5.2. ‘Ossos’ (Pedro Costa, 1997)

La ilusión, el hambre y el sueño

El tercer largometraje de Pedro Costa es un film fallido. Saboteada por su director, es una película de ficción contaminada con elementos que, con el tiempo, hemos convenido como parte de la retórica documental: planos fijos, punto de vista contemplativo, banda sonora totalmente diegética, una reducida presencia de diálogos... Todos estos elementos hacen muy difícil clasificar su propuesta y he aquí que la cuestión sea precisamente la de demostrar el carácter impositivo de esa taxonomía. Etiquetar la imagen implica reducirla a un campo semántico concreto, limitar su potencial, domesticar su sentido, acabar con lo que trasciende en ella.

Situémonos en el contexto de los años noventa, el cine cumple un siglo de vida y comienza a darse por sentado que la hibridación entre la ficción y el documental es mucho más que un experimento aislado. [1] Para revitalizar las formas cinematográficas había que ir por un camino diferente al marcado por las etiquetas. Pedro Costa había realizado hasta el momento un corto y dos largometrajes. Ossos sería su tercera película y había decidido rodarla en un barrio marginal de Lisboa, Fontainhas. El resultado sería signo de ese tiempo de cambios, tiempo del cine mundial y por tanto del cine portugués, y tiempo personal del cineasta. La primera imagen del film da buena cuenta de ello, ¿cómo filmar un cuerpo, un rostro, impidiendo que la ficción enmascare lo real que habita en él y evitando que el documental lo supedite a su pedagogía?

Ossos encarna esta pregunta y por eso es un film hermosamente fallido. Pedro Costa se enfrenta a un dilema, filmar una ficción en un barrio que engulle toda premisa, los personajes creados, el guión, la iluminación, los diálogos... El cineasta se ve obligado a admitir la imposibilidad de establecer un mundo ficcional en el que participen los habitantes de Fontainhas. La cuestión es más bien inversa, el cine(asta) ha de reconocer que la realidad lo absorbe hasta crear una imagen de nuevo signo. Ossos destila esta tensión, la de un guión que pone nombres falsos a personas más interesantes que los personajes creados por él. Anular la ilusión y filmar el hambre tal cual es, una cuestión de presencia.

La depuración del montaje construye una historia tan elíptica que por momentos no sabemos lo que estamos viendo. Es decir, sabemos lo que vemos (dos mujeres que miran fuera de campo, por ejemplo) pero no sabemos a qué responden esos planos, no podemos construir la historia que hilvanan esas imágenes. Ossos parece olvidarse por momentos del argumento en favor de estos fogonazos de realidad que nos maravillan (la ternura de Clotilde, por ejemplo). Estamos ante una historia incompleta, posiblemente debido a la radicalidad de un montaje exigente [2]; tanto que la historia se queda a medias y los espectadores nos vemos empujados a admirar eso otro, fragmentos de lo real, que aparecen por momentos en la película.

A pesar de esta brecha por la que entra lo real Ossos se queda a medio camino de afrontar la realidad de Fontainhas. Tendríamos que esperar a los siguientes trabajos de Pedro Costa para ver esto, en Ossos no obstante el guión, la ficción, pesa todavía mucho [3]. El complot de Clotilde para matar al padre del bebé, la historia de esa niña recién nacida que pasa de mano en mano, el engaño del marido de Clotilde, los intentos de suicidio de Tina... todo ello suena exagerado y sobra en un film con el que Pedro Costa descubre el objetivo y el método a seguir para filmar el “asunto documental” [4] que tanto le interesa como cineasta.

La batalla se libra en el cuerpo del sujeto que se sitúa delante de la cámara. Si el actor no sólo construye al personaje, como sucede en el cine de ficción, sino que termina por integrarlo en sí mismo, no hay una distinción clara ente los dos, un corte neto que los separe. ¿Para qué jugar entonces con la actuación si el cuerpo del actor ya basta para poner en escena la presencia de ese cuerpo? Ossos hace manifiesto que entre el actor y el personaje reina una connaturalidad que hace que el cuerpo del actor, más que ser el signo del personaje, sea de alguna manera aquello que dice ser, lo que encarna. Al filmar a Clotilde la imagen no se queda con el personaje, al filmar a Clotilde surge Vanda y su sonrisa escondida.

