas. Yo en realidad aún estoy en un proceso de búsqueda de un estilo”.

Al hablar de estas diferencias estilísticas, sin duda Rosales estaba haciendo referencia a los distintos dispositivos que utiliza para articular la narración de sus películas y que probablemente sean, en un primer visionado, los aspectos más llamativos de éstas. Los dos ejemplos más claros de estos mecanismos los encontramos en su segundo y tercer film: La soledad (2007) y Tiro en la cabeza (2008). En el primer caso, que le valió un Goya a la mejor película y a la mejor dirección, se trata de lo que, de forma un tanto grandilocuente, bautizó como polivisión: un uso de la pantalla partida que transmite una sensación de ubicuidad (una especie de refinamiento del panel de cámaras de seguridad de un vigilante) y que genera todo tipo de enriquecedores contrastes. En el segundo caso, se trata de la arriesgada decisión formal de rodar toda la película utilizando teleobjetivos y desde una gran distancia, lo que nos convierte en voyeurs (o, más concretamente, dada la temática del film, en detectives) que espían a los personajes. Esta decisión se lleva hasta sus últimas consecuencias y se nos priva absolutamente de escuchar los diálogos (los personajes hablan, pero, debido a la distancia que nos separa de ellos, no los escuchamos). Ambos casos, con mayor o menor acierto, suponen experimentaciones formales en la búsqueda de la que, más allá de los distintos dispositivos, ha sido la gran obsesión de Rosales: la autenticidad, la representación de la realidad. Una representación que no tiene que ver con el documental (aunque, como veremos, comparta con éste algunos rasgos estilísticos) sino que parte de la recreación de esta realidad para mostrárnosla de una forma que nos resulte conocida y nueva a la vez. Dice Rosales: “A nivel estético, me interesa mucho lo estrictamente real: la búsqueda de lo esencialmente real de las cosas como son. Porque es la realidad la que es expresiva de todo lo demás, mucho más que la imaginación o la fantasía. Una búsqueda muy comprometida con todo lo que tiene que ver con lo real, con lo cotidiano…”.

Este compromiso con lo real y lo cotidiano es el que define su estilo. Tras cuatro películas, podemos advertir una serie de constantes que se repiten de forma metódica; constantes que son formales, temáticas y también narrativas y que, como veremos, deben mucho al estilo trascendental, según lo definió Paul Schrader en su libro dedicado a Bresson, Ozu y Dreyer.

Jaime Rosales y el estilo trascendental

Como hemos visto, Rosales busca en su cine una estética que transmita la realidad como algo externo, existente en sí mismo, sin filtrarla a través de una subjetividad ni una explicación psicologista. Más allá de los distintos dispositivos que ha ideado, lo que subyace siempre en su obra (y que se puede apreciar en su más alto grado en su primera película Las horas del día –2003–) es un estilo de realización muy cercano a los que sin duda son los rasgos más visibles del estilo trascendental: los planos largos, la contención en el uso de la música extradiegética (o su total ausencia, en el caso de Rosales), la frontalidad, la prevalencia de la simetría, la centralidad del cuerpo humano en los encuadres y, sobre todo, la preferencia por los instantes insignificantes por encima de los momentos dramáticos. Gran parte del cine de Rosales se centra en momentos banales: vemos a los personajes cocinar, estar en su trabajo, yendo de compras, comiendo un plato de lentejas, cambiándose de ropa o hablando de cosas triviales. Incluso aquellas imágenes que podrían volverse significantes, como la del protagonista de Tiro en la cabeza haciendo el amor con su compañera, aparecen igualadas al resto, despojadas de su significación por la frialdad del estilo de realización o, como decía Bresson, aplanadas [1].

Este estilo de realización corresponde a lo que Schrader, tomando el término de Gervase Mathew, estudioso del arte bizantino, denomina “la estética de la superficie”. “El exegeta alejandrino creía que los valores místicos sólo podían ser alcanzados por medio de la concentración en cada detalle del texto. (...) Bresson, al igual que el exegeta alejandrino, cree que ‘lo sobrenatural en el cine es tan sólo lo real presentado de una forma más precisa. Las cosas reales vistas en primer plano’” [2]. Esta “estética de la superficie” es el resultado de una meticulosa atención por el detalle, de despojar a las imágenes de toda dramatización (bien sea mediante la luz, los encuadres, la actuación, etc.) y de la acumulación de momentos insignificantes. La “estética de la superficie” a menudo resulta en un estilo que recuerda a algunos rasgos del direct cinema (espacios naturales, actores no profesionales, tiempos muertos, situaciones cotidianas), pero a la sensación de verdad y espontaneidad, típica del documental, se le contraponen la rigidez y la contención de la “estética de la superficie”. Por ejemplo, en Pickpocket (Robert Bresson, 1959), vemos una escena en la que Michel, el protagonista, se dedica a ejercer su oficio de carterista. En la descripción de estos robos no hay ningún énfasis, ninguna emoción. Se realizan de igual modo los planos en los que camina un personaje que aquellos en los que se produce el robo. No hay ningún momento que aparezca puntuado por la narración, ningún crescendo de la música, ningún movimiento de cámara que enfatice la emoción, ningún primer plano en el que alguien muestre una expresión con la que podamos empatizar. La renuncia a estos recursos genera frustración en el espectador ya que, ante la visión de un hecho que siente como emocionante, no encuentra la complicidad de la película ni tampoco los signos de puntuación a los que el cine le ha habituado.

En la forma más extendida del cine de ficción, la realidad se nos presenta de una forma coherente, lógica, verosímil y, por encima de todo, de un modo que nos hace fácil conectar con ella a nivel psicológico. En el cine de Rosales, por el contrario, encontramos una representación de la realidad que, por su distanciamiento, se nos hace extraña. ¿Por qué vemos esa sucesión de momentos banales? ¿Por qué continuamos viendo un plano cuando la acción que quería mostrarnos ya ha ocurrido? ¿Por qué esos silencios? O, de forma clara en Sueño y silencio, ¿por qué aparecen los personajes cortados en el borde del plano cuando todas las composiciones tienden a la simetría y la centralidad? Estas técnicas hacen “de la presentación de lo cotidiano algo sospechoso” [3].

Por lo tanto, no estamos aquí ante la simple representación de la realidad. La “estética de la superficie” no debe confundirse con una representación superficial. Decía Rosales, en otra parte, “cuando yo hago una película hago un objeto muy preciso en su cáscara y hueco en su interior, de manera que el espectador lo rellene con lo que la película le da” [4]. Lo que la película le da son los hechos, pero también, y sobre todo, una representación de los hechos que transmite una sensación de anomalía: la sospecha, no siempre sentida de forma consciente, de que hay otra cosa además de lo que se representa físicamente en la imagen y que a menudo se percibe en esa sensación que empieza a emanar cuando el plano se alarga más de lo necesario. Paul Schrader definía esa sensación con el concepto de disparidad, la sensación de “desunión (…) entre el hombre y su entorno” [5], entre la cotidianidad y la sensación de que hay (o que debería haber) algo más de lo que vemos, entre lo inmanente y lo Trascendente.

En el cine de Rosales, existe un momento en que esa disparidad se materializa con toda su fuerza, y este momento se asocia siempre con una muerte violenta, repentina e inesperada, que se materializa en el tejido de la cotidianidad para rasgarlo y mostrarnos lo que ya estábamos sospechando: que más allá de esa cotidianidad (o por debajo de ella) palpitaba “lo completamente Otro” [6].

En Las horas del día, la muerte aparecía a manos del protagonista, una personalidad psicopática que rompía su anodina cotidianidad asesinando a desconocidos sin ninguna motivación aparente; un serial killer sin el tipo de personalidad megalómana a que nos ha acostumbrado el cine y que nos recuerda al protagonista de El extranjero de Camus, quien, preguntado en el juicio sobre por qué asesinó a un hombre árabe en las playas de Argel, no tenía más respuesta que afirmar que lo había hecho porque hacía calor.

Esta violencia injustificada, de corte existencialista, se trasladará al personaje de la tercera película de Rosales, Tiro en la cabeza, en la figura de un terrorista de quien no conocemos los motivos que le llevan a cometer el asesinato al que hace referencia el título del film. De hecho, no es hasta que se produce este asesinato que somos conscientes de haber presenciado la cotidianidad de un terrorista. Si bien, en el caso del terrorismo, sus ejecutantes no tendrían impedimentos en enumerar las motivaciones por las cuales ejercen la violencia, en la película de Rosales estas motivaciones se nos escamotean, con lo que la acción violenta, si bien se ejerce contra dos guardias civiles y podría ser entendida dentro de la lógica del conflicto, nos sorprende con la misma frialdad, contundencia e imprevisibilidad que el asesinato psicopático de Las horas del día. Nada en la película nos había preparado para este hecho (nada excepto la sensación de la disparidad, de que existe algo más que lo cotidiano), por lo que éste se nos aparece como un acto absurdo [7].