Ossos no es naturalista porque el naturalismo implica alejarse de lo auténtico y plantear en su lugar una reconstrucción, tampoco nos gusta ver en el método que despunta en sus imágenes una reminiscencia de la tan manoseada depuración bressoniana. Ahí donde el francés anula la interpretación a fuerza de machacar al actor, Costa se limita a recoger lo que buenamente le permiten y puede. Lo que en otros es imposición o impostura, en el portugués es humildad ante la realidad que se le viene encima. Si Ossos falla es porque se erige como punto de inflexión entre una ficción europea que, para entendernos, tiene como productor a Paulo Branco, y un film personal que lo apuesta todo por anular la ilusión de esa forma. Lo que Ossos le revela al cineasta y al espectador sin embargo es la certeza que ante la miseria sólo es posible el compromiso.

Compromiso con la verdad filmada, sin entrar en cuestiones de tipo moral, sino yendo a la lógica aplastante del hambre y la droga: para ver en un drogadicto no a un desgraciado sino a una persona que está delante de ti en cuerpo y alma hace falta salir de uno mismo y de la sobrevaloración de la forma. “La más noble manifestación cultural del hambre es la violencia”, decía Glauber Rocha, y años más tarde apostillaba diciendo que “el sueño es el único derecho que no se puede prohibir” [5]. Ossos bascula entre la violencia que emerge de la marginación social y la reivindicación del sueño del lumpen, aunque este sea alucinógeno, mientras destila un profundo asco ante las formas convencionales de retratar la miseria.

Así es como Ossos filma la pobreza, la droga, la marginación, los huesos/ossos remarcados por el hambre... no como algo anecdótico o, mucho peor, como algo exótico a ojos de los burgueses de turno. Tampoco estamos ante una consabida denuncia social que da imagen al pobre al tiempo que lo trata con un paternalismo despreciable. Ossos nos lanza a un terreno tremendamente fértil en el que la miseria se trata como lo que es, un problema político, al tiempo que lleva la cuestión al terreno de la estética. Si esto lo consigue un film fallido no queda más que atender cuidadosamente la potencialidad de su imperfección.

Notas:

  1. Así se entiende, por ejemplo, el papel seminal de un cineasta como Abbas Kiarostami que, desde finales de los 80 y durante los 90, juega con la maleabilidad de la ficción y el documental en la “Trilogía de Koker”, la inconmensurable Close-Up (1990), El sabor de las cerezas (1997) y El viento nos llevará (1999). 
  2. Una radicalidad del montaje que nos recuerda por oposición a la ópera prima de Terrence Malick, Malas Tierras (1973). Ahí donde al americano se vio forzado a usar una voz en off que diera coherencia argumental a las imágenes, porque había depurado tanto en el montaje que no se entendía la historia, el cineasta portugués opta por sabotear la linealidad textual en favor de la imagen negándose a complementarla con un recurso narrativo. 
  3. Un recorrido por el casting nos permite ver que Ossos aún se sirve de la presencia de actores con experiencia: Inês de Medeiros (la protagonista de la película anterior de Costa, Casa de Lava -1994-), Isabel Ruth (la empleada doméstica de El extraño caso de Angélica -Manoel de Oliveira, 2010-) o Mariya Lipkina (la mismísima coprotagonista de Ossos, Tina). 
  4. NEYRAT, Cyril (ed.), Un mirlo dorado, un ramo de flores y una cuchara de plata. Barcelona, Prodimag, 2008. Pág. 47. El libro ha sido publicado por Intermedio en un soberbio pack de DVD que contiene la obra (posterior a Ossos) de Pedro Costa (ver la ficha). 
  5. Glauber Rocha en su “Estética del hambre” (1965) y su “Estética del sueño” (1971). Ambos textos pueden localizarse rápidamente en Internet. 
Publicado en Panorámica del número 41. Este artículo pertenece al grupo Cine Portugués Contemporáneo.