También el terrorismo era el vehículo mediante el que la muerte aparecía en La soledad, si bien en este caso los protagonistas del film no eran los ejecutantes de ésta sino quienes sufrían sus consecuencias. Y también en esta ocasión la muerte irrumpía en la cotidianidad de forma inesperada y cortante. Y se nos mostraba con la misma frialdad y distancia con que se nos había mostrado esa cotidianidad. Rosales no renuncia a la estética de la superficie, que, aplicada a un hecho violento, no hace sino dejarnos desnudos ante este hecho, sin nada entre nosotros y la violencia. “Al situar la acción en el ámbito de la negación (…) la acción queda privada de su sentido catártico, establecida en el ‘discurrir’ de la vida [8].

Según el esquema de Schrader, estas muertes deberían abrir el camino a lo que el teórico y cineasta norteamericano llama la acción decisiva: “una llamada a la emoción enormemente valerosa que descarta toda pretensión de realidad cotidiana. La acción decisiva rompe con la estilización de lo cotidiano; es un hecho increíble que ocurre dentro de la realidad banal y que debe ser entendido con fe” [9]. Para Schrader, “la acción decisiva no resuelve la disparidad, sino que la convierte, paralizándola en la estasis[10]. La estasis es “una estática revisión del mundo externo que intenta sugerir la unidad de todas las cosas” [11].

Sin embargo, la disparidad que sentimos con tanta contundencia en el cine de Rosales, a través de esas muertes gratuitas e injustificadas, no desemboca en una resolución que lleve al espectador a aceptar “una interpretación que dice: existe un ámbito profundo de compasión y de conciencia que hombre y naturaleza pueden tocar de forma intermitente” [12]. Las acciones decisivas descritas por Schrader, como el martirio de Juana en El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, Robert Bresson, 1962), el milagro en La palabra (Ordet, Carl Theodor Dreyer, 1955), o, de una forma más sutil, las lágrimas de Noriko (interpretada por Setsuko Hara), cuando al final de Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, Yasujirô Ozu, 1953) su suegro (interpretado por Chishu Ryu) le dice que ella se preocupa más por ellos que sus propios hijos, nos acercan al milagro, al martirio, a la Gracia, al mono no aware [13], conceptos todos ellos que expresan una unión intrínseca entre lo humano y lo Trascendente. La ausencia de una verdadera acción decisiva en las primeras películas de Rosales, así como la contundente forma en que se manifiesta la disparidad, nos acercan a un mundo en el que reina algo parecido a la banalidad del Mal descrita por Hannah Arendt. En este mundo la Trascendencia se expresa como una ausencia, como un anhelo. Ese “algo más” se mantiene silencioso, impasible al sufrimiento humano. Se trata de una aproximación existencialista a la Trascendencia, en la que, utilizando un estilo muy cercano al descrito por Schrader, se llega a conclusiones muy distintas a las que él proponía como paradigmáticas de dicho estilo: en lugar de una aceptación de la disparidad, se alcanza el Angst kierkegaardiano, la desesperación ante la imposibilidad de resolver esa disparidad entre lo cotidiano y lo Trascendente. La posibilidad de trascender lo cotidiano vista como una potencialidad que los seres humanos parecen condenados a ser incapaces de alcanzar. Esta variante del estilo trascendental es la que encontramos en el cine de Gus Van Sant o de su maestro Béla Tarr [14].

¿Y qué es lo que ocurre en Sueño y silencio? Como en el resto de la filmografía del director catalán, la muerte hace acto de presencia y se convierte en el motivo central de la película. En la primera parte, asistimos a la cotidianidad de una pareja formada por Oriol, arquitecto, y Yolanda, profesora de español en París, donde reside el matrimonio junto con sus dos hijas. La familia vive una vida plácida hasta que Oriol y Celia, su hija mayor, de regreso de un viaje al Delta del Ebro donde han estado visitando a los abuelos, sufren un accidente de coche en el que la niña muere. Recuperado del accidente, Oriol sufre una amnesia que le impide recordar a su hija. Esta muerte, aunque expresada de forma elíptica en una secuencia en la que los jump cuts y las veladuras de la película le dan un aire casi fantasmal, pondrá de manifiesto la existencia de esa disparidad entre lo cotidiano y lo Trascendente, como ocurría en las anteriores películas de Rosales.

Sin embargo, la manera como los protagonistas y la película afrontan este hecho, así como la evolución de los planteamientos formales que hemos visto que se desarrollaban en sus anteriores películas, hacen que Sueño y silencio suponga un paso al frente en el acercamiento del cine de Jaime Rosales al estilo trascendental.

Sueño y silencio

En esta ocasión, Rosales se aleja de dispositivos más vistosos como los que veíamos en La soledad o en Tiro en la cabeza para retornar a la búsqueda de una realización más esencial, recuperando la línea de Las horas del día. En esta ocasión, esta búsqueda de lo esencial lo ha llevado al blanco y negro, a la limitación de los movimientos de cámara a casos muy concretos (de los que hablaremos enseguida) y sobre todo a un uso muy estricto del plano secuencia que conlleva la negación sistemática del contraplano. Este uso del plano secuencia (que únicamente se rompe en un momento de alta tensión dramática en el que el matrimonio habla abiertamente, por primera vez, de la muerte de su hija) está muy ligado al estilo de la dirección de actores y a la forma como está concebida la película.

Buscando el máximo realismo, Rosales ha contado una vez más con actores no profesionales (algo bastante habitual en el cine trascendental) que prácticamente son los personajes.. No se realizaron ensayos y todas las escenas se rodaron a la primera, sin repetir. “Escena a escena, sólo hay un plano. Sólo va a haber un plano y sólo va a haber una toma. ¿Cuál va a ser? La que revele lo esencial”. De esta manera, buscando la espontaneidad, el plano secuencia no es sólo el único plano de esa secuencia sino un verdadero momento irrepetible, que, unido al resto de momentos irrepetibles, construye la película. Algo parecido a como trabajaría un documentalista como Frederick Wiseman o Victor Kossakovsky. De hecho, la forma de trabajar la película fue muy parecida a un documental: se realizó un primer montaje de 4 horas y 50 minutos y, a partir de ahí, se fue recortando hasta llegar a la versión definitiva.

La sensación de “momento irrepetible”, de “fragmento de vida”, se acentúa con la ausencia de movimiento, con la referencia constante al fuera de campo y, aún más, con el montaje, mediante el que frecuentemente se entra y se sale de las escenas a la mitad de una frase, con lo que se transmite la sensación de que la vida existía antes de que la cámara rodara y que continúa existiendo después, dejando el tiempo abierto, del mismo modo que las composiciones dejan el espacio abierto.

Este efecto es fundamentalmente el resultado de la decisión formal de trabajar de forma independiente la puesta en escena y la puesta en cuadro [15]. Este recurso no sólo puede entenderse como una fórmula más del director catalán para poner en evidencia el dispositivo fílmico, sino que se puede identificar con el concepto mismo de disparidad, en el que lo cotidiano se manifestaría en la puesta en escena y lo “completamente Otro” en la puesta en cuadro.

La expresión mínima de la disparidad se encontraría en esta disociación, unida al resto de decisiones que definen el estilo de Rosales y que se identifican con la contención: contención en la renuncia al uso del color, contención en la renuncia a realizar cortes en el interior de las secuencias que eliminen los tiempos muertos, contención en la renuncia a repetir una toma, contención en la renuncia a realizar un contraplano. Debido a esta contención, a la renuncia a usar de forma superflua los recursos estilísticos que el cine ofrece, las más pequeñas variaciones respecto a esta línea general se vuelven profundamente significantes y añaden nuevas capas a nuestro sentimiento de disparidad. El caso más claro, y que más se repite en la película, es el movimiento de cámara: “Todo lo que es accesorio en la trama ha quedado fuera. Todo lo que es accesorio en los recursos ha quedado fuera. Si muevo la cámara es porque ese movimiento busca algo que tiene para mí mucho sentido. Por ejemplo, cuando la abuela y la niña están hablando, salen de plano y hay un movimiento de cámara, que va a contar algo. Va a contar que me aparto de la diégesis, que hay algo que trasciende para mí la propia historia, hay algo invisible que está fuera, por eso se mueve la cámara”.

Lo que trasciende la propia historia es ese algo más, ese sentido de trascendencia y de espiritualidad, que es la materia de la que trata el cine trascendental y que se expresa en el cine de Rosales a través de la cámara. No sólo de un uso desapasionado de ésta, sino de la cámara como herramienta privilegiada para acceder y capturar esa trascendencia. El movimiento, en un primer momento, es sentido únicamente como una presencia. Por ejemplo, en los primeros minutos de la película, Oriol está hablando con unos clientes en un edificio que está construyendo y la cámara realiza un desplazamiento en el espacio, sin ningún objetivo diegético ni expresivo aparente, que recorre la habitación, desentendiéndose de los personajes. A través de este movimiento de cámara, por momentos cercano a un plano subjetivo, sentimos la presencia del artefacto fílmico, pero también sentimos una presencia que se encuentra en la escena, junto a los personajes. Es el mismo recurso del que nos hablaba Rosales: la niña y su abuela pasean por el bosque y, cuando han salido de cuadro, la cámara inicia un lento travelling hacia unos matorrales, tras lo cual corta a la siguiente escena. El significado de estos movimientos, y su relación con esa presencia, se nos aclararán del todo más adelante, cuando el accidente ya ha tenido lugar.

Después de un desconcertante plano de Celia, a quien sabemos muerta, meciéndose en un columpio, vemos a Yolanda paseando por el mismo parque. La cámara la sigue en un plano en movimiento de cámara en mano (algo que rompe de una forma nueva el estatismo de los encuadres que hemos visto hasta ahora) mientras ella conversa con la niña en fuera de campo. Esta inestabilidad de la cámara en mano se mantiene en el siguiente plano: Yolanda, ya sentada, cuenta anécdotas de infancia a su difunta hija, que se mantiene en fuera de campo.

Esta es, sin duda, una acción decisiva, en el sentido de Schrader, “un hecho increíble que ocurre dentro de la realidad banal y que debe ser entendido con fe” [16]. En la siguiente escena le contará a Oriol que ha visto a su hija (o a su espíritu) y que ha hablado con ella. Yolanda insiste a Oriol para que visite el parque, confiando en que verá lo que ella y que, por fin, podrá vencer su amnesia. Durante esa visita, la cámara volverá a adoptar el papel de presencia y mostrará, en este caso, la incapacidad de Oriol para comunicarse con su hija (o la presencia de su hija). Oriol se mantiene en el mundo de la inmanencia, incapaz de ver ni comunicarse con lo Trascendente, pero la cámara lo contempla y se sitúa (y sitúa al espectador) en el otro lado. Oriol se sitúa frente a la cámara y mira (nos mira), incapaz de ver lo que se encuentra frente a él. La mirada de la cámara, que revela lo Trascendente, se contrapone a la mirada de Oriol, anclada en lo cotidiano [17].

Lo Trascendente volverá a aparecer nuevamente con la irrupción del color. Oriol y Yolanda vuelven al Delta del Ebro y allí el padre de Oriol, más sensible a lo que está viviendo Yolanda que su hijo, le sugiere visitar el lugar donde ocurrió el accidente. El diálogo es esquivo, pero parece sugerir que ella espera encontrar allí algún tipo de revelación. Cuando llegan, el padre de Oriol deja a Yolanda sola. La vemos en un campo, junto a un riachuelo y la carretera, abrazándose las piernas y sintiendo el dolor de la pérdida. Mientras tanto, su suegro la espera en el coche. Tras el plano de Yolanda, vemos un plano del padre de Oriol en el coche, agarrando el volante y mirando al vacío. En este plano aparece el color. Y el efecto se enfatiza con la desaparición del sonido. No se produce aquí un acto tan unívoco como la conversación de Yolanda con el espíritu de Celia en el parque, pero el padre de Oriol ha sentido algo y, sin duda, la visita ha tenido algo de catártico para Yolanda. Tras ese plano, la pareja regresa a París. Ella parece haber renunciado a arrancar a Oriol de su apatía y, poco a poco, empieza a recuperar su rutina. El color únicamente volverá en el epílogo, en el que vemos a Miquel Barceló, que ya había aparecido en el prólogo de la película (si bien, en ese momento inicial, también en blanco y negro), ejecutando en ambos casos obras para la película [18].

Sin embargo, la materialización definitiva de lo Trascendente se producirá con el que ha sido su vehículo privilegiado: el movimiento de cámara. El film se cierra (antes del epílogo) con un larguísimo movimiento muy parecido al que se ha producido cuando Oriol paseaba por ese mismo espacio buscando la presencia de su hija. Este movimiento culmina con una imagen en la que vemos a la hija pequeña del matrimonio jugando con su difunta hermana, para terminar con un plano de Yolanda contemplando a las dos niñas con un rostro que, si bien no expresa alegría, se nos muestra lleno de serenidad.

Se ha realizado aquí un cambio abismal. De un universo en el que las cosas ocurrían sin motivo y en el que los seres humanos quedaban abandonados a su suerte ante los incomprensibles y crueles golpes del destino, Rosales ha pasado a un mundo en el que la vida no termina en lo que vemos y en el que la posibilidad de comunicación entre las dos orillas es posible. Y lo hace a través del cine, devolviéndole a éste las cualidades “mágicas” que Edgar Morin veía en él; en especial en el cine primitivo [19].

Dejando atrás una visión más existencialista del mundo y mediante la búsqueda de sus propias vías para adentrarse en un cine más abiertamente trascendental, Rosales ha encontrado un estilo mucho más depurado y simple y a la vez efectivo, para hablar de una forma nueva de lo que, a juzgar por su filmografía, es una de sus grandes obsesiones: la muerte y, sobre todo, el duelo. “Porque morimos, la vida es de un valor extraordinario. Y es en la vida donde también podemos intuir o presentir lo que es lo espiritual, aunque eso ocurra también más allá de la vida. Tanto la muerte como el duelo forman parte de toda esa búsqueda”.

Notas:

  1. “Aplanar mis imágenes (como con una plancha), sin atenuarlas”. BRESSON, R., Notas sobre el cinematógrafo. Biblioteca Era, México, 1979. Pág. 17. 
  2. SCHRADER, P., El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer. Ediciones JC Clementine, Madrid, 1999. Pág. 83. La cita de Bresson se encuentra en BLUE, J., Excerpts from an Interview with Robert Bresson, June 1965, publicado por el autor, Los Angeles, 1969. 
  3. SCHRADER, P., Op. Cit. Pág. 98. 
  4. Declaraciones de Jaime Rosales, citadas en BELINCHÓN, G., “Jaime Rosales y el cine, la muerte y sus ausencias”, El País, 23/05/2012 (leer el texto). 
  5. SCHRADER, P., Op. Cit. Pág. 63. 
  6. Ibidem. Pág. 25. El término es de Rudolf Otto. 
  7. La película levantó un considerable revuelo por lo que algunos consideraron una trivialización de la violencia terrorista. 
  8. SCHRADER, P., Op. Cit. Pág. 62. 
  9. Ibidem. Pág. 68. 
  10. Ibidem. Pág. 70. 
  11. Ibidem. Pág. 107. 
  12. Íbidem. Pág. 70. 
  13. Mono no aware podría traducirse como “el pathos de las cosas”. Susan Napier, profesora de literatura japonesa en la Universidad de Tufts, lo describe así: “It’s precisely because things don’t last that they’re beautiful, [and] it’s because of that that we have this intense feeling about the world.” Citado en WEBB, G., “After The Quake”, 8 Hamilton Ave., 17/03/2011 (leer el texto). 
  14. El vínculo entre Gus Van Sant, Béla Tarr y el cine trascendental (y al concepto de la Nada trascendente) aparece en PEÑA, A., “El caballo de Turín. Madre, somos idiotas”, Miradas de cine, nº 119, febrero 2012 (leer el texto). 
  15. “Óscar Durán, el director de fotografía, se encargaba de la puesta en cuadro, bajo mi supervisión, y yo de la puesta en escena. Él decidía un encuadre fijo, y fuera cual fuera, los personajes entraban y salían del cuadro sin que la acción, sin que ni siquiera sus rostros tuvieran que estar dentro. Se planteaba una situación, pero era el azar el que guiaba su desarrollo”. Jaime Rosales entrevistado en SÁNCHEZ, S., “Jaime Rosales luto en blanco y negro”, La Razón, 15/06/2012 (leer el texto). 
  16. SCHRADER, P., Op. Cit. Pág. 68. 
  17. “Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo, no oyen ni entienden”. Mateo 13:13. 
  18. La obra de Barceló que abre la película hace referencia al sacrificio de Isaac. La que la cierra al Gólgota. BELINCHÓN, G. Op. Cit. 
  19. “Las separaciones y distinciones en el seno de las ciencias del hombre impiden captar la continuidad profunda entre la magia, el sentimiento y la razón, mientras que esta unidad contradictoria es el nudo gordiano de toda antropología. Si con un mismo movimiento el cine se convierte en magia, sentimiento y razón, evidentemente hay unidad profunda entre sentimiento, magia y razón”. MORIN, E. El cine o el hombre imaginario. Paidós, Barcelona, 2001. Pág. 162. 
Publicado en Décalage del número 47.